Al abrir los ojos, Angus tuvo la sensación de que la celestial evocación de la vidriera y su luz llena de paz había sido cambiada por el fuego del diablo, que alimenta las pasiones insatisfechas del hombre, y el negro carbón con el que se da sustento a todas sus llamas. La luz de una lámpara, aislada en el centro de la oscuridad de la que él era parte, acariciaba débilmente los objetos, perfilándolos con oro y rojo si éstos eran metálicos o convirtiéndolos en sombras, si de otra índole. Uno de ellos era la misma figura de Alfredo, reclinado en su silla. Estaba despierto y sus ojos, así abiertos en la ominosa penumbra, escrutando las tinieblas, observaban la portentosa imagen que descansaba en su regazo: un códice cuyas páginas se desplegaban a ambos lados. Parecía tan absorto en la lectura, que incluso con una luz tan pálida como aquella era capaz de entregarse al regocijo de la palabra escrita.
Angus trató de levantarse. Sorprendido ante su propia mejoría, hizo un esfuerzo y se incorporó. Alfredo abandonó el trance de la dicción y se volvió en su busca. Entonces se inclinó sobre la mesa y abrió la mecha de la lámpara. La luz creció.
—He aquí el libro, Angus de Metz.
Diciendo esto, Alfredo aproximó la mesa al camastro y depositó el códice al pie de la luz. Ahora, los ojos ávidos de Angus descubrieron una portada que no le era desconocida: había visto símbolos semejantes años atrás, cuando visitase el templo de la espada. Recordaba la última conversación con Alfredo, y sus pecaminosas nupcias. Las escrituras de Remigio, la palabra del heresiarca, todo estaba allí, contenido en el continente de los signos: el Evangelio de la Espada.
Se preguntaba si los signáculos allí anotados por Remigio tendrían un efecto tan devastador sobre la fe cristiana como lo tenía el sonido de las palabras que pronunciaba, si sería capaz de trasladar su poder casi mágico a una nigromancia del lenguaje.
—Aquí están recogidas las salmodiantes peticiones, las visiones, los misterios de Remigio. Aquí es donde las aves hablan, donde las bestias de la naturaleza encuentran su voz. Aquí el presente y el pasado se entrelazan sin ser presente ni pasado, creando una espesa trenza que es la red de pescador de la sabiduría, Angus de Metz. Ésta es la verdadera espada de Remigio, este es su legado.
Alfredo parecía poseído por una inspiración casi enfermiza, tal era el poder que aquel libro era capaz de ejercer sobre su imaginación.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Angus, con la sensación de haber despertado en mitad de una nueva pesadilla.
—El destino está trazado, Angus de Metz —respondió Alfredo—. Llevo muchos años añorando este momento, y al fin se acerca. El libro que ves ante ti ya está siendo esperado en el corazón del Reino.
Angus miró la portada de nuevo, después volvió a los ojos de Alfredo, que se había puesto en pie y meditaba en voz alta.
—Es hora de que el códice sea portado ante aquellos iluminados que conocen su existencia y que lo aguardan con brazos abiertos.
—Pero ¿quién lo aguarda?
—Alcuino de York, el más importante consejero de Carlomagno. Hace tiempo que os hablé de él…, aunque la memoria de mi buen Angus se asemeja a la memoria de los viejos, y son éstos los que han de refrescarle los dichos y los hechos, siendo él más joven.
—Recuerdo su nombre, no sólo porque me lo mencionasteis años atrás, también porque es bien conocido en los monasterios de la cristiandad…, especialmente en aquellos de las islas.
—Pues procede de ellas —siguió Alfredo—. Ahora Alcuino de York ansía el códice, ya que es un estudioso de Remigio, y lo admira y lo comprende. Pero para comprender algo, Angus, hay que igualarlo, y sólo así se puede esperar una respuesta adecuada a cada pregunta. Alcuino de York ha dispuesto los medios para que el códice, secretamente, sea copiado y repartido por todas las bibliotecas del Reino.
Angus comprendió la audacia de su iniciativa, y se reclinó de nuevo, apartando la vista del libro.
—Acallar las voces y evitar sus palabras, Angus, ese es el objetivo de los padres de la Iglesia, y ensalzar aquéllas que sirvan a sus propósitos, por eso es hora de que la escritura ejerza su derecho a existir y a ser leída.
Angus cerró los ojos, cansado, y se preguntó por qué vivir en aquel pecado eterno al que había sido condenado y al que el buen Dios, además, añadía la penitencia del sufrimiento de la herida. Pero al mismo tiempo tuvo la impresión de que la lesión era como todos los años transcurridos, puñalada en su fe, y así mismo le parecía que ese libro abriría una profunda brecha en la fe.
—¿No queréis leerlo? —preguntó Alfredo a Angus.
—Claro que no —musitó el sacerdote—. El peligro de ese comercio puede traer grandes males… La concupiscencia del saber absorbe a demasiados hermanos en las bibliotecas, no es bueno que ciertos libros sean leídos.
—Entonces, ¿deberían ser quemados?
—Quemados… —replicó Angus, confuso y fatigado—. No quemados, o quizá sí…, deberían desaparecer.
—Sólo porque otros consideran que no deben ser leídos.
—Así es —insistió Angus, inseguro.
—En tal caso, ese mismo derecho ostentarán los jueces para llevar a la hoguera a aquellos hombres y mujeres que piensan de diferente manera, ¿no es así, querido Angus de Metz?
—No es lo mismo, no podemos comparar a los libros con los hombres, ni tampoco con las mujeres…
—Vos sabéis mejor que nadie que la pasión por la lectura os ha llevado por extraños derroteros. Fue a causa de ella por lo que vuestro maestro, Bernardo de Mortrand, os incorporó a la misión. Para evitar que supieseis, os condenó a saber. Pero es más, Angus, vosotros conocéis la importancia de los libros, que están vivos, y que son pensamientos de hombres que han quedado atrapados en la tela de los signos.
—Por eso son peligrosos…
—Condenar los libros al fuego es prohibir los pensamientos.
—¿Y qué ha de hacerse, si ciertos pensamientos son enfermos y yerran por caminos equivocados? ¿Dejar que otros sigan esas sendas para su perdición? Así el mundo podría degenerar en la locura misma…
—Sólo en el caso de que en ese mundo del que habláis todos supiesen leer y los libros estuviesen por doquier al alcance de sus manos…, pero eso es muy poco probable, hermano. Y además olvidáis el derecho a elegir por su propio pie…
—¡Basta! —terminó Angus con gran esfuerzo, y sintió un agudo dolor en el pecho, alrededor de la herida.
Alfredo tomó el voluminoso códice en sus brazos y lo dejó sobre la mesa pronunciando estas palabras:
—Dicebat Remigius nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea.