El torbellino se dispersó bajo un detrito de luz esmeralda que se fulminó en una calígine corruscante, como si la verde vida de toda la bóveda forestal, hecha luz, se hubiese disipado en una centella contagiosa. Las jóvenes giraron en loca correría, y sus manos se tendieron con frenesí y ansiedad, tratando de alcanzar el corazón de Parzival. Éste sintió una última reserva de su fiel contención y se zafó de la ardiente súplica. El mundo pareció plegarse en un estallido de primavera y las mil bellísimas bocas susurraban dentro de sus oídos todas esas ofrendas y promesas del placer, y todas las manos de mujer lo veneraban, siendo él masculinidad desnuda, pujante y vulnerable. Las piernas lo acariciaban y eran de suaves como pétalos frescos en una mañana de mayo. Los cabellos se estremecieron en una onda inagotable. Los labios lo besaban y era todo su cuerpo un beso prolongado, hasta que sus mismos labios querían sucumbir a la tentación inocente, y el mundo se desvanecía en ascenso, arrebol y calígine de lascivo amor.
Sin embargo, Parzival se estremeció en su debilidad, y sus ojos se cerraron, sus oídos se cerraron, hasta su piel logró cerrarse, y, como muerto, creyó yacer en una nube de verdor que se deshacía y que se apartaba de la algarabía doncellesca, cuya risa cantarina de manantial decreció poco a poco, al tiempo que su exhausta virtud se recobraba, mientras Parzival se entregaba a la muerte, pues deseaba morir a sucumbir a la promiscua llamada de las flores. Su corazón se aquietó un instante antes de estallar en galope mortal. Y en él sonó la palabra de sus maestros, y la descripción de la pecaminosa índole, de sus designios funestos y primitivos, de la pasión que a todas las criaturas seducía en el pecho de la naturaleza. Y mientras esto pensaba, entendía el irresistible atractivo de las muchachas flor, y se sabía insecto, infame y ridículo insecto ante el poder seductor del pecado de la naturaleza, que lo alejaba de la verdadera senda que conduce al hombre hasta los umbrales de la sabiduría de Dios y a los peldaños que ascienden hacia su perfección.
Pero al abrir los ojos, sintiéndose vencedor, vio una mujer, una cuya belleza convertía en fealdad cuanto había visto en las muchachas flor, y esta Venus perfecta avanzó entre el riente torbellino de las criaturas. Casi desnuda, sólo vestía la riqueza de un gran tesoro cristiano. Los diminutos alveolos de una red de panal de oro creaban para ella un ceñido corpiño; entre sus senos descubiertos, que emergían con el poder de un ejército entero, pendía una cruz en la que había sido engastado el rutilo cegador de granates y adamantes. Sobre sus cabellos, largos y negros como el ónix, lucía una corona de rayos que sólo había podido servir a una Virgen María, pues cada lampo era obra de divinos orives y había sido labrado con capricho celestial, sólo así podría explicarse el detalle del granulado que matizaba cada pieza y los brillos de las minúsculas lapiderías incrustadas en la masa aurífera, radiante con luz propia, enmarcando la delicadeza de un rostro cuya beldad residía en la perfección de sus facciones. Pues sus ojos eran de un azul robado al zafiro, sus labios, rojos como una granada abierta en canal, su piel, blanca cual alabastro de la Biblia, sus cejas de ágata de Petra y su cuello, una columna del Sinaí. Sobre sus hombros caían tres cascadas de perlas que le llegaban hasta la cintura, pues eran rosarios, y las cruces de éstos colgaban ante los gentiles pliegues del sexo desnudo de esta prodigiosa hembra.
Y así ella caminó decididamente con la soberbia y tranquilidad de una reina se detuvo frente al exhausto Parzival, y le señaló su parte pudenda con la sonrisa que Eva mostraba en el Paraíso, y al mirarla éste sucumbió sin remedio, y sin quererlo ya estaba dentro de la hembra, pues la abrazaba con el hambre de los lobos y la codicia de los zorros, y su corazón había iniciado el temido galope que en vano había intentado contener desde el principio. Y sólo al entrar en ella se dio cuenta de que la conocía y sabía quién era, a pesar de su pecaminoso disfraz: era la misma mujer que había formado parte de la primera misión, junto a Ebo de Colonia, donde su mentor y maestro, Girárd de Monsalvat, había sido asesinado. La mujer que había viajado vestida de novicio, ocultando su cuerpo de pecado en el seno de la misión evangelizadora, para entregarse a los oscuros ritos del heresiarca, era la que ahora lo seducía con todo su poder, al fin lo derrotaba.
