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Al día siguiente reanudaron la marcha. Tal y como algunos de los ostfalios sabían, aquel bosque acababa no muy lejos y no les costó alcanzar las granjas de unos campesinos que dieron cobijo a los malheridos. Un gothi vino a socorrer las heridas, que al fin fueron cosidas e irrigadas con ardiente medhu. Sólo una veintena de hombres siguió a Widukind, y no contaban con caballos, ni con bienes para comprarlos. Los ostfalios, en los gaus que lindaban con Turingia, pagaban tributo de caballos a los francos. Los pocos que poseían eran necesarios para el arreo de los arados, y Widukind nunca se habría apropiado de ellos. Sin embargo, no muy lejos existía una fortificación franca, un puesto en el que residía el vigilante de esos valles, el juez del gau. No habría más de medio centenar de soldados, y Widukind y los demás pasaban por campesinos con los harapos con los que se disfrazaron, ocultando su aspecto de nobles germanos y las corazas de guerra. A pesar del temor de los que vivían en la región, el duque se dirigió al baluarte a plena luz del día. Además de las armas que habían robado en su desesperada huida, se habían preparado tridentes de madera y bastones cuyas puntas habían endurecido al fuego.

No era un castillo de estacas especialmente grande, y estaba aislado en el verdor, a la entrada del valle. La zona más alta era habitada por campesinos que descendían a hacer sus tributos en contadas ocasiones, ya que huían al gran bosque del sureste. Los francos vigilaban la región casi desierta, porque el valle desembocaba en una de las rutas de paso armado que se introducían en Ostfalia, hasta Quitilingaburg, una ciudad importante, también bajo control franco.

Al pie del castillo, una treintena de chozas humeaba miserablemente. Eran pocos los que habitaban el lugar. Se había edificado una capilla de cuyos aleros sobresalía una cruz de madera.

Los invasores se dividieron y llegaron al poblado, acompañando a algunos de los labrantines que los habían ayudado.

Widukind, vestido con una piel de cordero, y habiendo ocultado su coraza de cuero y sus muñequeras, dejaba sus largos cabellos sucios sueltos a la espalda. La hija de aquel aldeano, que se llamaba Hildaida, era hermosa como un rayo de sol. Sentada en el carro del que tiraban dos jamelgos de mal aspecto, miraba inquieta el camino. El cargamento de lanzas, tridentes y picas iba cubierto con unas pieles viejas.

La marcha aminoró el paso al aproximarse al pie del castillo, en cuyo terreno las ruedas embarrancaban con frecuencia. Los soldados los aguardaban.

—¿Qué traes?

—Lo que le debo al Rey —respondió el campesino sin miedo. Los soldados miraron al jefe de aquella guarnición—. Prefiero pagar con vida que esperar y pagar muerto. Mi hija os entregará el resto, y estos mozos nos ayudan.

Los oficiales pasaron recelosos junto a Widukind, que se encorvaba, ocultando el orgullo de su pecho y la fuerza de sus hombros. Uno de ellos lo golpeó. Widukind miró al suelo como si fuese un intimidado y simple campesino.

Pero aquellos sólo podían mirar a la joven de blanca piel y rojos cabellos, ojos verdes como olivinos y cuyo cuerpo era un campo de azucenas recién florecido.

El carro se puso en marcha. Uno de ellos extendió el brazo para invitar a la joven a bajar. Ésta, dudosa, miró a su padre, y tomó la mano que le tendían sin poder ocultar el miedo.

Descendió, y los caballos se pusieron en movimiento, todos ellos vigilados, mientras ascendían penosamente la escasa ladera que preludiaba el portalón del castellum.

—Vosotros, no os rezaguéis, tenéis que descargar esto… —les ordenó uno de los soldados, amenazándolos con la punta de su lanza. De sus cintos colgaban espadas, otros empuñaban el hacha franca, cuyo lanzamiento tantos males causaba en las cargas carolingias.

La puerta, entreabierta, giró sobre sus goznes y les dio paso. Atrás, en la aldea, grupos dispersos los vigilaban, atentos al desenlace.

