Giró sobre sí mismo, evitando los cascos del brioso caballo. La punta de la lanza descendía amenazadora contra los prisioneros. Algunos ya habían sido alcanzados y se habían convertido en una carga para los que seguían atados. Widukind se arrojó en busca del astil de la pica y, dominado así por el pavor que producía aquella sorpresa, el franco perdió su arma. Entonces se encontró con los ojos furibundos del sajón y al tratar de tirar de las riendas sólo logró transmitir su desconcierto a la bestia, que no le siguió el paso. Widukind empuñó el asta y la clavó en el pecho del caballo, que retrocedió elevándose como una tormenta en un furioso salto. Su jinete fue a caer entre los sajones, que tomaron su cuerpo en medio de horrísono clamor.
Mientras aquél recibía muerte, Widukind, rodeado de otros sajones, puso el hacha del franco en poder de Leutfrid: a pesar de lo incierto de la situación, el mortal filo del arma sirvió para que en pocos instantes las ataduras de Widukind estuviesen sueltas, y lo mismo hizo el duque con las que bloqueaban las manos de su compañero. Empuñó la cruz y en ese momento Leutfrid miró con diamantina intensidad los ojos de Widukind, como si en ellos hubiese sido contenida la furia de cien gigantes. Vio cómo el mango de la pequeña cruz se introducía en su grillete y forcejeaba, hasta que éste se soltó.
Un espantoso grito de guerra abandonó la garganta de Leutfrid al sentirse liberado. El rubio, quien ya se disponía a soltar otro grillete empuñó el hacha, y corrió contra uno de los guardianes francos.
Los sajones eran diezmados en aquella primera fila, cuando el hacha de Leutfrid emergió entre los inocentes, todavía encadenados de cuello y manos, para derruir la cabeza de un soldado franco como se dice que sucede en los valles del Infierno cuando los demonios se ceban con la carne de los condenados. Fue tal el espanto que aquella imagen causó entre los enemigos, que varios de ellos, todavía demasiado jóvenes, retrocedieron acobardados al constatar que la horda, aparentemente maniatada, pero superior en número, aullaba y rugía como una jauría de sucios, dorados, hambrientos leones.
Widukind siguió liberando los grilletes del cuello de muchos otros sajones. Estos, una vez exonerados, corrían hacia la primera fila como poseídos por el furor salvaje con el que los berserker[5] y úlfhéðnar se arrojaban a la batalla. Mientras el desorden crecía, los soldados francos fueron reunidos y se lanzaron a la carga con hachas en alto. No importaba ya si se luchaba por la huida o no; aquel paisaje pareció transformarse en uno de los círculos del Infierno. Tal era la ceguera de los sajones, que corrían contra los caballeros incluso desarmados. Y así fue como algunos (que evitaron, bien por destreza, bien por favor de la Providencia, el acero franco) se hicieron con las riendas o clavaron sus puños en los ojos de los caballos. Éstos saltaron, locos de pánico, desmantelando el endeble frente franco, o arrojando por los aires a sus jinetes. Los que se quedaban colgando de sus arreos trataban de protegerse en vano de las manos que les arrebataban los yelmos y que los estrangulaban cual tenazas de herrero, o les arrancaban los mechones de pelo, o despedazaban sus rostros a golpes ayudándose de piedras.
El vengativo mal crecía y, si bien los amotinados se defendieron con desesperada violencia, con más crueldad eran respondidos, y ya varios batallones los cercaban extendiendo sangrienta matanza todo alrededor. Las trompas habían sonado y continuaban llamándose unas a otras, y Widukind, asomado por encima de aquella multitud, se dio cuenta de que los escuadrones de una partida que iba por delante se acercaban al galope. Entonces los francos retrocedieron a una orden del capitán más viejo, se abrieron y se apartaron. Los sajones creyeron llegado el momento de su victoria, pero la carencia de liderazgo y la frágil libertad que experimentaron tras haberse visto presos los cegaba, y no entendieron lo que Widukind ya había intuido.
El duque alzó los brazos, tratando de abrazar a su ejército, y gritó:
—¡No…!
El desgarrador alarido con el que hizo temblar hasta la última fibra de su ser no sirvió de nada. Los sajones, ante la dispersión de los caballeros y su aparente retroceso, corrieron tras ellos. Se separaron y fueron vulnerables a las armas y los caballos. Al hacer esto, dejaron desprevenidos a cientos de compañeros que todavía estaban atados unos a otros. Reinó el caos donde sólo el orden habría garantizado la vida: los sajones cayeron amontonados al huir ante lo que apareció frente a ellos como una cabalgata del Juicio Final.
