XII

Ahora que se dirigía a solas hacia Fardium, pensaba también en su familia, y al hacerlo no podía apartar de su mente la imagen de Swanhild y la de su hija, Gerswind. Carlomagno no habría llegado tan lejos si los daneses no hubiesen traicionado sus alianzas. Rememoraba con indiferencia a su abuelo, Goimo, y se despreciaba a sí mismo por haber expresado tanto respeto hacia él, pues no lo merecía. No valía el saludo de un solo sajón, y su orgullo, como el de todos los daneses, sólo procedía de la casual circunstancia por la cual vivían en un istmo que era como un privilegio natural.

Si recordaba a los hijos que había tenido con Geva, no lo hacía del mismo modo como pensaba en Gerswind o en su madre. Había sufrido por ellas, a diferencia de su familia danesa. Esperó impaciente los momentos de convivencia, y arriesgó a menudo sus vidas para ocupar su lugar en tantas batallas durante aquella larga lucha contra los francos, de aquella resistencia fatal. Ahora sabía que si Carlomagno se dirigía hacia el noroeste después de Fardium, se encontraría demasiado próximo a ellas, y eso era algo que no podía cogerlo desprevenido. También por esa razón deseaba seguir de cerca el paso de Carlomagno.

Fardium estaba al lado. Lo más difícil sería introducirse en el ejército. Mientras se aproximase a él, le convenía tener la apariencia de un sajón, una vez cerca de las líneas, podría confundirse. Y así se dejó llevar por la montura hasta las proximidades de la aldea. Le sorprendió ver que apenas había guerreros. Bien demasiado mayores, bien demasiado jóvenes, los hombres en edad de armas escaseaban. Entonces se fijó en los predicadores que recorrían los caminos. Portaban cruces de madera y sus ayudantes las llevaban en alto. Algunos eran soldados francos, otros, participantes de su misión que abundaban entre en los ejércitos carolingios.

El intruso decidió que la ocasión se presentaba propicia. Las partidas de soldados no estaban lejos, y detrás de ellas se extendía la muchedumbre confusa del ejército, que ocupaba todo el noroeste de la ciudad. Widukind descabalgó con sus adminículos y entró en un establo vacío. Cambió la vestimenta y se percató de que a partir de ese momento podría ser atacado por los sajones, aunque la ciudad parecía en calma, dominada por la presencia de los invasores. Una vez vestido, abandonó el establo rápidamente y dejó allí mismo el caballo, cuyos arreos eran sajones, junto con su coraza y sus pertenencias, que ocultó bajo un montón de paja. Se dio cuenta de que el caballo no pasaría desapercibido para el dueño de la cuadra si se presentaba allí, pero era un riesgo menor que correría sin mayor temor.

Se apresuró hacia los que sostenían la cruz de madera, a cuyo pie un voluntarioso predicador llamaba a los lugareños.

—¡Arrepentíos, paganos! ¿Creéis que Dios no os vigila en cada momento? ¡Allí! —señaló el cielo—. ¡Allí arriba está su trono…! Y el rey Carlomagno es su mano derecha y ha venido a castigar a los que reniegan del poder de Dios Todopoderoso en la Tierra…

Y mientras pronunciaba estas amenazas se acercaba a las mujeres y a los niños, y gritaba en sus rostros muchas variantes de aquellas palabras.

Widukind se aproximó a la compañía, donde uno de los soldados, de mayor rango, se quedó mirándolo de un modo suspicaz. Al menos se preguntaba de dónde había salido ese hombre, y bajo qué mando se encontraba.

—¡Eh! Aguarda —lo llamó.

El sajón se volvió con indiferencia.

—¿De dónde vienes?

Al ser observado por el clérigo, Widukind miró la cruz y musitó, santiguándose, con buen acento, de tal modo que pudieron escucharlo:

Aeterna fac cum sanctus tuis

El predicador se sintió aliviado. Pero el soldado lo miró con insistencia.

—Vengo de un establo en el que he pecado —le reveló cerca del oído, en tono de confesión.

