El duque evitó Liestmund con un rodeo por los bosques y siguió al trote el sendero que llevaba a la próxima aldea de Swanhild. Anduvo los pedregales y por fin entró en las praderas que bordeaban el hogar de su mujer y de su hija. Cuando por fin llegó a sus inmediaciones, tuvo la sensación de que penetraba en una muda pesadilla. Poco a poco, la realidad se desplegaba sustituyendo a los esperados recuerdos. Widukind se adentró en la aldea, que no sumaba más que despojos barridos por una lengua de fuego, como si hubiese sido víctima de una invasión de dragones. No podía distinguir la casa de Swanhild por su aspecto, pues sólo quedaban restos carbonizados de lo que había sido el hogar de su mujer. Los lugareños se habían trasladado al otro lado del río, al norte, iniciando allí un nuevo asentamiento. Era conocido que las poblaciones abrasadas por ejércitos francos rara vez eran reconstruidas: los sajones preferían desmantelar los restos y construir en otra parte, no muy lejos, ya que los sacerdotes consideraban maldito un enclave destruido por el enemigo. Y esto resultaba más traumático cuando el golpe se producía en un lugar alejado de la frontera.
Sin embargo, unos ancianos velaban aquellas ruinas. Uno de ellos, al reconocerlo, le dijo:
—Ni tu mujer ni tu hija viven ya aquí, Widukind hijo de Warnakind.
El duque miró con desconcierto al viejo. Desmontó la cabalgadura y sin sostener sus riendas se aproximó a él, inclinándose como quien se pone de rodillas para suplicar un secreto. Su pecho ardía, cargado de temores. La vida y la muerte pendían de la palabra de aquel anciano que lo observaba con una mirada queda, indiferente.
—¿Qué pasó? —inquirió el duque, nervioso, como si no acudiese saliva a su garganta o la lengua no viniese a socorrer sus palabras.
El anciano miró al sur, rememorando lo sucedido.
—Ahora lo preguntas, sajón… Aparecieron como el viento, sin que nadie pudiese verlos. Eran jinetes todos ellos, armados con acero. Habían dado muerte a los que encontraron, desprevenidos, en el camino. Rodearon Liestmund como un millar de silenciosos zorros. Montaban pesados caballos y llevaban de refresco, ninguno a pie. No sabría decirte quién fue el traidor que los guió, pero los guió bien. Sabían lo que buscaban, Widukind. Los hombres se defendieron como pudieron, y muchos murieron durante el asalto, como alcanzados por el rayo y después por las llamas. Raptaron a tu familia, y prendieron fuego a la aldea entera, ya lo ves. Cuando los vecinos venían para socorrernos, los jinetes ya se marchaban. Tuvieron que elegir entre ayudar a los heridos y sofocar el incendio, o perseguir a los que ya huían rápidamente. Tiraron abajo el templo, en las colinas, y destruyeron todo a su paso… Luego ya estaban demasiado lejos incluso para quienes cabalgan rápido, y los pocos que los siguieron no podían presentar digna lucha.
Widukind clavaba su mirada con tal intensidad en aquel hombre como si pudiese ver con todo detalle cuanto le estaba contando, y al fin, mientras le era revelado, comprendió que sus barruntos no habían sido en vano ni tampoco falsos.
Sólo Dios sabe lo que su corazón sufrió en ese momento de fatal agnición. Se giró y buscó a su hija en la orilla del río, como la última vez que la había visto, y la mirada de Swanhild, en el umbral del hogar, suplicándole la huida, todos juntos, en busca de Gamla Uppsala.
¿Dónde estaban ahora…?
Widukind trató de volver en sí, de doblegar una fuerza horrible, una desesperación que podría ahogarlo, un deseo de degollarse a sí mismo y acabar con todo de una vez por todas.
—¿Cómo eran…? —preguntó en un susurro, regresando a la realidad y rompiendo el silencio que lo envolvía a modo de garra.
—Escuadrones francos, pero escuadrones como los he visto en los ejércitos de Carlomagno, no… Vestían de negro, blanco y acero, y no ostentaban estandartes, ni parecían parte del ejército franco… Tenían sus mismas armas, mas ocultaban sus señales y escudos. Las cruces no eran altas, aunque se trataba de cristianos y francos. Había sacerdotes entre sus jinetes, según me dijeron…
—Sacerdotes…, ¿quieres decir predicadores cristianos?
—Sí… —el anciano vacilaba, buscando en su memoria—. Yo mismo los vi. Cubiertos bajo sus capas, monjes negros, hombres de las sombras… —gruñó finalmente con desprecio, y entornó los ojos, para escapar del sentimiento que le producían esos recuerdos.
Los hombres de las sombras. Habían vuelto para reclamar el juramento incumplido de Widukind. Aquella revelación cayó sobre sus hombros como una gran losa. Los años de su juventud revivieron violentamente. Recordaba a Swanhild, las promesas que le había hecho, y cómo las había dejado sin respuesta. Las leyendas de su infancia acudían a su entendimiento con un trágico y profundo sentido.
El duque se derrumbó clavando sus rodillas en la hierba cenicienta, y enterró sus mejillas en las palmas de sus manos. La cabeza le pesaba, los párpados le pesaban, cada cabello le pesaba, como si fuese una fundición de hierro que pugnaba por hundir su cabeza y despedazarla. Se sumergió en el gris océano de la melancolía, y gritó el nombre de su mujer y el de su hija muchas veces. El anciano, sin embargo, se levantó, lo miró largamente, y después lo dejó a solas con el dolor, sin querer aliviarlo.
No quedaba rastro de ellas. Ni una huella, ni un objeto amado, ni una prenda. Nada… ¿lo sabría Carlomagno? Quién sino él podría haber planeado esa venganza. No sabía qué hacer. Sólo era capaz de vagar por el lugar, recordando los momentos en los que había estado cerca de ellas, que habían sido escasos. Se sentía incapaz de asumir aquel fin, y, sin embargo, no existía otra forma de dejar el enclave. Llegaron la noche y la luna. Las siluetas de los despojos se recortaron contra la vastedad agrisada de los campos, como los restos de un barco abandonado por las olas después de una tempestad. Sólo el deseo de saber qué es lo que había pasado, la angustia de aquella incertidumbre, le arrancaron las fuerzas para seguir. Su caballo pacía no muy lejos. Caminó hasta él y se echó sobre la montura; después desapareció en la noche como la sombra embozada de un lobo malherido.