Lejos de aquella emboscada en el corazón de Austrasia, donde los caballeros francos eran sorprendidos por las hordas de Widukind y Parzival sucumbía al pecado, Carlomagno recibía a los rehenes liberados por el duque sajón. Habían avanzado hasta Aquisgrán con el encargo de Widukind, y los mensajeros del rey les abrieron paso, pues Carlomagno no temió la vergüenza ni el escarnio a los que el duque pagano lo sometía después de haberlo derrotado.
—Larga es la espada del sajón… —La voz del rey de los francos era grave, oscuros sus pensamientos a la sombra de los tapices que cubrían los vitrales de la sala de audiencias, ya casi desierta.
Carlomagno miró a través de los ondulados cristales las calles de Aquisgrán. La luz iluminó ahora su figura. Alto, majestuoso, el rey de los francos se había reunido para escuchar las nuevas que Widukind le había hecho llegar en el cofre.
Se volvió hacia la mesa, donde yacía el presente enviado por el hertug sajón. No habían querido entregárselo, por considerarlo una insultante barbarie, pero Carlomagno había insistido, después de abrirlas, en que algunos de sus consejeros e hidalgos debían verlas. Miró a Alcuino de York y ordenó, sin que muchos fuesen capaces de comprender el sentido de sus palabras:
—Descubrid el Grial.
Respondiendo al amargo sarcasmo del rey, las manos temblorosas de Alcuino de York abrieron la caja. Allí fueron exhibidas las cabezas de los lantgravia Hartunc y Carnant, hacheadas por Widukind, enviadas por el sajón hacia la corte de Aquisgrán en manos de los únicos que habían sobrevivido al asedio de Thrutmanni.
Otros llegaron después de aquella caja; éstos, sin embargo, habían sido cegados por la espada herética y ceremonial cuya hoja calentaban al rojo, y a la que habían llamado la Espada de Dios.