Al despertar, la lluvia crepitaba. Se retorció con un espasmo de frío y se puso en pie lentamente. Los campos habían desaparecido. En lugar del horizonte, un velo de niebla, fundiendo verdor con nubes. Por primera vez en su vida tuvo la sensación de que aquellas nubes eran las mismas que había visto en el pasado, de que regresaban como en un retorno, y de que vivir era ver pasar, y ver volver.
Caminó unos pasos, pero la tierra mojada se hundía cuando avanzaba por encima de una de las indignas tumbas. Se quitó el uniforme franco y sólo empuñó las armas. Así, con las piezas básicas de su atuendo de guerra, buscó el camino de regreso a Fardium.
Los que velaban por los muertos formaban grupos dispersos bajo la lluvia aciaga que se volvió torrencial. Widukind evitó sus sombras, intuyendo que en su mayoría se trataba de ancianos que buscaban a sus hijos e hijas. Una vez en la ciudadela llegó al lugar del que había partido. El barro anegaba sus botas. Reconoció el establo y entró, causando cierto espanto en las bestias. Fue hasta el fondo y removió la paja. Su coraza, sus brazaletes y muñequeras, todo estaba intacto. Se vistió como germano que era y tomó las riendas del brioso caballo blanco. Una vez afuera, cuando ya había saltado a su grupa, descubrió que un campesino lo vigilaba, intentando leer en el rostro del desconocido.
Widukind lo miró largamente e hizo un gesto con la mano derecha, en señal de despedida. Entonces se volvió y desapareció en la lluvia.
Siguió el único camino que le ofrecía cierta seguridad, hacia los vados del río Wisera. Una vez allí ordenó al caballo que cruzase las aguas. Se abrió paso entre los torrentes, que crepitaban bajo el azote de la lluvia incesante. No muy lejos, las praderas crecían como un oleaje, obligando al cauce del río a rodear la región hacia el norte y después hacia el oeste, la dirección que había seguido el ejército carolingio.
Las nubes más negras retrocedían en busca del oeste por encima de hilachas grises, como si persiguiesen la ominosa mancha de las fuerzas francas, y la lluvia dejó de acosar al duque poco después de abandonar la orilla. Las colinas verdes se elevaron suavemente y el camino, que ya le era conocido, mostró su cinta serpenteando hasta lo alto de una loma en la que se erguían solitarias estelas funerarias. El centro de culto, antiguo como la tierra, servía de punto de encuentro, y prácticamente no era visible, pues una misteriosa línea oscura ribeteaba toda aquella cima. A medida que el trote de la montura lo aproximaba a la parte más elevada, caía en la cuenta de que no era sino una horda sajona lo que la ocupaba, ocultando las piedras sagradas.
Al llegar, encontró guerreros inquietos, muchos de ellos demasiado viejos, que habían huido de los francos y que, como bandas de proscritos en su propia tierra, se reunían y se agrupaban con destino incierto. No faltaban los heridos, tampoco jinetes, caballos de alta cruz, como eran las buenas bestias de cuya crianza se vanagloriaban los habitantes de los mares de hierba que tapizaban las comarcas de Derve, de Lara y de Leriga.
Hombres y mujeres de aspecto hosco recibieron a Widukind, quien sólo tuvo que dar su nombre para ser rodeado de una expectación creciente a la que él no prestó atención alguna. Y así, descabalgó y caminó pensativo por aquel campamento en el que los fuegos humeaban, atrayendo la curiosidad de los amplios corros de quienes calentaban sus manos o endurecían las puntas de flechas y lanzas entre las llamas. Mientras andaba, un coro lo perseguía a la par que la multitud se separaba ante sus pasos decididos, como enanos a punto de ser pisoteados por un absorto gigante.
Leutfrid no estaba lejos, y no tardó en encontrarse con su amigo. La muchedumbre se abrió. Los rostros quedaron a ambos lados, en una larga sucesión de pobreza, desconcierto e ira. Los cabellos desgreñados eran sacudidos al viento. Al fondo, los señores aguardaban, formando una hilera. Los pasos de Widukind se hicieron más quedos. Finalmente sus ojos se posaron en las siluetas. La preocupación y la culpa nublaban la faz del duque, y esa mirada fría, ausente, perpetua, fue toda la contestación que dio a quienes esperaban más de una palabra.
—¿Adónde? —inquirió Leutfrid con valentía entonces.
Widukind tardó en dar su respuesta, y entonces ordenó con implacable decisión:
—A Wigmodia.