La partida se había iniciado antes del alba. Widukind iba al frente. Los heridos, portados a hombros de los más voluntariosos y mejor favorecidos por la fortuna, estaban en el centro de aquel ejército. A ambos lados de Angus, los jinetes negros velaban por su vida, como si velasen la marcha fúnebre de un héroe. Soplaba un fuerte viento y la mañana arrastraba indecisos nubarrones sobre sus cabezas. Los bosques parecían apartarse, al seguir el paso de un río cuyas aguas se estancaban en el este cuando desembocaba en extensos marjales.
Widukind avanzaba lentamente, vigilando el horizonte. Por delante, las partidas de oteadores tanteaban el terreno. Frodo le hizo una señal y se volvió al oeste. Un caballo galopaba hacia ellos desde la retaguardia. El mensajero se detuvo junto al duque. La montura parecía nerviosa. Widukind habría jurado que no había descansado en toda la noche.
—Deja reposar a tu caballo —le pidió el sajón.
—¡Traigo noticias de Thrutmanni!
—¿Qué has de decirnos con tanta urgencia? —inquirió Leutfrid.
—Sólo la mitad de los jinetes que acompañaban a Ingelbert ha vuelto: la emboscada de los francos fue mayor de lo esperado. Tuvieron que retirarse. Algunos fueron heridos y es probable que casi todos estén muertos, o hayan sido capturados. Ingelbert no ha regresado, ni tampoco sus primos.
Widukind miró al horizonte.
—Vuelve con los tuyos…, ¡mas llévate otro caballo! O reventarás el corazón de tu montura…
El jinete, sorprendido por la indiferencia del líder, obedeció sus órdenes. Todos pensaban que esta noticia sería importante para el duque de Wigmodia, pero su reacción los decepcionó. Al contrario de lo que creían, Widukind no apreciaba en gran medida las hazañas temerarias. Y sabía desde el principio que Ingelbert se arrojaba a una persecución de incierto destino.
Leutfrid interrogó el rostro del duque.
—No me alegra lo que oigo; sin embargo, no mataría un caballo para portar noticias tan malas —respondió Widukind.
Frodo comprendía el dolor de algunos westfalios, pues Ingelbert era un guerrero muy amado por los suyos, y valeroso como pocos. Sin embargo, la indiferencia de Widukind era un claro signo de aquello que los paganos han llamado el Ojo de Odín. Siempre creyeron que la presencia en la lucha conlleva un desprecio a la muerte, tanto propia como ajena, y esta era una cualidad indispensable en los líderes. Y Widukind podía ser el hombre más frío de la Tierra cuando se entregaba a la fatalidad y al destino incierto de la guerra. Había visto morir a muchos y muy buenos compañeros en el transcurso de tantos años. Ingelbert era diferente, ya que se trataba de un amigo de la infancia, pero el alma del duque estaba hecha de otra pasta humana, ya lo sabían. Widukind había aprendido que en la guerra el sacrificio es moneda, y nadie puede entrar en contienda sin esperar no perder nada a cambio de una eventual victoria.
Poco tiempo después, el paisaje se arrugó ante un gran bosque. Widukind, que conocía la región, ordenó a la columna que se detuviese. Mandó traer a los prisioneros. Maniatados, fueron empujados hasta su presencia.
Widukind hizo una señal y trajeron la caja: las cabezas de Hartunc el Calvo y de Carnant de Eschenbach reposaban allí.
—Soltadlos —pidió—. Os concedemos la libertad en prenda de un solo favor: portad este obsequio al Rey de los Francos. Habladle de Widukind y de Sajonia, y de las largas espadas de los Señores de la Tierra.
Aquellos hombres, que no eran más de dos docenas, se miraron sorprendidos. Algunos, ya malheridos, no irían muy lejos. Sólo cinco de ellos habían salido incólumes de la batalla y, aun así, presentaban numerosas contusiones.
—¡Marchaos! Y tened clara una cosa: lleváis las cabezas de dos comandantes en esa caja. Carlomagno os pagará bien por ella. Podéis decirle que me la robasteis, y os concederá gracia de por vida. Haced lo que queráis…
Pero aseguraos de que el cofre acaba en sus manos. El provecho que de él saquéis no me importa. Lo único que quiero es que llegue a la corte de Carlomagno.
Los presos, apoyándose unos a otros, miraron los hoscos rostros de los sajones. Dos se adelantaron para abrazar el arca. Widukind, además, les concedió algunas mulas. Todos sabían que jamás llevaría enemigos hasta las proximidades del Templo de la Espada, por encerrar esto un peligro no tolerado por los miembros de la herética orden.
—En esa dirección, hacia el suroeste, encontraréis las tierras del Reino. Donde se levantan esos árboles, hay un camino, seguidlo —ordenó el duque.
El ejército reanudó el paso, mientras aquellos cautivos avanzaban y se perdían en la distancia. El grupo entero supo con qué fin habían sido liberados, y, en general, asintieron, aunque no todos veían con buenos ojos la expulsión de los rehenes, en particular algunos sacerdotes.
Al acabar aquel día de marcha sin pausa, el ejército acampó entre los árboles después de adentrarse en una densa floresta. Las hogueras ardían en las tinieblas. Las partidas de cazadores repartían el botín arrancado al bosque. El resplandor de aquellos fuegos se elevaba tímidamente al pie de una negra techumbre.
Widukind miraba el cuerpo de su amigo, cubierto por pieles, a veces tembloroso. Se preguntaba si sobreviviría. Recordó las palabras de Remigio, y deseaba conocer su veredicto ante el destino de Sajonia, y qué nuevos planes propondría para dirigir la resistencia.