El primer escuadrón de jinetes gritaba y azuzaba a sus bestias. Los altos corceles se alzaron como una marea o la crecida de un río cuya espuma sea peltre, cuero y acero. Widukind fue arrollado por la caterva sajona que retrocedía desordenadamente. Poco después, se elevó un fragor y los caballos irrumpieron en aquella humanidad desarmada, aplastándola como sólo se aplasta la hierba con un caballo de batalla. La muerte se cobró un gran tributo. Los jinetes siguieron dejando caer sus espadas, sus picas, sus martillos de guerra y sus martillos de pinza, sus mazas de cadenas. Mientras los presos sajones eran reducidos en un baño de sangre y sin poder oponer mayor defensa que su ira o su honor en la muerte, los que erróneamente habían abandonado a sus compañeros en busca de los combatientes francos fueron acosados por jinetes y soldados y en general sufrieron diverso aunque siempre fatídico destino.
Widukind corrió esta vez por su vida, viendo que la batalla estaba perdida. Llegó al extremo de aquel grupo, abriéndose paso entre rostros desesperados e iracundos. No veía ya a Leutfrid. Empuñó la pequeña cruz de Liafwin y se lanzó al cuello de otro joven. Forcejeó con la cerradura y desbloqueó la simple lengüeta de hierro que aseguraba la argolla.
Al verse libre, el joven corrió hacia uno de los francos que, indeciso, blandía un lucero del alba. Fue tal el ímpetu de este ataque y la decisión con la que fue en busca de su enemigo, que de poco sirvió toda la crueldad que justamente se atribuye al arma que empuñaba aquel soldado: a pesar de recibir un golpe poco certero, el sajón logró detener la carga del brazo y echar al suelo a su antagonista. Cuando la mano opuesta del franco empuñaba un cuchillo de caza, la bota derecha de Widukind inmovilizaba su brazo armado y le robaba el lucero del alba. El joven sajón fue alcanzado por la traidora cuchillada en su pierna izquierda y giró sobre sí mismo, abandonando al franco para deshacerse del acero con más odio que miedo. En ese momento la esfera de hierro del duque de Wigmodia descendía sin piedad como un mandato implacable para convertir en horror de cuervos la cabeza del franco, que reventó como una sangrienta calabaza.
Widukind alzó de nuevo el arma con nervioso y voluptuoso placer y corrió hacia el anillo de caballeros que comenzaba a cercarlos. Varios de aquellos hombres libres que habían sobrevivido a la carga del batallón lo siguieron contra los rocines. Las acerinas puntas del lucero de fatal estrella despedazaron la rodilla de un jinete. El duque después la arrancó con la indiferencia de un leñador y volvió a asestar un golpe mortal contra las placas que guarnecían el hombro del jinete, las cuales atravesó y de las que manaron regueros de púrpura. Widukind echó al caballero malherido a tierra y se adueñó de la cabalgadura, a la que ordenó retroceder tirando de sus riendas con violencia. La hizo piafar y la obligó a saltar contra los francos, evitando que varios sajones fuesen alcanzados por otros caballeros. Estos lo vigilaron, indecisos, al comprobar la destreza con la que controlaba aquel caballo de altísima cruz. Amparados por este afortunado momento, los rebeldes corrieron hacia los bosques o atacaron a los caballeros.
Widukind intercambió miradas de odio con sus antagonistas. Ninguno se atrevió a enfrentarlo y la temeridad del duque sirvió para salvaguardar la fuga de los que podían valerse de sus piernas. Leutfrid gritó a Widukind desde los árboles. Su brazo alzado señalaba el batallón de los caballeros, que ya se movilizaba en su dirección. No podía hacer nada más. La mayor parte de estos hombres parecía condenada a muerte a merced de los carolingios, pero él tendría que salvar la vida. Era una decisión difícil, abandonar a aquellos compañeros sin protección alguna, pero necesaria.
Miró por última vez el desorden de los cautivos. Sólo unas cuantas filas, incluso a pesar de estar apresados por el cuello, habían logrado coordinar sus pasos para huir al bosque, donde otros sajones ya provistos de armas los liberaban.
Ya no podía esperar más. Con un grito desafiante y sin querer mirar atrás, tiró de las riendas y persiguió al trote a los últimos fugitivos, vigilando sus espaldas. Los soldados los seguían, pero sin la decisión de quien se siente seguro de preservar la vida. Por eso se apartaron de la linde del bosque y retrocedieron a la sangrienta batalla.