VI

Al despertar, no podía dar crédito a sus ojos.

El dolor producido por el golpe lo aturdía, pero no lo suficiente como para sacarlo de la sorpresa. Estaba rodeado por varios centenares de sajones maniatados y encadenados por el cuello. Iban unidos en grupos de no más de diez hombres. A su vez, utilizaban un sistema de postes rígidos, a los que enlazaban las cuerdas, para que los presos, separados por una de aquellas estacas, nunca pudiesen acercarse demasiado y conspirar, o ayudarse en caso de necesidad.

—¡Levanta! —tras escuchar la orden, recibió una patada en el costado derecho y trató de ponerse en pie con un espasmo de odio, para ver el rostro del que lo había golpeado. Al volverse hacia aquél, lleno de furia, sintió la argolla de hierro que cerraba su cuello, unida a una viga de madera. Ésta se clavaba al férreo eslabón del pescuezo de otro compañero, al que no tardó en reconocer.

El franco se quedó mirando a Widukind con cierta curiosidad. Los ojos del duque, sin embargo, lo habían delatado: había mostrado, abandonando tan precipitadamente el sueño del dolor, su odio con un resplandor de ira, y el guardián conocía el poder del que gozaba por encima de sus prisioneros.

—¿Tienes algo que decir? —lo interrogó con el acento del sur.

Widukind sintió cómo sus manos trataban de separarse inmediatamente, azotadas por un relámpago, para sufrir la mayor de las vergüenzas. La risa del franco se propagó a otros de los hombres que los vigilaban.

Volvió a golpear a Widukind, esta vez con saña, a la altura de los riñones, y éste evitó mirar los ojos al soberbio verdugo. Allí, en el suelo, Widukind se encontró consigo mismo, y se arrastró, ocultando su orgullo por herido que estuviese, pues abandonaba el primer asombro que lo había dominado al salir del doloroso sueño producido por el mazazo.

La hilera se puso en marcha y los francos gritaban a uno y otro lado. Al menos eran casi trescientos los sajones atados en aquella columna, capturados en los alrededores. Carlomagno se disponía a deportar a una buena cantidad de rebeldes, imaginó el duque. Delante, Leutfrid le envió una ominosa mirada.

El rostro de Widukind se sumergió en la sombra mientras caminaba cual esclavo. Los francos los azotaban como a animales para avivar el paso. Algunos estaban heridos, pero no existía la piedad cristiana para los paganos, y fueron obligados a seguir adelante a pesar del sufrimiento. El duque se preguntaba hacia dónde. El batallón que guardaba la columna no era demasiado grande. Si todos aquellos cautivos se hubiesen liberado de sus ataduras, los francos habrían tenido que emprender la fuga de inmediato, pero así, apresados como iban, no eran capaces sino de proferir maldiciones a los que los francos respondían con risas, insultos, o nuevos golpes.

Mientras aquella marcha se encaminaba por colinas boscosas que ocultaban un paso de hierba entre sus hombros, Widukind intentaba imaginar la huida. Pero, a pesar de que su mente avanzase de una posibilidad a otra sin miedo, el paso que los francos exigían a la columna les dejaba pocas probabilidades para escapar.

Delante de él, un predicador cristiano caminaba a la par que ellos. No elegía montura alguna y trataba de sufrir igual desgracia que los sajones. Era un orador que había alcanzado cierta fama entre los sajones próximos a la frontera, de nombre Liafwin de Wehsigo, conocido por su fervor inagotable y, según se decía, por su fe en el pueblo sajón.

—¡Santiguaos, sajones! ¡Abrazad la fe cristiana! ¡Olvidad a los falsos ídolos! ¡Escuchad la palabra de Dios!

Liafwin era pecoso, de pelo pajizo y voluminosos rizos que lo coronaban como una desordenada aura. Era un arcángel burdo, un celestial labrantín de ceñuda mirada, desbordante de esa verdadera y cerril bondad empedernida, propia de todos los evangelizadores de pesebre que merodeaban la frontera. Bajo sus hábitos talares debía ocultarse un cuerpo de gran vigor, y gesticulaba con sus manos, lleno de inspiración por aquel momento en el que se propuso convertir al cristianismo hasta a los mismos pájaros. Miraba con sus ojos de color zarco a los rostros de los prisioneros y los señalaba con su dedo índice mientras extendía su mano izquierda a lo alto, señalando el Reino de los Cielos.

Y así los exhortaba, hasta que estuvo cerca de Widukind y éste escuchó sus palabras:

—Camino a la par vuestro porque os considero mis hermanos, y por eso quiero correr igual suerte que vosotros… No sois peores por vuestros pecados, pues el pecado es universal, pero debéis renunciar al diablo y vivir fuera de sus tentaciones, ser bautizados y abjurar de esta rebeldía para besar la mano de Cristo… Y Carlomagno es la salvaguarda de Cristo en la Tierra, ¡abrazadlo como a un padre y él os abrazará a vosotros como a sus hijos…!

