Widukind desmontó bajo los árboles. Leutfrid, exhausto, con el rostro bañado en sudor, tierra y sangre, se volvió hacia él.
—¿Qué será de esos hombres? —preguntó.
El duque se acercó a él y lo miró a los ojos.
—Olvida lo que está más allá del alcance de tus manos —dijo.
Algunos cautivos miraban, por cierto, las suyas. Pues en su siniestra todavía portaba aquella pequeña cruz, mientras que su diestra blandía el ensangrentado lucero del alba. Cerró el puño alrededor de la cruz. Luego volvió en sí, abandonando oscuros y profundos pensamientos, y utilizó el crucifijo para liberar los grilletes del resto. Mientras esto sucedía, el clamor de la batalla crecía como un oleaje atronador.
Widukind sentía desprecio de sí mismo por tener que huir así de su enemigo. Sin embargo, resultaba imposible presentar batalla. Por eso corrieron bosque adentro. Y fue evidente que los francos los daban por perdidos.
—No nos siguen —dedujo Leutfrid, aminorando el paso—. Widukind…
Aquél, que caminaba ensimismado por el hayedo cuya interminable alfombra de hojas se extendía a su alrededor, se volvió.
Varios heridos eran porteados a hombros. La marcha languidecía bajo un follaje amarillento que echaba su oro en las charcas, y la sangre se confundía con el rojo del otoño. Retrocedió y socorrió a uno de los que cojeaban con orgullo: aquel joven cuya terquedad le había salvado la vida.
—Odín te acogerá en su sala —aseguró el muchacho.
Widukind miró en sus ojos. Rebosaban de tantas emociones valiosas y vibrantes, como dos estrellas de la noche se hubiesen superpuesto a sus pupilas.
—¿Juras por Odín? Eres del norte —aseveró el duque.
—Del gau de Rodgania.
—Dime tu nombre.
—Wigald.
—¿Y qué haces aquí?
El joven miró con desprecio su herida.
—Mi padre y mi madre murieron hace tiempo. Me gusta la guerra. Odio a los francos.
Trató de andar.
—Esa herida necesita algún cuidado, te dejas mucha sangre en el camino —advirtió Widukind—. La echarás de menos. Permite que te ayude.
El joven, que a cada paso se hacía más misterioso a los ojos del propio duque, se volvió, casi con ira, y le respondió:
—¡No necesito tu ayuda, cristiano!
Widukind guardó silencio. Atravesó los ojos del que así le hablaba: el arrogante milagro de la juventud, que tan poco valora la vida por carecer de las raíces del que engendra otras vidas en este mundo, lo enfrentaba.
Como no hubo respuesta ni desafío, Widukind regresó para inspeccionar el resto de la compañía fugitiva. Dispersos bajo los árboles, le pareció que eran como cuervos sin alas que se ayudaban al caminar unos a otros, desprovistos de la libertad con la que antes habían atravesado los cielos cual mensajeros del Dios Tenebroso, aquel a quien los paganos llamaban el Supremo Padre de la Guerra.