XI

Gracias al buen paso de los caballos, no tardaron en estar cerca de las huellas de Carlomagno. El gran ejército seguía un itinerario atravesando Ostfalia. Desde Quitilingaburg se había desplazado hacia Hebesheim, y de allí a Hildenesheim. La captura de prisioneros resultaba masiva, y se hablaba de los nuevos Jueces del Gau, pues el rey carolingio traía consigo vengativas leyes.

A partir de aquel momento, los gaue sajones serían controlados por un juez, en cuya mano estaría el poder de imponer la ley según el derecho de los francos. Ningún noble sajón podría prevalecer o ejercer su ley por encima de la palabra de los jueces carolingios. Las nuevas leyes afectaban especialmente la protección de los intereses francos y cristianos. El ataque contra los templos de estos últimos o sus símbolos, así como la práctica de los rituales paganos, sería penada con la muerte. Estaba prohibida la reunión de sajones y sólo podían salir de caza en partidas reducidas, considerándose rebelión un agolpamiento de más de una docena de hombres armados.

El ejército carolingio devastaba de nuevo su entorno, como si de un péndulo destructor se tratase que se hubiese suspendido del cielo, en cuyo centro se detuviese la voluntad de Carlomagno: poblaciones como Guottinga, Bruneswie o Mutha fueron aniquiladas casi en su totalidad, y la mayor parte de sus habitantes, incorporados a la columna que avanzaba hacia el oeste.

Widukind seguía la huella de Carlomagno, reuniendo las escasas fuerzas que sobrevivían a su paso, gracias en particular al hecho de que habían abandonado sus casas a tiempo. Al volver, sólo encontraban restos de incendios y una desoladora devastación. Pero a pesar de todo, unos pocos cientos no bastaban para atacar la gran formación carolingia, ni siquiera para importunarla.

Siguiendo el caz del Alera hacia el oeste, Eshe y Osterholt fueron saqueadas, después Steinlaga y el gau de Grindiriga y el de Lohin, donde resultaron capturados muchos hombres libres. En la desembocadura del Alera desembocaban en el curso del Wisera, el ejército franco se paró. En los alrededores de Fardium, una noche, miles de antorchas ardieron.

Widukind y los rebeldes se detuvieron en lo alto de las colinas, al norte, desde donde contaban con una vista privilegiada del formidable contingente. A la mañana siguiente, el regimiento continuaba en el enclave, y lo mismo sucedió transcurrido ese día.

Los testimonios de los espías hablaron de la celebración de un juicio, y de la conversión al cristianismo de todos aquellos hombres.

—Es muy arriesgado, pueden descubrirnos —advirtió Leutfrid.

Widukind dudaba.

—No hay nada que podamos hacer —dijo un guerrero, apesadumbrado.

—Es cierto, señor Widukind —añadió otro de los hombres de triste semblante—. Bastantes ya han sido capturados. Si enviamos espías deben ser jóvenes que pasen desapercibidos en el juicio… y aun en ese caso, es difícil.

—Tendrán que ir vestidos como soldados francos —pensó el duque.

Wigald le devolvió una mirada en la que sobraban más palabras. Leutfrid rehusó claramente.

—Está bien, quedaos. Es lo mejor.

Y diciendo esto, Widukind echó mano del fardo en el que guardaban los uniformes y corazas francos que no habían resultado manchados con la sangre de sus anteriores dueños.

—¿Qué haces? —inquirió Leutfrid—. ¿Te has vuelto loco…?

—Reúne a todos estos hombres y cabalgad hacia el oeste. Os encontraré en los Túmulos de Waldsot, al norte de Brunin. Atravesad las aguas del Wisera por el vado que bien conoces en esa dirección. Si Carlomagno decide ir al oeste e invade el mar de hierba, destruirá Wigalding y Wigmodia, y es seguro que las hordas se están agrupando en alguna parte… —explicó el sajón.

—¿Y cómo lo sabes? —inquirió Leutfrid—. Tras el asedio de Thrutmanni las hordas se dispersaron, los duques volvieron a sus tierras, las manadas de lobos se separaron…

—Se reunirán. ¿O esperas que el ejército de Carlomagno pase desapercibido en Westfalia, a pesar de haber penetrado por el norte?… No… Haz lo que te digo.

Leutfrid, apartando su leonada cabellera, se enfrentó ahora con violencia a Widukind.

—No irás Fardium. Es de locos. Westfalia no necesita perder al único lobo capaz de convocar a sus manadas. No.

Widukind tomó las armas francas. Empuñó un hacha de mano y miró a su amigo.

—Leutfrid, ¿hablas latín?

—Claro que no…

Widukind lo miró fijamente.

—Dime dónde están los burgundios…

Leutfrid escupió por toda respuesta y después dijo, señalando el esputo:

—Ahí están los burgundios…

Widukind insistió.

—Bien. ¿Y qué es la retórica?

—¿Y qué quieres con eso?

—Puedo pasar por un franco —dijo Widukind, impasible—. Nadie me descubrirá. Es más, si grito, acusando a varios soldados francos, «son sajones», me creerán, porque conozco su mundo. Haz lo que te digo. No pienses que aprecias mi vida más de lo que yo lo hago.

Widukind tomó lo necesario y lo echó a la grupa de su caballo. Después lo montó y, despidiéndose con un gesto, galopó hacia el noroeste descendiendo las colinas, en busca del ejército carolingio.