XIX

La oleada de venganza sumió Wigmodia, Wigaldingia, Sturmia y Ammeria en el caos como jamás había sucedido. Antes de regresar al sur en busca de refuerzos, Widukind inició su propia operación de castigo. Toda la obra llevada a cabo por los misioneros en aquella lejana parte del mundo, en general sin la ayuda de soldadesca franca, fue condenada a muerte. Los símbolos cristianos fueron quemados desde la desembocadura del Albia hasta la del Wisera. Las iglesias, arrasadas; los predicadores, asesinados, sus cabezas acabaron en el fango de las piaras; y las cruces, abrasadas. Widukind persiguió a los cristianos fugitivos por los caminos y los entregó a sus hordas sanguinarias. En pocas semanas, mientras el invierno avanzaba desde el norte y los vientos envejecían, la obra de los evangelizadores benedictinos fue reducida a ceniza. Aquel oleaje de odio como jamás antes había sucedido siguió su paso hacia el centro y el este de Westfalia. Las noticias no tardaron en llegar a los puestos fortificados de los francos en las ciudadelas más importantes de Engería, y a nadie le sorprendió lo que ocurría.

Los hostingabios y los waldsutios se unieron en ligeras hordas que abandonaron el ducado de Wigmodia siguiendo a Widukind, quien no se detuvo hasta las inmediaciones de Wigalding. Precedido por el Juicio Sangriento de Fardium y después por el inicio de la revuelta en Wigmodia, se le esperaba como a un héroe de leyenda, y como tal fue recibido.

Widukind supervisó las tareas de reconstrucción que habían devuelto a la vida a su aldea natal. La mayor parte de las casas ya estaban en pie, nuevos árboles habían sido plantados allí donde los viejos habían ardido con las antorchas de los francos.

Sin embargo, la incertidumbre gobernaba todas las pasiones del duque. Mientras provocaba el fuego y la venganza, y levantaba en armas a los sajones libres del oeste, aguardaba con ansiedad la hora de ponerse en contacto con los francos y preguntar per su familia. Sabía que nadie enviaría mensajeros en su busca. De momento, todo era violencia y venganza. Sin embargo, los francos estaban allí afuera, y tarde o temprano tendría que saber la verdad sobre su mujer y sus hijos. Durante aquellas semanas, en las que había dado rienda suelta a una pasión aniquiladora, se había convencido de que su familia había sido asesinada. Pero necesitaba la confirmación, al fin, para entregarse a una ferocidad encarnizada hasta agotar la última gota de sangre en una lucha cuyo fin ya no le importaba demasiado. Mataba por matar, y buscaba víctimas con que satisfacer su odio sin límites. Esto, al mismo tiempo, lo ensalzaba como a un héroe, porque era el sentir popular y lo que todo el mundo esperaba de un líder legendario como él. No había espacio para la negociación, los rehenes o el intercambio. Sólo muerte. Cristianos, monjes, nobles sajones acusados de estar en trato con el enemigo, puestos francos apartados, todo era arrasado con ensañamiento cruel y sin parlamentos.

Más que nada, y secretamente, había buscado al principal sospechoso de la traición. Si bien Vigi había abierto la boca ante los daneses y ante Geva para revelarle que tenía una segunda familia en Sajonia, innoble pero amada, también era cierto que detrás de la acción de aquel escuadrón franco se había ocultado un guía. Todas las voces habían hablado de un hombre, el primer marido de Swanhild, al que había derrotado en singular combate años atrás para anular el primer matrimonio. Las sospechas se tornaron confirmación cuando entraron en los dominios de aquella estirpe y supieron que desde hacía varios años el primer marido había desaparecido. Widukind no necesitaba adivinos ni runas para tener la certeza de que estaba entre los francos, y que con toda probabilidad nunca lo hallaría.

Pero sí que encontró al hermano de Swanhild. Era el mismo que siendo un niño lo había golpeado brutalmente tras descubrirlos juntos en el corral de su padre. Ahora más que nunca recordaba aquel momento. Los fríos ojos del duque se habían cargado de estrías rojas durante estos meses de insomnio, pesadillas y destrucción insaciable, y cuando al fin se quedó a solas con él se miraron. El miedo atenazaba las facciones de aquel hombre que en muy pocas cosas se parecía al joven altanero que le había golpeado la cabeza cuando apenas Widukind era sólo un niño. Había casado a Swanhild contra su voluntad con alguien a quien ella no amaba, pero a cambio de ello él había logrado ciertas tierras que de otro modo no habría sido capaz de poseer. No le había importado demasiado la anulación del matrimonio, por cuanto nadie podía reclamarle lo adquirido.

Sin embargo, Widukind rememoraba aquellos hechos. De igual forma que se acordaba de las leyendas de los hombres de las sombras, y de las promesas que había incumplido a su amada, también visitaba una y otra vez aquellas traiciones, y soñaba con venganza.

Los señores de la región, llamados damalingios, se habían mostrado fieles a Widukind desde el principio. No opusieron resistencia cuando las hordas se aproximaron y Widukind solicitó reunirse con aquel hombre olvidado de todos. Leutmar, el señor que había concedido el permiso para la celebración del combate holmganga, cuerpo a cuerpo, entre Widukind y Arbrandt, años atrás, también le confirmó permiso para entrevistarse con Sigisbrun, el hermano de Swanhild.