Widukind espió a los soldados. Se detuvieron en el centro del patio. La novia corría un riesgo grande, pensaba el duque, pero era admirable el coraje con el que su padre se disponía a librarse del acoso de aquellos hombres, que tarde o temprano vendrían a deshojar la más preciada flor de su vida. Prefería vender caro su perfume, antes que dejarlo en los hocicos de una piara de puercos. Y así mientras Widukind no perdía detalle; uno de los hombres vino a acercarse a la joven, apartando a los que eran de inferior rango. En ese momento, Widukind abrazó una cuba y cargó con ella hacia los demás, fingiendo ser pesadísima como si estuviese llena de piedras, lo que alivió a quienes no le quitaban ojo.

Tan pronto hubo alcanzado la espalda del señor de aquel lugar, que con tan malas artes cortejaba a la muchacha, Widukind apresó la daga escondida bajo la manga y lanzó una punzada contra su nuca tan certera como mortífera la mordedura de una víbora.

Las corteses palabras, las lascivas sonrisas y la mirada de complacencia de aquel rostro que se aguaba en el dulzor de un placer inminente fueron segadas de pronto por un gesto de impotente sorpresa mientras que la punta del cuchillo asomaba a su garganta tras atravesar su cuello. La joven emitió un grito ahogado ante el terror de esta imagen y se llevó las manos al rostro. Más rápido que la muerte cuando ésta extiende sus alas era el Ángel Oscuro, y así, antes de que su víctima cayese cediendo a su peso, le había robado la espada y la había desenvainado. Cuando los soldados echaban manos a sus armas, eran alcanzados de costado o por la espalda por los sajones. Leutfrid primero, Wigald después, repartieron muerte de inmediato a lanzadas. De las mantas salieron cinco sajones armados.

La voz de alarma sonó en las empalizadas, pero llegaba tarde. Los intrusos corrían lacia ellos. Se libraba combate dentro y fuera del puesto de vigilancia. Otra docena de sajones ya se precipitaba pendiente arriba y entraba para tomar aquel castellum al asalto, después de haber matado a los soldados que custodiaban las chozas.

Se extendió un griterío de terror. Widukind trepó a la tronera y buscó a uno de los pocos arqueros. Llegó hasta él espada en mano y lo decapitó. Luego alzó su cuerpo y lo arrojó al vacío del otro lado, donde cayó rodando por el barro de la bajada.

El resto, unos diez, se entregaron al verse rodeados. Wigald abrió una de las cubas, en las que se acumulaba sangre de cerdo, y ahogó a uno de los soldados conteniéndolo con sus propias manos, ante la vista de sus compañeros. Algunos, conscientes de que no habría piedad, trataron entonces de rebelarse a pesar de que no contaban con armas, y fueron muertos o malheridos. Otros se arrodillaron y rezaron e imploraron compasión a Dios.

Widukind vio como aquellos lugareños daban rienda suelta a su odio. Los ataron de pies y manos y, junto al enjuto predicador que cohabitaba el lugar, los encerraron en la iglesia. Después prendieron fuego al templo y al castellum, y festejaron alrededor de los gritos de los que así habían sido condenados a la pena capital con la que los paganos ajusticiaban a los cristianos. Privados de practicar sus incineraciones los muertos según el rito tenebroso de Odín, los paganos, furiosos y vengativos, llegaban a quemar vivos a los francos cristianos.

Y así fue como aquel puesto de vigilancia franco fue borrado de la faz de la tierra, y reducido a ceniza en el nombre de Odín y de toda su divina parentela.

Widukind y sus hombres se repartieron los mejores caballos. Aprovisionaron viandas y cuanto podía resultar útil, y entonces el duque les advirtió:

—¡No privéis a estos caballos de sus arreos francos! ¡Tomad las vestimentas de esos soldados! No las desgarréis, pues nos serviremos de ellas para vedar con garantías los pasos de Carlomagno.

Y así lo obedecieron, y después de un festín celebrado bajo las estrellas, lejos de aquel lugar que por siempre ya fue maldito, Widukind y su nueva horda se pusieron en marcha rumbo a Quitilingaburg, donde los francos, antes de morir, les habían confesado que Carlomagno esperaba reunir al mayor número posible de prisioneros rebeldes.