Ya era tarde cuando se produjo este reconocimiento, y, a causa del dolor, todo su cuerpo vibraba un exquisito placer desconocido, a pesar de que había durado lo que dura un amén. La risa de gozo de aquella hembra seductora, cuya belleza habría podido corromper incluso a los mismísimos arcángeles del Tabernáculo, lo rodeó al entrar él en ella y tocar su profundidad de llameante delicia, y dentro de la mujer se abría una caverna suntuosa y era como el corazón de una rosa, tan suaves sus paredes, y al fondo ardía un fuego inmenso, y alrededor de la llama, como no podía ser de otro modo al tratarse de mujer, los gatos perseguían a los perros, los quesos caían de los árboles, los peces caminaban fuera del agua gracias a sus aletas, los pichones se daban caza unos a otros y eran desplumados por los cerdos, que los ensartaban para ponerlos al fuego y, a su vez, los corderos preparaban la matanza de los cerdos, mostrándose muy hábiles en el manejo de la cuchillería; los perros ladraban a los hombres, y los hombres caminaban a cuatro patas e, incapaces de hablar, mugían como las vacas, balaban como las ovejas y gruñían como los cerdos. Y, mientras todo esto giraba de nuevo en furente tormenta, cuando su cuerpo llegaba al éxtasis del pecado, Parzival volvió a ver a aquella hembra universal vestida de tesoros cristianos frente a sí, sonriendo, y fue entonces cuando se dio cuenta de que no le sonreía a él sino a Arnauld de Goth, que se aproximó ella y la besó en los carnosos labios, mientras con su diestra le acariciaba la vulva, a lo que la mujer respondía con gran pasión, sin importarle ninguna otra cosa que no fuese su propio placer, ni la vergüenza, ni la culpa, ni el pecado, ni el Cielo, ni el Infierno ni el entero Mundo ni el Firmamento con toda su pompa celestial.
Y en esto, mientras ellos giraban en lascivo abrazo, alrededor se encendía un gran fuego y aparecía una mesa y docenas de sillas. Entonces Arnauld anunciaba que se casaba y desvelaba que no era ciego sino que lo había fingido, y la hembra le entregaba una copa cuajada de diamantes y rubíes, que al parecer era el Santo Grial, y Arnauld bebía con una mano y con la otra le tocaba el trasero mirándola de reojo, y en ese momento muchos comensales entraron a la carrera como en una fiesta del pagano Baco: Adán y Marta iban de la mano, María Magdalena se desnudaba para la última cena, Abel perseguía a Caín con un cuchillo en lo alto, Moisés se daba la vuelta y utilizaba el culo como trompeta ante las aguas del mar Rojo, que se cerraban ahogando a su pueblo, Pedro empuñaba un hacha de venganza y perfidia y Judas era veraz, Juan fornicaba sin descanso con María Magdalena sobre la mesa y se burlaba de las profecías, y Cristo consumaba el amor carnal con su madre María, que no era virgen sino prostituta, y quien reconocía, con gemidos de placer, haber yacido con todos los apóstoles, pues los idolatraba y decía poseerlos con el cuerpo.
Pero cuando aquella orgía del sinsentido iba a alcanzar el límite y la fuente del placer iba a dar su última gota, Carlomagno aparecía, borracho, extendía un mapa de Europa y defecaba en cuclillas sobre su propio reino. Después prendía fuego a los hábitos de Arnauld y éste empezaba a ser abrasado en el centro del corro. Mas llama, incapaz de consumir al anciano, lo convertía en una extraña momia que se fragmentaba y se reducía a pedazos cada cual más pequeño.
El fuego se trocó en mineral y rutiló en un tormento alquímico que se despedazaba en inmundo polvo. De entre los restos de la llama vino la voz de Remigio, como un gigante, que gritaba: «¡Arnauld es el hereje! ¡Arnauld es el hereje!».