Ahora lo tenía ante él, le miraba a los ojos.
—Te cruzaste con nuestro sino, hermano —dijo el duque quedamente.
Los ojos del interpelado se movieron, huidizos por la cabaña de aperos que habían elegido de punto de encuentro.
—Widukind… —fue todo lo que dijo, como si tratase de dar comienzo a una frase de indeterminado destino.
—¿Sabes dónde está tu hermana? —lo interrumpió el duque. Sus grandes puños, cargados de anillos de oro anchos y pesados, descansaban sobre los brazos cruzados.
—No —se apresuró Sigisbrun a responder con ansiedad.
—Yo tampoco. Fue raptada por los francos y ahora tengo la certeza de que el marido que elegiste para ella, Arbrandt, ha sido el que ha guiado a las víboras francas hasta el nido para dar muerte a mi familia.
—No hay palabras, Widukind, para expresarte… mi sorpresa… —balbució el damalingio.
Widukind heló el rostro suplicante del hermano de su esposa. Se preguntó cómo era posible que los mismos rasgos que le producían pasiones tan elevadas y hermosas lo condujesen al más profundo desprecio. El rasgo que cerraba los ojos de Swanhild, como si fuesen verdaderamente ojos de cisne, se volvía falaz en el semblante del hermano, deformado como una espantosa cicatriz. Aquel miserable hermano, que la había utilizado, gracias a la viudez de su madre, para garantizarse su propio techo, que había acaparado también sus escasas tierras y después se había servido del buen corazón de su hermana para satisfacer una vulgar y simple codicia de serpiente.
—Debiste morir hace tiempo, Sigisbrun.
El damalingio era presa ahora de las más encontradas pasiones. No sabía si alzarse y huir, si echar mano de su cuchillo, si acaso era hora de arrodillarse y suplicar para sobrevivir al trance.
—No, Widukind, somos familiares…, recuerda…
El rostro del sajón se contraía por la ira y sus pupilas aparecían más negras que de costumbre en la penumbra de la cabaña. La escasa luz de la antorcha que los iluminaba vacilaba, y el rumor de las bestias y las voces de los rudos cazadores de las hordas en guerra los rodeaba como un torbellino asesino e indiferente.
Widukind se puso en pie sin quitar los ojos de Sigisbrun. Éste se alzó y retrocedió, presa del terror que le producía el duque. Era consciente del odio que albergaba contra su persona.
—Yo también tengo hijos, Widukind, y esposa…
La mano de Widukind apresó la puerta de la cabaña y le dio la espalda. Se volvió, aparentando haber olvidado algo frente a Sigisbrun, cuando advirtió que la diestra de éste ya empuñaba su cuchillo de caza.
Los ojos se encontraron, como dos metales que son impenetrables y cuyo contacto sólo puede traer la ruina. Las mandíbulas de Widukind se cerraron, sus pupilas se aceraron con fatales designios, y su cuerpo retrocedió con la maestría de un animal salvaje que estudia el acecho. Siguió de espaldas hacia la puerta y salió.
Sigisbrun fue detrás, después de guardar nerviosamente su cuchillo, sintiéndose inútil y estúpido. Se preguntaba ahora qué habría ocurrido si no hubiese sacado su cuchillo a espaldas del duque, y qué pasaría por haberlo descubierto. Y también se preguntó, al borde del llanto, para qué lo había sacado… «Porque soy un traidor —le dijo una voz dentro de su espíritu—, porque soy un estúpido traidor», y su propia traición lo había traicionado.
La mirada de Widukind, incapaz de pestañear, lo apresaba como tenazas, con el enigma de la mirada de un lobo.
Entonces el duque desenfundó su propio cuchillo y lo desafió.
—¡Pon el arma donde la tenías cuando te he dado la espalda!
Sigisbrun, en cambio, jugó su última y más estúpida carta.
—No pretendía nada, estaba asustado, no sabía qué ibas a hacer…
—Iba a matarte, ¿no lo ves?
—No ibas a matarme, eso lo dices ahora, porque crees que yo…
No pudo acabar la frase, pues Widukind corrió hacia él para apuñalarlo. Falló el sajón con intención, obligando a su antagonista a extraer el arma y adoptar nerviosa defensa. Los damalingios se aproximaron. Los westfalios vitorearon el nombre Widukind.
Éste se acercó, provocando el ataque del miedoso Sigisbrun. Puñaladas al aire, a diestro y siniestro, que el sajón evitó, siguieron a un arrebato desesperado y a un grito de furia. De pronto, la mano derecha volvió en busca del desequilibrio de su contrincante y se hundió en el cuello, paralizando todo movimiento. El fuerte brazo del duque se inclinó, sosteniendo el cuerpo de su enemigo. Sigisbrun dijo algo, pero sólo salió sangre de su boca, un reguero que resbaló por las comisuras inundando su cuello. El puño rojo de Widukind retrocedió de pronto ante la mirada ávida. La mano de Sigisbrun, ya inerte, soltó el cuchillo, y después su cuerpo se derrumbó abandonando la vida. Widukind, en medio del gran silencio, contempló el cadáver: sólo ahora que estaba muerto sus rasgos recuperaban parte de la nobleza y gracia que habían tenido los de su mujer.