No muy lejos, un sajón que iba por delante de Widukind sufría la prédica de estas oratorias casi en sus oídos, quizá debido a su aspecto furioso y rebelde a pesar de una serie de encarnizados castigos que los guardianes habían propinado en su espalda y rostro. Liafwin se concentraba ahora en ese joven, pues podía sentir su ira, cuando éste se volvió hacia el predicador y, preso de un último arranque de rabia, lanzó sus piernas contra aquél, echándolo por tierra. El piadoso torrente de su insistente prédica se detuvo, lo que fue celebrado con desafiantes palabras por los prisioneros. La hilera trató de seguir al paso, pero el joven sajón también había caído debido al golpe, casi arrastrando en su hazaña a los que iban amarrados a él inmediatamente delante y detrás.

A una voz del guardián franco, tres soldados llegaron para socorrer a Liafwin. Los pies del sajón lo habían golpeado a la altura de la panza. Un soldado apuntó con su lanza al pecho del sajón, que se volvió amenazador, esperando su fin con ansiedad y, Widukind lo sabía, con deseo de morir con honor.

Widukind había leído la señal del guardián a caballo, pero la voz de Liafwin detuvo la rea lanzada que a punto estaba ya de atravesar al rebelde.

—¡No! ¿Acaso me ha dado muerte? —Liafwin se sobrepuso y caminó hacia la lanza, que empuñó con ambas manos, apartándola del prisionero—. ¿Acaso me ha dado muerte? No merece la muerte en tal caso… ¿Habéis escuchado acaso el Antiguo Testamento? ¡Ojo por ojo, diente por diente…, no dice brazo por diente ni ojo por vida…! —gritó, y ahora eran muchos los que le prestaban atención. Se volvió a los francos y señaló al cielo—. ¿Cuántos años he vivido en esta tierra sangrienta y cuántas veces trataron de matarme? Pero nunca lo consiguieron, porque Él… —y elevó los brazos— me protege, y Él quiere justicia. No habrá paz sin perdón, hermanos…

Se apartó de los sajones y obligó a los soldados francos a retroceder a sus puestos, enfrentándose a sus lanzas sin miedo alguno. Fue entonces cuando, ante la mirada atenta de los prisioneros y de los soldados a sus espaldas, el misionero se aproximó lenta y decididamente al guerrero sajón que lo había golpeado. Dado que el predicador hablaba perfectamente el acento de los sajones, nada de lo que había sucedido había sido ajeno al entendimiento de esos prisioneros.

—Sé que odias, como odian muchos de tus hermanos, pero ha sido el amor lo que me ha llevado a tu tierra, no el odio. Dios no odia a sus hijos, los ama y los respeta… —Liafwin se situó demasiado cerca del joven.

Widukind vigilaba todos sus movimientos, consciente del peligro mortal que corría el clérigo. Pudo leer la ansiedad y molestia en el rostro de los guardianes francos, pues sabían que si el predicador moría a manos de un prisionero ellos serían los que recibirían el castigo pertinente, acusados de insuficiente vigilancia y de temeridad.

Liafwin extendió y abrió los brazos lentamente, mirando con insistencia los ojos del joven. Entonces trató de abrazarlo. El cautivo se revolvió con furia y se deshizo del misionero con un fuerte codazo que lo envió de nuevo a tierra. Inmovilizado y sin respiración, Liafwin se retorció cual animal herido de muerte. Los soldados se allegaron rápidamente y se llevaron al predicador, al tiempo que la fila de sajones, guiada por ese impulso que domina a los hombres de guerra cuando actúan como un solo cuerpo, se arrojaba a su izquierda por el instinto aprehendido en la práctica del muro de escudos. Una lanza, empuñada con decisión, atravesó al joven que había causado aquella situación, y entonces un clamor se elevó y Widukind se vio arrastrado hacia adelante por una marea de odio.

Hombre diestro que era en el arte de la guerra, sabía que eso sólo podía conducir a la matanza, pero prefería sin duda alguna morir dignamente que ser mortificado por los escarnios de los soldados, o empujado a un destino incierto que sólo podía tener relación con la humillación colectiva de su pueblo.

La estaca que lo unía a Leutfrid lo arrastró. Abatidos por los francos, varios prisioneros sajones desplazaron la hilera hacia los caballos, y Widukind fue a caer en medio del desorden allí donde había yacido por vez primera el misionero Liafwin tras la patada recibida. Sus manos fueron a la hierba y pasaron por su mente varias imágenes, raudas como el rastro del rayo: así, recordó cómo algo brillaba bajo los pliegues del hábito de Liafwin, después, cómo éste se llevaba las manos al pecho antes de volver a predicar la palabra de Dios con su ejemplo, y entonces vio el resplandor en la hierba y sus dedos lo envolvieron y lo apresaron.

La cruz de Liafwin, arrancada casualmente por la rebeldía de aquel sajón, había ido a parar a sus manos. El tacto del metal fue como una bendición entre sus dedos. Un caballo franco pasó piafando. Widukind examinó la cruz que ahora le pertenecía: era una forja tosca, y sus ángulos estaban lo bastante afilados. Por una razón casi incomprensible, la prédica de Remigio atravesó aquel denso momento para susurrarle un secreto que no podría resolverse en palabras. Y así la espada y la cruz, la cruz y la espada, se unieron en sus manos y sintió que, aun sin la espada, la cruz era su misma esencia y remitían a la misma forma ideal, y entonces se llevó las manos al cuello e introdujo la férrea muesca en la vulgar cerradura de aquel grillete que lo privaba de libertad y forcejeó con las toscas lenguas de hierro… ¡hasta que cedieron como por obra de un milagro, y librose Widukind del pérfido yugo!