IX

Al caer la noche ya estaban lejos de sus enemigos, que parecían dirigirse al oeste, hacia los gau de Harting y Hastfala. En un calvero bajo los árboles se hizo un fuego. Los rumores de las bestias alrededor fueron como música en sus oídos, y a pesar de la escasa comida o protección contra el frío, sus corazones se regocijaron en el seno de la naturaleza.

Widukind afilaba una de las armas. Con la ayuda de otros, había logrado matar un jabalí al que sorprendieron bebiendo de un arroyo que se cruzaba en el camino.

—Muchos de ellos necesitan socorro —comentó Leutfrid a Widukind, mientras vigilaba la fogata. Al azuzarla, una nube de chispas coruscó en las sombras. Las llamas se apaciguaron y el brasero rojeó. La carne, al ser expuesta al calor, clavada en astas de flecha, comenzó a asarse para deleite de cuantos observaban la preparación del festín.

—Al noroeste, detrás de estos bosques, los aldeanos darán cobijo a los heridos —dijo uno de los que habían salido incólume del trance—. Coserán sus desgarros y nos darán vituallas y ropas con las que guarecernos del frío.

Widukind miró pensativo las ascuas. A la luz de aquel brasero, su silueta era sólo una sombra y sus ojos, dos puntos de fuego.

—¿Qué dice el cristiano? —inquirió una desafiante voz—, ¿ha consultado la cruz que oculta en su fíbula…?

Widukind se volvió hacia el joven, más negro que la noche.

—Tú que tanto hablas sin que te pregunten, dinos el linaje de tu padre —lo interrogó Widukind.

—¿A quién he de decirle mi nombre? No hablo con cristianos… —y escupió sonoramente, como si quisiese sacarse el veneno que la mordedura de una ceraste hubiese inoculado con diente de acero en su pierna—. ¿Acaso nadie recuerda que ahora está prohibido quemar con honor los cadáveres? Hay que bautizar a los hijos, no nos podemos reunir sin el permiso de un juez del gau, y está condenado a muerte quien celebre el matrimonio de Odín…

—¿Cuál es tu nombre, niño? —lo interrogó de nuevo aquella sombra que era Widukind.

El muchacho, dejándose llevar con ligereza por la ira, se levantó apoyándose en el cayado del que se ayudaba para caminar y fue con decisión hacia Widukind antes de que tres hombres tratasen de detenerlo.

Widukind no movió un dedo.

—¡Cristiano…! —gritó el joven—, ¡malditos sean todos los cristianos en el nombre de Odín y de todos los dioses…! Malditos sean los cristianos en el nombre de Thor… Y los más malditos de todos sean los cristianos sajones, por cobardes…, pues no son cristianos, sino miserables cobardes…

Y así, mientras escupía esas palabras, los hombres lo retenían.

La voz de Leutfrid alcanzó al joven.

—¿Sabes acaso con quién estás hablando?

—¡Con un cristiano! ¡Con un sajón cristiano…! —respondió el joven.

—Ése a quien insultas tiene nombre, y se llama Widukind, y es el hijo de Warnakind, nieto de Wigald y señor de Wigmodia, líder de Westfalia.

Se hizo un extraño silencio, que fue como un vacío en el tiempo, antes de que volviesen en sí para tratar de asimilar lo que habían oído. Hasta ese momento, nadie había conocido el nombre de aquel notable guerrero cuya destreza había quedado fuera de toda duda, librando a todos del yugo férreo con el ingenioso y no menos ignominioso uso de una cruz cristiana.

El joven rompió en una risa estridente.

—Locos… —se rió de nuevo, para repetir—: Locos… ¡Widukind! El duque de Wigalding, el azote de Carlomagno, el destructor de iglesias…

—Widukind hijo de Warnakind, ese es mi nombre, pocos saben que soy el duque de Wigmodia… —confirmó entonces Widukind, y se levantó—. Y esta cruz, es la cruz que colgaba del pecho de ese misionero al que tumbaron a patadas… La encontré en el suelo al caer, y me serví de ella para liberarte.

Widukind se quedó mirando la pieza de hierro, que todavía pendía del dogal roto. La rojez del brasero se reflejaba en el pulido metal. Imaginó la devoción con la que el misionero la acariciaba, de tal modo que lavaba la pátina de escoria día tras día. El signáculo grabado era perfectamente visible.

—¿Por qué la cogiste…? —inquirió uno de los hombres que sujetaban al joven, quien ahora estaba inmovilizado por el descubrimiento.

—Soy diestro en la forja del metal, y esta era la única arma de la que podía servirme en ese momento… —explicó Widukind con misteriosa indiferencia, y se guardó la cruz de nuevo—. Y gracias a ella pude librarme y librar a otros, y ahora estamos aquí.

—No puedes ser Widukind… —murmuraba el joven, pronunciando la palabra como si fuese el nombre de un semidiós.

—¡Dinos el nombre de tu padre de una vez! —ordenó Leutfrid, apartando una vara de carne de las brasas.

Los heridos sonrieron, reconfortados. Aquel mudo círculo de sufridos hombres sintió regocijo de corazón al descubrir que el guerrero más famoso de toda Sajonia, el duque rebelde, el elfo negro, el Señor de Wigmodia, como lo llamaban muchos sacerdotes de Odín, los había rescatado de las garras carolingias.

—Brunn era el nombre de mi padre, y yo soy su cuarto hijo —respondió el joven humildemente.

—Siéntate, Wigald hijo de Brunn —le pidió la sombra de Widukind, que le tendía la mano con un pedazo de carne.

Brunn lo tomó sin poder salir de su asombro e incredulidad. Widukind conocía a los sajones. Rudo, obcecado y apasionado hasta la ceguera; eran sencillos de alma y valientes hasta la muerte.

—Das de comer a los lobos primero —murmuró Leutfrid al oído de Widukind.

—Es un buen lobato, y está hambriento —Widukind fue repartiendo carne con ayuda de otros. Finalmente le llegó su turno y devoró la pieza, mientras rumiaba oscuros pensamientos que jamás se habría atrevido a pronunciar.