II

Altísima era la selva de flores alrededor, creciendo como si se dirigiese al centro de los cielos. De lo alto y del Oriente, donde el sol se ocultaba en un vapor suntuoso, llegaron voces. El resplandor opalescente se sumió en un ojo, y el ojo se fragmentó en viva vidriera, y de ese vitral viviente caía una luz en haces que recortaba las sombras de tal modo que Parzival creía caminar sobre un abismo negro como la noche del que brotaban las más hermosas flores cristalinas que hayan podido ser admiradas jamás. Los zarcillos del serpol trepaban anudando largas columnas, los arcos de colocasia se enredaban unos en otros creando naturales soportales, alanceados lirios apuntaban hacia lo alto, las flores de la viola y del cítiso ardían por encima cual citrinos y topacios en las luminarias del firmamento vegetal. A uno y otro lado, amplias praderas de alheña y colinas de centaurea y valles de malobatro, oteros de mirra y cornisas de rosa tapizando montañas.

Y de esas maravillas venían las voces de las flores, que seducían con su cantar al intruso, un abigarrado coro que en nada podría recordar al pausado canto de los monjes de los monasterios, pues era confuso y denso como la presencia de todos aquellos colores y de sus perfumes. De este modo, Parzival creyó caer agotado al tiempo que esa visión del Paraíso terrenal, del Monte de Venus, giraba a su alrededor: los zarcillos se convirtieron en manos; las macollas, en largas piernas danzarinas; los corimbos en pechos y caderas, y todas las corolas de pétalos, en rostros de celestial belleza, mientras que la piel desnuda de las muchachas estaba toda tatuada con las luces y formas que la vidriera cambiante emitía desde lo alto. La procesión de florígeras jóvenes lo rodeó en corro, girando en su loco canto.

Y una de ellas se postró ante Parzival y le susurró, tomado entre sus manos las facciones de su faz:

¿Do el valiente viene

Que suya hará la flor?

¿Será su corazón amante

Al deseo de tanto ardor?

¡Apartad la pénsil rosa!

¡A él entregadme, ya fervorosa!

En ese momento, disputado, Parzival apenas logró huir del dulce arrebato cuando se vio en brazos de otra doncella cuyo rostro era como una rosa y que le suplicó:

¿Seré yo la robada

De su casto abrazo?

¿Acaso yo la flor amada

De su final espasmo?

¿Me escogerán sus manos

Entre tantas hermanas?

Una joven, todavía más bella, le reprochó:

Oh florida heredad,

¿Por qué tanta largueza?

En tu ancho pecho de variedad

Piérdese la ofrenda de mi belleza.

Me marchito ante su gentileza

Y aleja sus ojos con malicia,

Abrumados, hacia nueva delicia.

Y otra apartó sus brazos y raptó la mano de Parzival, cantando:

Oh, lozanía del árbol,

¿Por qué tantos cantos?

¡Acalla tus dulces pájaros!

Pues mi voz se desvanece

En la armonía que te amanece.

Apenas logró librarse de aquella mano seductora, cuando otra voz lo interrogó, llorosa:

¿Seré yo la bienaventurada,

Del elegido la más amada?

¿Seré la sangre de su lanza?

¿Seré yo la carne rota

Del latido que avanza?

Y en su pecho le pareció que un galope crecía imparable, la fuerza de un ejército indomable que se precipitaba hacia adelante sin escuchar las órdenes de su razón.

Al menos tres de aquellas doncellas, que eran como hermanas en belleza y que podrían haber sido confundidas con las tres Parcas, lo llamaron entonces cual coro de Venus:

¡Oh, tómame, Parzival!

¡Oh, Parzival, tómame!

No podía huir en ninguna dirección, pues los cabellos de aquellas beldades, rojos y dorados y negros, lo envolvían en una suave ondulación de la que surgían los rostros más hermosos que hubiesen sido soñados por hombre alguno que no haya visitado el Paraíso.

En tu faz matinal me envuelves,

¡Oh, primer amado!

¡Mis delicias de amor atiende!

Al fin una de ellas había raptado la mano del elegido y se la llevó a su pecho, y Parzival le pareció sentir el latido de un corazón llameante y toda la blanda suavidad maternal de la virginidad envolvió su mano, cuando escuchó la voz procedente de aquella joven:

Sorbe en mi pecho

El sacro ardor,

En mi candor

Llévame al lecho.

¡Oh, infinito, bello!

¡Si elegida pudiese estrecharte

En el cerco ardiente de mi carne!

Recostada sobre tu pecho

Languidezca mi memoria,

De pétalos y de polen

Dulcemente sofocada.

¡Apacigua con tu agua

Mi sed abrasadora,

Déjame lamer

los cristalinos sones

Que de la fuente manan!

¡Oh, agua matinal

a la insaciable!

¡Tú, mi ruiseñor enamorado

En la niebla vacilante!

Y otra rodeó al mismo tiempo el cuello de Parzival con dulce abrazo y su voz tocó su piel con sus labios al decir:

Asciende de amor

El arrebol embriagado,

Abre paso al temblor

Por el ímpetu cegado.

Y le pareció entonces que todas lo llamaban a la vez, arrebatándoselo unas a otras:

¡A mí!

¡No! ¡Hacia mí!

¡Seré yo ante mi amo!

¡En abrazo sin par, llévame a lo alto!

¡Contra tu pecho de amor fecundo

Poséeme sin esperar perdón del mundo!

Pero una, más misteriosa que las otras, le conminó encima de todas:

¡Pues en la sangre redención hallarás

Y a ti mismo, como redentor, tu sangre

Del miedo a la virtud antes redimirás,

Si de la lanza redimes la propia sangre!