II

Parzival volvió en sí al darse cuenta de que su visión, o su sueño, no había durado más de lo que dura un Credo. Estaba desnudo, y un dolor como de mordisco, con colmillos de víbora, embargaba todo su ser partiendo del costado derecho. Se llevó las manos allí para descubrir la sangre que manaba de una herida abierta, no demasiado profunda, pero que ardía como debe arder el mismo Infierno.

Gritos y llamadas se perdían a los ámbitos de la niebla. Si todavía existía un campo de batalla, o si la matanza continuaba, era lejos de aquel lugar. El fango, a su alrededor, manchaba mórbidamente su desnudez. No quería ver las cicatrices que le recordaban sus años de penitencia. Los harapos de sus hábitos se acumulaban en el barro, no muy lejos. Los atrapó, cubrió sus vergüenzas, y trató de ponerse en pie, lo que consiguió con gran esfuerzo.

Y al hacerlo fue a apoyarse en el muñón de un tronco podrido que hundía sus decrépitas raíces en esa tierra cenagosa. Se miró la herida y entonces comprendió: había sido tocado por el Portador de la Lanza. Había sucumbido al inmenso poder de su nigromancia, y si no le había dado muerte era porque la carencia de piedad de aquel al que apodaban el Piadoso alcanzaba tal grado, que prefería dejarlo partir con la herida abierta, para que sangrase de por vida, y así, mientras viviese, que siguiese muriendo lentamente. Pues sólo podía ser un lento morir el recuerdo de cómo había caído ante las tentaciones de la Lanza, que es eréctil y apela a la debilidad de la carne en el hombre y sólo sacia el infinito deseo de pecado de la mujer; cómo se había dejado seducir por el torbellino de los sentidos en el prado terrenal y florígero, hasta caer a los pies de su enemigo, el heresiarca Remigio, el nigromante Remigio, gracias a la colaboración de aquella espantosa bruja que había corrompido la Misión de la Espada de la mano del amor prohibido.

Le había fallado al Concilio, a Arnauld de Goth y a la voluntad del Señor en la Tierra, Rey de los Francos y Guardián del Cristianismo: Carlomagno.

No había nada que pudiese hacer para soportar tanta vergüenza que le permitiese seguir vivo en este mundo, si no era a cambio de persistir. Y al intentar dar el primer paso la punción de su costado le arañó el alma, arrancando a sus ojos lágrimas de grande y profundo dolor. Había sido atravesado por la Lanza del Destino, mas el significado de su desgarro era muy diferente de aquel pecado primigenio infligido contra la carne del Reencarnado.

Rememoró la espantosa visión causada por la magia de la niebla, que no podía sino ser obra de la Lanza. La lascivia de la hembra perfecta, que había sido la amante del traidor Alfredo de Durham, la corrupción de Arnauld de Goth, el desorden de los episodios de la Biblia, el rapto de las vírgenes de las flores, los tesoros cristianos con los que se vestía la sierva del nigromante… y, finalmente, el enfrentamiento con Remigio.

Y al alzar la mirada, abandonando aquellas imágenes que estrangulaban la razón de sus pensamientos, descubrió el Terror.

No muy lejos, sentado en una piedra junto a los restos de un árbol caído cuyo tronco se pudría a medio camino entre lo vegetal y lo mineral. Reposando la Lanza en sus brazos, entrelazaba sus manos sobre sus hábitos negros. Sin la capucha, su cráneo pálido y su ancho cuello coronaban la imagen impía. Lo miraba profundamente, mejor aún, lo atravesaba con su mirar, y Parzival se sintió hundido en el barro de la humillación y de la miseria. Se llevó la mano al costado y la mojó en su propia sangre.

Remigio miró su herida sin reparar en el odio que embargaba el cuerpo maltrecho. Se levantó y caminó hacia él, ayudándose de la lanza, como si fuese un largo bastón odínico. Una vez frente a Parzival, arrodillado a sus pies cual malherida bestia, dejó la lanza a un lado, apoyándola en un tronco. Se inclinó y abrazó a Parzival. Éste lloró amargamente, indefenso, como un hijo pródigo en los brazos de un severo padre, y cuando Remigio lo absolvía de sus pecados y se aproximaba para besarle los labios, Parzival cayó inconsciente a causa del mucho dolor de cuerpo y de alma que lo dominaba. Deseaba reponerse, alzarse, extender los brazos, hundir a su enemigo en el barro, apresar la lanza y atravesarlo con ella, o, todavía más, quería maniatar a Remigio y llevarlo ante el Concilio Germánico y presenciar su justo juicio de torturas y hogueras… Mas nada de eso podía suceder. Carecía de fuerzas y la potencia de aquel cuerpo dejó exánimes sus sentidos.

Había pasado el tiempo, o todo había sido un espejismo. Incapaz ya de discernir entre la verdad y la mentira, el sueño y la razón, al despertar Parzival acusaba la gelidez de aquel rincón del mundo, que sólo podía ser preludio de la muerte. La niebla se había apartado sobre una vasta ciénaga. Su costado, herido, sangraba, recordándole que al menos una parte de esas visiones había sido cierta. Sin embargo, esta vez no había nadie a su alrededor. Lo buscó, aterrorizado y sobrecogido, pero ya no estaba. Quizá todo había sido una magia inducida por el Maligno. Se puso en pie. Se envolvió en los hábitos harapientos y enlodados a causa de tanta lucha. Escuchó el relincho de un caballo, y eso le persuadió de que su ejército probablemente había sido aniquilado por el poderío de la Lanza, pero ante todo por su debilidad enorme al guiarlo hacia la trampa del nigromante. Una extraviada cabalgadura, asustada, huyó rápidamente de Parzival. Caminó a duras penas, y gateó por el barro hasta que su presencia se extinguió en la bruma.