XVII

Wigmodia.

Este nombre le traía un sinfín de recuerdos mientras avanzaban al trote hacia el oeste. Los rastreadores habían hablado del ejército carolingio. Sin embargo, muchos se preguntaban por qué el duque rebelde no los dirigía contra aquel infame verdugo. Se encendían los blotts y se hacían sacrificios en el nombre de Thor. Los hechiceros, algunos de ellos caminantes odínicos que blandían sus cayados y señalaban las nubes clamando venganza durante los fuegos de campamento, seguían la comitiva de la horda a pie, rezagándose en la marcha tras el paso de los caballos. Los niños que habitaban las dispersas aldeas que visitaban salían a verlos y corrían detrás de los sacerdotes hasta que se perdían en el horizonte como macilentos recuerdos de un pasado remoto y sombrío.

Y así, a medida que se alejaban de Brunin y se adentraban en las proximidades de Bremon, el malestar crecía y la tierra parecía haber sido recorrida por un temblor de desesperanza y miedo. Se había temido en aquella región que Carlomagno se dirigiese hacia el oeste. Se había considerado casi seguro que acosaría la ruta del Wisera y que, en busca de su desembocadura, habría ejercido cruel castigo contra los creyentes de Odín tanto en Brunin como en Bremon, importante ciudad rebelde, hasta las praderas de los caballos ammerios, y atacar después a los frisios en las dunas grises, apagando para siempre las luces de Nordin. Pero no había sido así, y el miedo se convirtió en ira. Los relatos que revelaban el ajusticiamiento de miles de rebeldes, la decapitación sumaria y masiva de todos esos hombres y mujeres, extendían un nuevo veneno al que nadie permanecía indiferente. En lugar de temor, Widukind encontraba ánimos enardecidos en aquellos ante los cuales la guadaña vengativa de Carlomagno había pasado de largo.

No se hablaba de otra cosa que no fuese el castigo de Carlomagno, así como el endurecimiento de las leyes carolingias frente al rechazo del cristianismo por parte de los sajones. Se habría atrevido a jurar que nunca antes se había dado algo así. Las gentes de Sajonia repetían el suceso, que se magnificaba en los caminos y que recorría todas las líneas hacia las cuatro esquinas del mundo. El Juicio Sangriento de Fardium sería recordado hasta el final de los tiempos, decían, pues sólo podía entenderse como un claro ejemplo de lo que el dominio franco llegaría a ser, o un anticipo de los males que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis causarían sobre la tierra cuando sus plagas se desatasen para ruina del resto. El exterminio de todos aquellos hombres y mujeres considerados rebeldes se unía al hecho de que la mayor parte de ellos se había negado a aceptar el bautismo cristiano, lo cual ahora debía ser recompensado con la pena capital.

Los aldeanos salían al encuentro de la horda y se gritaba el nombre de Widukind. El duque guardaba silencio, siguiendo la ruta del oeste. Muchos creían que buscaría a sus aliados frisios, y que reuniría las fuerzas del señor Frodo, hijo de Brodo, y de su esposa, Sif la Blanca, a quien el pueblo recordaba como una valquiria venida del norte. Otros sugerían que iría hacia Dinamarca para pedir hachas a su abuelo, Goimo Manoslargas. Todos, a fin de cuentas, pensaban que congregaría a los señores westfalios que se habían dispersado tras la última revuelta, ahora casi un año atrás, pero nadie sabía a ciencia cierta lo que se proponía.

Al abandonar un pueblo de pobres casas, Widukind se fijó en los tejados ligeramente humeantes y en la escasez que estaría asolando a muchas aldeas hacia el sur. Cuando se apartaban de la última vivienda, unos niños gritaron su nombre. Apenas pudo fijarse en sus rostros, pero varias jóvenes arrojaron pequeños ramos de flores silvestres, que habían atado con hebras de hierba. Los pétalos llovieron por un momento sobre los indiferentes, obstinados caballos. Widukind pensó en su hija.

Habían pasado los días cuando Widukind, al frente de la tropa, alzó el brazo derecho y la columna se detuvo. Al otro lado del Wisera, en su orilla septentrional, la aldea de Liestmund humeaba tras un bosque no demasiado espeso. Al fin habían llegado a las inciertas fronteras de Wigmodia.

Hizo una señal a Leutfrid.

—Quédate con ellos, esperadme. No tardaré mucho. Cazad en el entorno para tomar provisiones.

—Buena suerte —le deseó su amigo.

Widukind guió a su caballo a través de las espumantes aguas del río. Sus hombres vigilaron su avance hasta que desapareció en la otra orilla. Leutfrid ordenó entonces que se iniciasen las tareas de campamento y que se batiese una cacería hacia las Colinas Azules, en el oeste.