Por aquel tiempo en el que se calculaba que Alfredo de Durham llegaría a la abadía de Fulda, las tropas de Carlomagno volvían a Sajonia. Angus escuchaba las noticias con interés, a la par que convalecía lentamente. Nada más se había sabido de Alfredo desde su partida, pero los emisarios de Remigio informaron al heresiarca del ejército que había vuelto a ejecutar la venganza de Carlomagno.
Al parecer, el rey venía con sus huestes, abandonando los frentes del sur, en la Marca Hispánica, de nuevo rodeado por los altos estandartes en los que las águilas bicéfalas engarfian sus codiciosas garras. Todo lo que se sabía era que tres grandes formaciones se habían dado cita en las campiñas de Fulda para avanzar sin pausa hasta la frontera de Frideslare.
Una vez allí, Angus se dio cuenta de que las sospechas de los herejes no tardaron en ser confirmadas cuando supieron que Carlomagno se disponía a ejercer un «cristiano castigo». Por cristiano se entendía regular, y por regular, justo. De cualquier modo, la forma de justicia que los carolingios llevarían a cabo sobre los sajones no podía ser menos sangrienta de lo que habían sufrido ellos mismos tras las rebeliones de los nobles, aunque desde luego más ordenada y siempre según las leyes y el derecho del Reino.
Angus escuchaba las noticias cada noche, a la luz de las llamas, en la cocina del humilde edificio que daba amparo a los herejes que seguían el dogma de Remigio. Las reglas, que por lo general no diferían demasiado de las comunes a la orden benedictina en cuanto al reparto de los hábitos sacerdotales, toleraban el matrimonio entre hombres y mujeres entregados a la devota servidumbre de Dios. Así, mientras algunas ayudaban en las cocinas y compartían el lecho con los monjes, e incluso aprendían a leer con ellos, Angus prefirió pensar que se trataba de hombres y mujeres confundidos. Por lo demás, eran como campesinos casados, y no había nada sucio en ellos, salvo la pecaminosa usurpación del sacerdocio, que vulneraban y ponían en duda con tales prácticas.
Mientras su herida se recuperaba, escuchó las últimas nuevas procedentes del mundo exterior: que Carlomagno se había adentrado primero en Ostfalia, con el objeto de interrogar a muchos de los nobles de cuya rebeldía no le cabía duda alguna. El ejército, que era el más grande que había entrado en Sajonia desde que se tenía memoria, rehabilitaba las fortificaciones de los francos y hacía redadas en las aldeas y ciudades de la región. Carlomagno había elegido un consejo de jueces que realizaba interrogatorios y llevaba a cabo detenciones. Se sabía que ya eran dos mil los hombres y mujeres capturados por sus soldados. Esta cifra, que era muy alta, no podía casar sólo con culpables, e incluso Angus tuvo que asentir con aquellos pseudomonjes que se trataba de una venganza algo encubierta en la que los inocentes tendrían que pagar en cautiverio por cuanto los rebeldes habían perpetrado en libertad.
Sin llegar noticias de Alfredo ni de Widukind, a Angus sólo le quedaba esperar, con su brazo inmovilizado, la sanación de sus heridas. Así ocupó su tiempo en la biblioteca del templo, que se ocultaba, a modo de catacumba, entre los cimientos, y que le pareció un ambiente muy poco adecuado para guardar los cientos de códices con los que contaban, buena parte de ellos procedentes del botín de Lindesfarne que él mismo había escogido.
Sin embargo, durante este tiempo rara vez se encontró con Remigio, y en esas ocasiones se trataba del festejo de aquel culto cuya esencia él rehuía. Las misas de las espadas se celebraban al caer la noche, y las antorchas se encendían en la entrada de la iglesia creada para gloria de los crucificados. Podía escuchar las voces de sus cantos. Se ocultaba en la oscuridad de su celda, pero no podía evitar dejar volar su pensamiento, e imaginar los pecaminosos encuentros entre aquellos hombres y mujeres que, al parecer, se entregaban a la vida libre cada noche, y no por última vez recordó a Magatha y se interrogó en vano sobre su destino.