La existencia de aquellos umbríos bosques parecía emanar, cual vegetal metamorfosis, de la calígine que le confería su materia para existir, y que era, al mismo tiempo, el aire que respiraba secretamente. El líder sajón admiraba esa bóveda grísea en la que desaparecían los largos troncos, confundidos con sus propias sombras, extendiendo los arcos de sus ramas en busca de la clave invisible que los mantenía unidos.
Llegada la hora convenida, los señores westfalios abandonaron el campamento y ascendieron la brumosa colina, tras el paso de uno de los emisarios. Lo siguieron como por un mundo de niebla y vaho, hasta que el suelo del bosque cambió, afirmándose, y de pronto se elevaron ante ellos los muros de piedra del herético templo. El gran portalón, los altos peldaños, la penumbra de su espacio interior, y, después, sólo tinieblas.
Las puertas se cerraron con un sonoro golpe a sus espaldas. La llama ardía sobre el centro, sostenida por su trípode de bronce. Dispuestas en círculo, sillas laboriosamente labradas en madera de tejo aguardaban a los señores de la guerra. Algunos monjes, siempre cubiertos, esperaban ya sumidos en el rezo de sus oraciones. Otros abandonaron los bancos de los oscuros rincones y acudieron a su lugar, alrededor del concilio. Widukind, Ulmo, Leutfrid, Willehar y otros siete duques westfalios ocuparon las sedes. El círculo estaba casi completo, a falta de un asiento vacío, el de Remigio de Reims, el Piadoso.
Nadie pronunció palabra alguna. Al poco tiempo, se encendió un incensario. Como si quemasen en su interior hierbas de extraño poder, el olor aparentemente inofensivo que desprendía pareció sumir a los presentes en un suave trance, sin que absolutamente ninguno fuese capaz de darse cuenta de ello.
Todo lo que Widukind recordó más tarde fue un hondo bienestar. Se reclinó y miró hacia la cúpula, donde los arcos confluían detrás de la evanescente lámina que tejían los vapores, en ascendente dispersión. La ligereza de la vida encerraba una silenciosa profundidad, y pudo ver el paisaje de los años vividos como si estuviese en lo alto de una montaña desde la que pudiese divisar el pasado. Después las voces emergieron con una agitación neptúnea, los sonidos más graves se replegaron sobre los ya graves, y los ecos tremolaron, unos en busca de otros, a lo largo de los nichos. El sajón miró a los señores que lo acompañaban, algunos de ellos conocedores del poder de Remigio, y se dio cuenta de que todos, tan presentes de ánimo como él, escuchaban el canto de aquel coro como si fuese de ultratumba, brotando de esas grutas que, según se dice, dan paso al Purgatorio.
Un golpe seco, de resonancia metálica, abatió el suelo de la sala, rompiendo con sonido dictador la formalidad geométrica en la que quedaba encerrado el círculo de las sedes de aquel concilio. El golpe se incorporaba a la música, y por encima de él, la voz de las profundidades emergió y dominó el espacio entero, recitando la letanía en latín. Una gran puerta se cerró en las tinieblas, y su eco pareció convertirse en la sombra del heresiarca. Encapuchado, blandía la lanza como el caminante odínico y se vestía con los hábitos negros de la orden que en nada podía distinguirse del atuendo de los benedictinos.
El portador de la lanza avanzó hasta el altar y se acercó a la escultura del Crucificado. Éste, a diferencia de todas las representaciones cristianas, había sido martirizado contra el cuerpo de un árbol, y, como azotado por los mil vientos de una furiosa tempestad, dejaba caer la cabeza sobre su pecho. Distintamente de Cristo, este Crucificado era tuerto, o al menos mostraba el sacrificio de uno de sus ojos, mientras que el otro, sin párpado, vigilaba el mundo. Detrás del portador de la lanza, dos monjes traían una corona de púas. Como una laureola eclesiástica, estaba toda cuajada de piropos y almandinos, alternando en armoniosa sucesión grosularias y corindones, carbúnculos y rubíes, granates y espinelas. Debajo, en un lecho fracturado y rutilante, un millar de minúsculos adamantes grises dejaba escapar hirientes destellos de virtud, como si ocultasen una chispa de la inefable llama de la Creación detrás de sus facetas nubladas. Así, la sangre que había fluido por la frente del Hombre se convertía simbólicamente en un lapidario crúor arracimado entre espinas de plata, pues estas gemas son símbolos de su sufrimiento y plegarias exhudadas por la misma Tierra, y deben recordar su Sacrificio.
