Widukind sentía a veces deseos de vomitar y de derrumbarse. Otras, quería marcharse…, pero estaba allí. Y su designio era presenciarlo y volver a guerrear hasta la muerte contra un enemigo que era como un enano que avanzaba a hombros de invencibles gigantes sobre la Tierra, aplastando su mundo. Se preguntó qué sentían esos guerreros, y no le resultó difícil imaginarlo, especialmente ante aquellos siniestros verdugos. Qué podía haber más insultante e ignominioso que ser decapitado por un cobarde cuyo rostro ha sido cubierto de negro, qué podía ser más deshonroso para un noble… Los sajones habían sido crueles en su lucha, pero combatían por la libertad. No sólo eran conquistados y obligados a pagar diezmo a la iglesia y tributos al Reino, sino que además debían olvidar sus costumbres milenarias, a causa de las cuales ahora eran perseguidos como bestias del Infierno.
Mientras la masacre continuaba, el cielo se fue nublando. La luz del sol se borró y el viento sopló del este. El castigo, sin embargo, seguía, y Widukind, animado por una extraña pasión, se desplazó hacia el gran muro de caballos que rodeaba el cadalso presidencial del rey. Advirtió las docenas de arqueros que, en invariable y paciente espera, vedaban el acontecimiento con orden de descargar una lluvia de flechas sobre los prisioneros si acaso lograsen rebelarse. Pero ahora Widukind se fijó en el semblante de Carlomagno. Una barba no muy larga aunque espesa ocultaba sus facciones. Sus ojos vigilaban la ejecución. Sobre su rostro pendían los pliegues de la cota de malla, y encima de ésta se aposentaba una corona de oro viejo. Vestía los guanteletes e iba armado para la guerra. El peto alto, la espalda recta, su orgulloso porte, causaban náuseas al duque rebelde. Aún tenía una oportunidad, pensó, sólo una, de consumar su venganza y de librar su guerra. Iba a intentarlo. Iba a acechar el momento. Necesitaba un ideal para superar aquel aborrecible calvario que era presenciar la muerte de sus compañeros. Y entonces vio que no fueron pocas las mujeres que sufrían la misma suerte, pues no eran pocas, hay que decirlo, las sajonas que se entregaban con igual y ardiente ímpetu a las armas para combatir al invasor carolingio. Y éstas gritaban y eran reducidas a golpes y arrodilladas y decapitadas sin piedad a los pies del Rey de los Francos.
Sólo ese nuevo pensamiento y su esperanza dieron fuerzas a Widukind para aguardar. Trataría de acercarse a aquel bastardo y clavaría un puñal en sus ojos, le atravesaría la nuca, rompería su cráneo, le arrancaría la nariz y se la echaría a los cerdos. A veces, con la mente nublada por tan destructor anhelo, se volvía mareado, evitando tomar el hacha o el cuchillo con los que cargaba, y cortar la lengua de alguno de los que a su alrededor, y sin remordimiento, vitoreaba a los verdugos e insultaba a los mártires, dando respuesta a tanta burla y escarnio como lo rodeaba.
Resistió, pues esa es la condición del héroe y Widukind, para ruina y después gloria de la cristiandad, fue un héroe germano.
Apresó sus manos y se las retorció mientras el calvario proseguía. Ya eran pocos los que esperaban, al cabo de varias horas, su ajusticiamiento. A medida que el número de prisioneros vivos se reducía, la retaguardia del ejército vigilante avanzaba empujando al resto por la espalda, obligándolos a ocupar las líneas de los que ya habían sido asesinados. La tarde empezaba a envejecer y el oro del sol se marchitaba en los estandartes, cada vez más aleado con el cobre del ocaso. Las trompas sonaron y una llamada se hizo eco de la otra. Los timbales golpearon el tenso lienzo, emitiendo una señal como de mal presagio, que el sajón bien conocía. Las formaciones cambiaban. Al tiempo que a su alrededor los batallones iban desplazándose, el último centenar de prisioneros ya estaba siendo aniquilado. Mientras las hachas caían, empuñadas por brazos aparentemente infatigables, los ocupantes del cadalso se movilizaron. Carlomagno, en pie, lo abandonó. A sus lados, también los emisarios de la Iglesia partían.
Era el momento.
Widukind se movió con la determinación de un animal que ha sido creado en el seno de la naturaleza para volar, o correr o nadar: con esa facilidad propia de una criatura hecha por Dios específicamente para algo, se puso en marcha el duque con el objetivo dar muerte a Carlomagno. Pero si a algún animal podía recordar ése sólo podía ser un lobo cazador, o un águila cuya vista, encendida y sin remordimientos, sin duda alguna, echa a correr o alza el vuelo al divisar su presa, dispuesta a destrozarla de una sola dentellada o a romperle el cuello con sus garras.
Y en ese momento no había nada en este mundo ni en el otro que hubiese podido detener el deseo que dominaba a Widukind. La muerte de Carlomagno no tenía precio, y su propia vida no valía nada comparada con la satisfacción de desangrar a su mayor enemigo. No importaba la tortura a la que pudiera ser sometido. La vida de Carlomagno no tenía parangón en oro. Podría liberar a Sajonia de su yugo: Turingia, Frisia y los bávaros se alzarían contra los francos. Los carolingios, desconcertados, sin la mano de hierro de Carlomagno, se debilitarían a causa de luchas intestinas entre los grandes nobles y mayordomos, y los francos perderían todo liderazgo de las fronteras.