IV

Cuando el placer hubo acabado, se sintió caer en un abismo sin fin. Una luz azul se encendió ante él y en su seno germinó una sombra altísima, y ésta empuñaba una lanza, y aquella pica era la Lanza de Longinos, y la punta refulgía fríamente como puñal de hielo y al mismo tiempo ardía cual hierro sacado de las sulfúreas entrañas del Infierno. Y de este modo, al aproximarse, flagró el arma en su rojez como si la hubiesen labrado en un solo rubí o como si fuese piedra fundida, y brillaba otra vez con aquel arrebol del interior de la vulva de la hembra pecaminosa que todo lo había terminado por corromper, pues era su misma forma y su misma fuerza en estado ideal. Parzival se dio cuenta de que la sombra altísima no era otro sino Remigio el Piadoso, y su cabeza calva pareció hueso puro de olifante, argénteo yelmo de nigromante en el que estaban clavados dos ojos sin párpados. Incapaz de escapar a su presencia, se arrastró Parzival como gusano que en vano trata de huir del audaz paso del gallo; en un último arrebato, fue hacia él para defenderse. Y sus manos quedaron pegadas al asta de la Lanza con sólo tocarla, y no fue capaz de separarlas de ella por virtud de un ponzoñoso misterio, y se encontró con el rostro de Remigio, que se reía y le reprochó:

El que ha sucumbido a la Rosa,

¿cómo la Lanza empuñar osa?

Y, acto seguido, la Lanza de Longinos se elevó cual péndulo cuya punta pendía del centro inmóvil del universo, arrastrando en su giro el contenido del mundo, apartando cortinajes de un inmenso teatro, desvelando el pecado tras la apariencia de virtud y deseo. Parzival fue volteado por el aire para caer después en un sucio fango. El pénsil jardín de las flores se había desvanecido en medio de un trueno gigantesco en un páramo de niebla, de estériles árboles muertos y venenosas ciénagas. Sintió el peso de la pierna de Remigio encima de su pecho, como si el Atlas, que según los paganos sostenía sobre sus espaldas la magnitud entera del Universo, hubiese decidido aplastarlo. La sagrada Lanza apuntó su costado y trazó un signo desgarrador, y al tocar la Llave de Oro ésta se fundió en abrasador delirio. Vio la sangre milagrosa que mana de su punta, escuchó el alarido de su propia carne, y el gotear de esta esencia sobre sus costillas era como una brasa líquida, y el perdido, el derrotado, gritó entonces cual cordero al ser marcado por el carnífice del hierro rusiente de su pastor.