Los hombres de Widukind seguían la huella de una partida de mensajeros francos que atravesaba una densa floresta de camino a Northusun, en el sur, un enclave próximo a Quitilingaburg.
Deseoso de conocer los planes de Carlomagno, Widukind había visitado a muchos jefes en Engiria antes de introducirse en Ostfalia, pero, tal y como los peregrinos evasivos reconocían en las vías que los llevaban al norte, Carlomagno ya había entrado en Sajonia y se movía con el ejército más grande que hubiesen visto jamás. Además, lo dividía según sus planes y lo desplazaba siguiendo un esquema que trataba la tierra como un tablero de ajedrez: los escuadrones de caballeros se batían por una parte del terreno, por otra avanzaban tropas a pie; desbrozaban las aldeas desiertas. Se celebraban audiencias, juicios, detenciones, pero no se escuchaba nada sobre las condenas, pues todos ellos iban encadenados en el centro de la columna. Y si los prisioneros iban encadenados, era porque Carlomagno les reservaba un castigo multitudinario.
Con estas confusas ideas en la cabeza, los hombres de Widukind, victoriosos en el oeste, eran una cuarentena de cazadores en los bosques orientales y sólo abandonaban el refugio de los árboles para entrevistarse en secreto con los cabecillas de los lugareños. Pero incluso esto representaba peligro, como sabían, y procuraban moverse rápido y de noche. Aun así, la presencia de Carlomagno insultaba la dignidad de quienes lo habían visto huir como un corzo asustado. Su ejército, el mayor, según se decía, los desafiaba. Deseaban saber más, y se aproximaron a la columna de castigo. Puestos en aviso por campesinos de la existencia de mensajeros, habían decidido interceptar a una partida para conocer los movimientos del invasor.
El orgullo y la audacia los llevaron hasta aquel bosque. Los árboles no eran viejos y cargaban con el gran follaje del verano. Widukind, a la vista de los francos, dio la orden de cabalgata en su persecución. Los arcos zumbaron y derribaron a algunos, pero necesitaban capturarlos vivos para interrogarlos. Los francos, como si estuviesen demasiado alerta, iniciaron un furioso galope. El terreno por el que se desviaron parecía una gran pradera despejada bajo los árboles. Sin arbustos en su camino, recorrieron una larga distancia hasta que entraron de nuevo en un laberinto de maleza. Algunos de los sajones se habían detenido a revisar los cuerpos de los que habían sido alcanzados por las flechas, otros se apartaron en persecución de un grupo fugitivo que eligió otra dirección, y una veintena de audaces galopaba alrededor de Widukind tras los mensajeros del estandarte.
Las cabalgaduras extendían un temblor por el suelo del bosque a su paso. El caballo blanco que Widukind había robado al jinete franco era una de las monturas más raudas y ágiles que habían conocido. Distanciándose de sus compañeros, Widukind ya se había introducido en el grupo fugitivo. Era casi imposible arrojar el hacha en esas circunstancias. Los francos lo miraban de hito en hito sobre los hombros, sin apartar la vista de los árboles ante ellos, los desniveles del terreno, o los arbustos que cruzaban a galope tendido. Widukind ordenó a su caballo moverse a su derecha, tratando de aproximarse a la grupa de uno de aquellos jinetes. Se produjo un extraño aullido y al volverse vio cómo dos de sus mejores hombres caían abatidos.
—Arqueros… —musitó, y tiró levemente de las riendas, abandonando la persecución. Los caballeros se alejaron, y en ese preciso instante, como si una enorme araña esperase colgada entre los árboles, la red vino a su encuentro y envolvió a su montura.
Apenas logró ponerse de nuevo en pie, introduciendo sus patas en los agujeros de la tela cuya trama los capturaba, cuando Widukind sintió la tensión de las cuerdas, y cayó a un costado de la cabalgadura, debatiéndose a duras penas por mantenerse a la grupa.
Los francos salieron de las malezas, donde los habían aguardado medio cubiertos por los bancos de hojas caídas y los arbustos. Se escuchó un clamor bajo los árboles y los cazadores comenzaron a ser cazados. Los que habían tenido la suerte de huir de las redes colgantes, galoparon para encontrarse con salvas de flechas. Muchos de ellos lograron escapar, otros cayeron alcanzados.
Pero los demás fueron atrapados vivos.
Widukind, rodeado por un círculo de medio centenar de hombres que controlaban aquellas cuerdas a las que iba unida la red, blandía el hacha. Riéndose de él, los francos lo insultaban y lo amenazaban por igual. Como si hubiesen capturado una bestia cualquiera, los cazadores se burlaban de la presa.
No muy lejos, Leutfrid había sufrido igual suerte. Ulmo y Willehar habían escapado. Cinco jóvenes guerreros westfalios, dos de ellos de la región de Wigaldinghus y bien conocidos por Widukind, se debatían inútilmente. Finalmente, un gran soldado se aproximó a Widukind. El círculo de los captores, impacientes, se cerraba. Widukind alzó el hacha para defenderse, pero a un tirón de las cuerdas cayó de espaldas. Soltó el arma en el errátil golpe y vio cómo la maza de madera del franco vino a darle en la cabeza, antes de perder el sentido.