XXV

Angus deliraba. Su cuerpo estaba bañado en sudor. Cuando el duque fue a visitarlo, Thrutmanni ardía a sus espaldas. Ya había caído la noche y los fuegos de la ciudad se elevaban como una puerta del Infierno. Las hordas ostfalias y nordalbingias habían partido, separadas unas de otras. Los engerios se despedían. El ejército se desvanecía, confundido por lo sucedido.

La leyenda del wigmodio había crecido. No sólo se comentaba la victoria sobre Carlomagno, obligado a huir como una liebre dorada, sino de sus hombres de las sombras. Se decía que la Muerte en persona galopaba a su diestra, sin rostro, con el manto oscuro de la ruina ondulando a su espalda. Se hablaba de los jinetes negros y de extraños acontecimientos para los que sólo había explicaciones contradictorias. Pero había algo que estaba claro en el ideario colectivo: Widukind odiaba a Carlomagno y deseaba la libertad de los sajones tanto como la propia, y en eso, como en muchas otras cosas, él era diferente de la mayor parte de los nobles.

—¿Cuál es su futuro? —preguntó el duque, inclinándose ante su amigo.

—Incierto —respondió una mujer.

Al volverse, Widukind atisbo la figura de Sif. Su ebúrnea faz se reponía del golpe recibido en la batalla; la mitad mostraba una rojez amoratada.

—Deberíamos ver tu hombro —dijo una de aquellas mujeres amigas de la guerra, que tenía fama de curandera.

Widukind se descubrió la herida sin pestañear. Mientras la limpiaban, Frodo vino a su encuentro. También él había sufrido daños, aunque no de gravedad, en su pierna derecha.

—¡Widukind! —lo saludó.

—¿Qué ha sido del hijo de Brodo?

Se abrazaron cordialmente, como en los tiempos de su niñez.

—Ha cortado muchas cabezas, puedes estar seguro… —extendió una rebosante jarra de cerveza al sajón, que la aceptó con su siniestra y se la llevó a los labios—. Los míos me preguntan a dónde iremos.

Widukind miró al frisio. Después se fijó en la silueta negra de uno de los jinetes de Remigio. El otro, a caballo, se encorvaba detrás, recortado contra los fuegos de Thrutmanni.

Frodo, sabiendo lo que deseaba, avisó a los jinetes. Uno descabalgó, entregó las riendas a su compañero y caminó hasta la reunión.

—Siéntate con nosotros —pidió Widukind.

El monje se inclinó junto a ellos. Tras sus pliegues se ocultaba un semblante taciturno de ojos grises. Las marcas de una enfermedad hacía tiempo mal curada manchaban su piel, deformando algunas partes de su rostro. Sus manos rugosas empuñaron una jarra con agua fresca que Sif le tendió. Ya sabía que aquellos hombres de las sombras rehusaban la cerveza y cualquier otra bebida que nublase la razón. Comían y dormían en turnos, y eran de escasas palabras.

—Los hombres preguntan a dónde iremos —dijo Widukind—. Yo pregunto si este hombre, mi buen amigo Angus de Metz, puede salvarse.

Después de beber, el emisario miró a Widukind a los ojos.

—Hemos visto sus heridas. Son mortales.

Widukind esperó.

—¿No puede salvarse?

—No lo creo, pero sería bueno que muriese en paz. Es un hombre de gran fe. Podríamos llevarlo al Templo. Es el único lugar donde albergaría alguna esperanza de vida, que es muy escasa. Lo merece. Además, Widukind y sus fieles encontrarían de nuevo la Orden de la Espada.

Ahora fue Widukind quien guardó silencio, sopesando cada palabra escuchada. Tras la traición de los daneses y la inesperada victoria sobre los francos, casi todo le parecía impreciso. No quería volver al norte hasta haber finalizado gran parte de su obra. Pensó en Swanhild y en la hija de ambos, Gerswind. Las llevaría muy lejos, más allá de aquel mundo. Pero antes de regresar deseaba acabar su cometido, y tenía la oportunidad de resistir a Carlomagno y de conocer el destino final de la rebelión sajona.

—Está bien —asintió Widukind—. Frodo, reúnete con los tuyos y pregúntales si desean acompañarnos. Leutfrid, reúne a los duques westfalios: nos pondremos en marcha hacia el este. Diles que vamos a reunir un ejército y que invadiremos Austrasia de nuevo. Yo hablaré con Ulmo. ¿Dónde está Ingelbert?

—Todavía no sabemos nada de él.

—Nos moveremos al amanecer. Cuando vuelva le dirán por dónde seguirnos.

Después, Sif se ocupó de su brazo y Frodo le contó muchas anécdotas sobre aquel campo de batalla. La moral de los sajones era muy alta, y este era un hecho de gran importancia para sus planes. Hablaron de los daneses, y recordaron a Ragnar amargamente. Aislados, se preguntaban si habrían perpetrado algún otro ataque contra las costas de Austrasia. También se enteró Widukind entonces de que el marido de Magatha, la esposa que tantos quebraderos de cabeza había dado a Angus, quien había tenido que desposarla años atrás por orden de su padre, había fallecido alcanzado por una flecha franca en Thrutmanni. Se interrogó sobre las consecuencias que podría tener este hecho para su amigo, si lograba salvarse de las garras de la muerte. Era cuando menos curioso que ambos maridos casi hubiesen perecido en la misma batalla. El destino era caprichoso. Especulaban con muchas hipótesis mientras, a uno tras otro, el vapor de aquellas bebidas los seducía al sueño.

Sólo los hombres de las sombras velaban la noche alrededor, así como los inquietos sueños de Angus, a medio camino entre la vida y la muerte.