Remigio se retiró la capucha y descubrió su imperturbable faz. Los ojos, llenos de abnegada inspiración, contemplaban el rostro del Crucificado como si fuese la primerísima vez que lo veían. Recorrió con los dedos sus rasgos, tallados en la vieja madera, las arrugas, la híspida barba, el gesto oculto por su pómulo. Después puso su mano en los labios de la representación sin ningún pudor, o ajeno a toda noción del mismo, y su semblante se volvió hacia lo alto con un extraño y ausente gesto de reproche o indiferencia, para regresar al abismo en el que se refugiaban todos sus pensamientos.
Dejó la lanza sobre el altar y miró a los monjes que, con los rostros cubiertos, como sombras temblorosas, sostenían la corona. Remigio la empuñó soberbiamente y la elevó ante sus ojos. Se giró con una palabra de bondad en los labios, sin pronunciarla, y coronó al Crucificado, rey de todos los sacrificios del mundo doloroso.
Las gemas vacilaron, los adamantes añadieron una nota de luz y la voz de la letanía latina volvió a envolver a los presentes. Remigio retrocedió, descendiendo los peldaños, sin prestar atención a quienes lo esperaban, concentrando su mirada en esta imaginería mística, herética, que tanto atormentaba a los padres de la Iglesia occidental.
Su mano, sin embargo, mientras su rostro embelesado contemplaba más allá del tiempo la representación, con la precisión de un ciego que ha habitado cierto espacio por largos años, empuñó la Lanza del Destino. Tras agarrarla, y obedeciendo a otro pensamiento inconfesable a los ojos de Dios, se volvió hacia el concilio y las sedes de los señores de Sajonia, y caminó gravemente, sin quitar la mirada de la punta de hierro que señalaba la tierra con la persistencia y rigidez de un relámpago que hubiese sido convertido en símbolo, en orden y en sino.
Sendos monjes depositaron cinco cofres de diferente tamaño en el centro del concilio. Los descubrieron y se retiraron.
—Ese oro procede de tesoros cristianos que han sido fundidos en monedas y onzas para servir a los sajones. Que sean repartidos entre los que más sufren esta guerra, eso es lo que debe hacerse —dijo Remigio.
Después invitó a otros a hablar, al tiempo que se sentaba en la única sede que había quedado vacía. Los ojos de Widukind se encontraron con la mirada de Remigio, pero pronto, como todos los demás, comprendió que era sólo un espejismo. Remigio parecía ausente, caminaba en sueños, era como si permanentemente dialogase con espíritus, o como si hubiese muchas más personas escuchándolo, que ninguno de ellos era capaz de ver.
—He aquí a los mensajeros…
Al cabo de un largo silencio, uno de ellos tomó la palabra. A juzgar por el sonido de su voz, Widukind habría asegurado que era más joven que los demás, y procedía del sur. Sabía que Remigio atraía en secreto a muchos espíritus inquietos dentro de las fronteras del Reino.
—Remigio ha de saber que un escuadrón de escuadrones viene en busca del templo —anunció el novicio—. No es otro sino el ejército de Parzival. —Ese nombre no produjo ningún cambio en el heresiarca. El monje, sin embargo, respiraba con dificultad y parecía hacer un gran esfuerzo por serenarse ante la confesión que hacía pública—. Es el brazo armado que el Concilio Germánico controla a través de Arnauld de Goth. Parzival ha dirigido ese ejército desde hace tiempo, siempre en busca de Remigio. Gracias a los scarce de esta formación prestada por Carlomagno, Parzival ha perseguido a los sacerdotes paganos. La tortura y el fuego le han permitido ir acercándose a vosotros, hasta que al final un traidor desconocido ha revelado la ruta que lo conduce directamente hasta el templo.
—Traidores desconocidos… —murmuraron los labios de Remigio, sin una nota de desprecio, mas con cierta curiosidad—. En hora buena ha llegado Widukind con los señores de la tierra a este templo —añadió después—. ¡Recibamos al ejército de Parzival! Ha mucho que Remigio desea encontrarse con el puro loco de Arnauld…
Sus ojos se quedaron clavados en la punta de la lanza.