Widukind escuchó el tañido de las trompas y un clamor creciente en la incertidumbre. Empuñando el hacha, se movió hacia el invisible frente, que parecía extenderse y crecer a su alrededor como la presencia de la misma niebla, hasta que casi dio de bruces con una gran cabalgadura que piafaba a punto de dejar caer los cascos sobre su cuerpo. Una cabeza de acero se volvió en su busca, haciendo molinetes con la larga espada que sostenía a brazo alzado. El mandoble no pudo alcanzar siquiera la sombra del fugitivo lobo sajón.
Las monturas eran heridas por los cuchillos sajones y arrojaban a sus jinetes, dominadas por el pánico que despertaban los aullidos, las emboscadas y el sinfín de enemigos ocultos en la espesa niebla de aquel bosque maldito. Las frámeas se clavaban en los petos de acero, capaces incluso de transverberarlos al ser lanzadas a tan corta distancia. Las cuerdas giraban fatídicamente para rodearlos y arrollarlos. Una vez en el suelo, picas, martillos y hachas caían sobre los hombres de acero del Reino.
Widukind hacheó el cuello de un caballero frente a él. Una lanza fue a hundirse junto a su testa, en el tronco de un árbol. De pronto un rostro iracundo emergió de la bruma, empuñando una maza, a punto de descargarla contra el sajón, que retrocedió y propinó el golpe de hacha.
—¡Ulmo…!
Después de reconocer a su compañero, un grito atroz atrajo su atención, al tiempo que el zumbido de los arcos de tejo extendía una lluvia mortal sobre sus cabezas y alcanzaban una fila de caballos. A pesar de sus protecciones, las bestias, heridas en cuello, cuartos y cruz, se encabritaron fuera de control y arrojaron a sus jinetes. Unos fueron arrastrados al ser incapaces de librarse de los arreos que enganchaban sus piernas, otros trataron de huir en la confusión. Los que quedaron al amparo de sus cazadores, fueron muertos sin piedad.
Pero Widukind, acosado por aquella extraña visión en el cieno, quería encontrar de nuevo a Remigio. Corrió adelante hasta que los enfrentamientos parecieron más aislados y el frente se dispersó. Muchos de los francos, batidos en desordenada retirada, eran perseguidos por los sajones. Se escuchaban los gritos de una mortal cacería.
De pronto, en un calvero que la niebla evitaba como si el caballero dispusiese de un aura que lo protegiese, Widukind se topó con dos sajones que lo acosaban en su frustrada busca del heresiarca. El caballo, intacto y a las órdenes de su señor, era blanco. Su jinete blandía un lucero del alba. Sin flechas con las que sorprender a la montura, uno de los sajones, al ser arrollado, fue alcanzado en la cara por la cruel maza, abriéndole varios surcos. Después el caballero rotó ágilmente. Su montura, tan bien adiestrada para moverse en las distancias cortas, contaba los pasos a izquierda y derecha, volvía sobre sus cuartos traseros y se encabritaba a una sola orden de su jinete. Tras la máscara de acero se escuchó un grito feroz y las patas de la cabalgadura arañaron el aire caminando hacia el segundo lobo sajón, que buscó desesperado refugio echándose al suelo y girando todo lo rápido que pudo para escapar de la caída de cascos. Ya sin sus armas, que había perdido en el sorprendente trance, Widukind vio cómo el segundo cazador fue acosado de nuevo por el hábil corcel, pues era tan diestro guerrero como el mismo jinete que lo montaba, y al volverse fue aplastado por las patas delanteras, que retumbaron sobre su pecho sin piedad alguna.
Cuando Widukind llegó al escenario de este singular combate ya era tarde. El caballero, sin molestarse en utilizar su arma, había dejado que el formidable animal de batalla diese muerte al sajón. Con furia decidida y como si sabiamente en ello le fuese la vida, el caballo mataba con su piafar y sus coces. Pero Widukind renunció a lanzar el hacha contra el noble animal: su enemigo por mandato era, por otro lado, digno botín si lograba abatir a su jinete.
Descubierto, Widukind fue observado por el caballo, que contaba los pasos y resoplaba, nervioso y listo para defenderse a las ordenes de su señor. El jinete lo desafió en lugar de apartarse a la huida, después de inspeccionar alrededor y cerciorarse de que nadie los importunaba y de que merecía la pena dar muerte antes de escapar.
Widukind caminó hacia ellos lentamente. La cabalgadura retrocedió por instinto ante la ausencia de miedo de aquel nuevo enemigo, pero fue azuzada por el caballero. Entonces relinchó y fue adelante, piafando. Widukind, en un asalto de temeridad sin límites, saltó hacia ella en el momento que la cabalgadura comenzaba a levantarse y cruzó bajo su vientre en dirección contraria al costado donde el caballero blandía el lucero del alba. El audaz movimiento finalizó con un golpe de hacha sobre la rodilla izquierda del jinete, que profirió un alarido de odio y dolor. La bestia se volvió ágil y rápidamente y uno de los cascos alcanzó a Widukind en el hombro herido, donde recibió de refilón la patada. En el suelo y sin el hacha, se puso en pie tan rápido como le fue posible y atrapó el sax de uno de los sajones caídos con anterioridad. La bestia remontaba de nuevo frente a él y su amo se disponía a lanzar definitivo asalto, cuando se oyó un golpe seco y sus brazos cedieron al tiempo que se desmoronaba lentamente, abandonando la tensión de sus riendas, como un muñeco de hierro al que habían privado de la magia que lo animaba.
Al caer, Widukind descubrió la pesada lanza clavada en la espalda, arrojada con tal fuerza que incluso había sido capaz de atravesar la camisa de hierro que protegía al caballero. La montura, sin su amo, se volvió indecisa y nerviosa.
—¡No lo matéis! —gritó.
Fue hacia el caballo. Leutfrid, detrás, admiraba su propia obra, pues él había abatido al caballero.
Widukind se enfrentó al animal, intentando tranquilizarlo. La bestia, al advertir la presencia de otros hombres, se desorientó y giró nerviosamente. Esa circunstancia fue aprovechada por Widukind para saltar sobre su costado y empuñar las riendas. El caballo relinchó enfurecido y a la vez asustado. Widukind se aferró a los correajes y echó una pierna por encima del lomo. Otros le ayudaron, obligando al animal a detener la carrera a la que deseaba lanzarse. Por fin el sajón, domeñando sus entrañas más allá del dolor que sentía en el hombro, logró alzarse a la grupa. Se llevó las riendas a las manos y trató de dar confianza a la cabalgadura, que una vez sintió al jinete empezó a seguir sus instrucciones con reticencias. Los sajones se alejaron unos pasos, Widukind se acomodó al baile de aquellas patas que caminaban en reducido terreno con la precisión de un hombre, permitiéndole virar sobre sí mismo con asombrosa exactitud. Un leve tirón, y la montura se proyectaba adelante arañando el aire y persiguiendo a los hombres que la acosaban.
Widukind la obligó a girar.
—¡Mi hacha!
Leutfrid le pasó el hacha por el mango, donde Widukind la empuñó. Después dio un tirón y desapareció como una exhalación en la niebla que cerraba la profundidad del bosque.