—No es hora de pecar…

—Me esperan los de Wagro, señor de caballeros. Si no llego a tiempo sufriré pena y castigo.

Tras un instante de vacilación, le respondió:

—Está bien, vete con tus señores —y así acabó el soldado, con desinterés.

Wagro, nombre común entre la nobleza franca; era imposible que un ejército tan numeroso no contase al menos con media docena de caballeros que se llamasen de ese modo; y aunque no los hubiese, era difícil que un señor de infantería conociese los nombres de todos los arrogantes caballeros que componían cada escuadrón. Sin embargo, Widukind no deseaba relatar de nuevo la excusa, y siguió el cortejo del predicador, que se introducía ya en el ejército de Carlomagno. Poco después, habría sido tan difícil distinguirlo entre los cientos de soldados como imposible diferenciar una brizna de hierba de otra en medio de una pradera. Con el pretexto de buscar a los caballeros, se separó de sus guías.

Ahora sólo tuvo que avanzar libremente entre fuegos de campamento, establos improvisados y una muchedumbre vociferante a las órdenes de sus jefes. Los señores caminaban más rápido e iban y venían del centro del asentamiento, alrededor del cual se había creado una suerte de anillo humano.

Entonces los vio ante sí: los sajones, presos e inmovilizados, esperaban en una larga pradera rodeada de caballos y batallones de infantería armados con aquellas hachas francas, capaces de masacrarlos en un solo instante. Vedados por jinetes, lanceros y arqueros, los sajones asistían a la celebración de su propio juicio.

Al frente, así lo vio Widukind, se había elevado un cadalso de madera del que sobresalían cinco altísimos astiles con los estandartes y banderolas del reino. En el centro, se levantaba una altísima cruz. El sajón, sorprendido por la magnitud de lo que veía y sin salir de su asombro, se desplazó por detrás de las filas armadas que esperaban en formación de ataque vigilando a los miles de sajones que maldecían en el centro. La mayoría estaban sentados. Los que se atrevían a ponerse en pie recibían golpes. No era extraño ver cómo un caballero se aproximaba a la horda maldiciente y murmurante, amenazándolos con una maza de cadenas, tampoco el momento en que los atizaban.

Susurró el duque sajón los nombres de todos los dioses, pues la sorpresa lo dejaba sin otras palabras.

—Cuatro miles y cinco centurias —le respondió una voz a su lado. Sin darse cuenta, había pronunciado la pregunta.

Casi cinco mil prisioneros iban a ser juzgados por apenas una docena de hombres según las leyes del reino.

Widukind se desplazó hacia la cabecera de la celebración, y por fin estuvo suficientemente cerca como para ver los rostros entre las lanzas de los caballeros que vigilaban las primeras filas: Carlomagno, sentado en una gran sede de madera, presidía el juicio desde lo alto del cadalso, sobre el que se tendía una tienda que los protegía de la mirada del sol. La fría brisa sacudía los paños alrededor. Varios monjes ocupaban sedes a la derecha e izquierda de Carlomagno. No vestían otro color que no fuese el negro, y algunos cubrían sus rostros con el capuz de sus hábitos; otros mostraban sus cabezas tonsuradas.

Uno de ellos, en el extremo diestro de la fila que presidía el juicio, era un anciano blanco de híspida piel, y por la forma de mirar el horizonte tan fijamente, Widukind entendió que se trataba de un invidente. A veces, uno de los más jóvenes se acercaba a él para susurrar asuntos en su oído, a los que respondía con un gesto o una palabra pronunciada en el oído de su interlocutor. Allí estaba también aquel predicador pelirrojo, Liafwin. Sin embargo, a pesar de las réplicas y prédicas de los misioneros, Widukind no pudo apartar sus ojos del que presidía el juicio como un dios entronado por el ejército más poderoso de la Tierra. Carlomagno, un ser misterioso a sus ojos. Indudablemente alto, parecía indiferente a lo que sucedía, aunque prestaba atención al asunto. Delante del cadalso, separándolo de los prisioneros, al menos diez filas de caballos pesados ofrecían un muro de escudos ante los que juzgaban a los paganos.