Widukind dejó que Angus fuera puesto a salvo. El sombrío emisario de Remigio se alejó empuñando su espada, y la población le abría paso enmudecida, como si se tratase de la misma Muerte, que cabalgase segando vidas por aquel campo de batalla. Escoltando a Angus y a sus portadores, formando parte del séquito que el duque de Wigmodia enviaba fuera de las fronteras de Thrutmanni, el jinete negro desapareció a sus espaldas. Sólo entonces Widukind se encaró a Hamming.
—¿Llamas traidor al que ha guiado a los sajones hasta la victoria? —gritó.
—No lo llamo traidor…, pero creo que los sacerdotes deben protegernos de la ira de los dioses —respondió aquel.
Thalbad retrocedió, mirando sombríamente a Widukind.
—¡Nadie habla de dioses! ¡Hablo de hombres! ¡Habéis enviado a la muerte a cientos de jóvenes contra esas murallas! —Widukind señaló a los heridos por quemaduras de aceite hirviendo. Muchos de ellos presentaban un aspecto lamentable—, ¡no era necesario! Has reservado a tus hombres y propiciado un asedio mortal para estas gentes que nada saben de la guerra… —continuó el sajón—, ¡bastaba con salvas de arqueros!
—Proteges a tus hombres de las sombras, Widukind… —le recriminó Hamming, sin querer discutir los argumentos del duque westfalio—. ¡Tú sabrás por qué! Pero tus hombres de las sombras llevan cruces en el pecho, ¡cruces cristianas, todos las han visto!
—¡Olvida las cruces y escucha lo que te digo, traidor! —gritó Widukind, amenazándolo con el puño izquierdo—. Muchos aquí desconocen lo que hicisteis en Patherbrunn años atrás… ¡He de recordarlo! Algunos nobles como tú pactaron convertir Sajonia en una marca del Reino. A cambio de ello, conservasteis títulos y tierras, y fueron los campesinos los que debieron soportar la dominación franca y sus cruces de fuego… ¡Fuiste tú el que consintió a los cristianos bautizar a tu gente y el pago de tributos a Carlomagno!
Hamming retrocedió, pero su lengua siguió al ataque.
—¡Es Widukind el que protege con su espada las cruces y desprecia a los dioses! —gritó, desafiante. Sus hombres ya empuñaban armas, titubeantes.
En ese momento Widukind, como alcanzado por el rayo de aquella mentira, azuzó a su cabalgadura contra Hamming y, situándose a corta distancia del ostfalio, lo increpó:
—El haber combatido a Carlomagno te salva de la muerte. ¡Márchate antes de que me arrepienta, bastardo!
Los ojos de Hamming se entornaron, cargados de odio. Sus manos vacilaron, indecisas. No tenía sentido que se matasen entre ellos, arriesgar la vida después de haber vencido. Pero sabía que lo que ahora les esperaba era la venganza de Carlomagno. Miró el cadáver del sacerdote.
—Es un mal presagio, Widukind —dijo—. Es un mal presagio. No debiste llamar bastardo a un ostfalio, pues es tu primo…
Después retrocedió y abandonó la mirada furibunda de Widukind. Sus arrugas cambiaron de lugar y trotó casi por encima de la multitud, seguido de otros jefes ostfalios, así como de numerosos jinetes.
Ya que no se había llegado a la lucha, las facciones olvidaron el rencor de sus líderes, pues el sabor de la victoria conjunta era todavía jugoso. La muerte del sacerdote, sin embargo, ensombreció la celebración.
Widukind ordenó la retirada del asedio y mandó convocar a los que sabían manejar un arco. Pidió que empuñasen los arcos francos, si era necesario. Apartó a todo hombre del alcance de las murallas. Sólo entonces ordenó nuevas salvas incendiarias. Los francos, viendo que no podían causar más bajas en los muros, se apartaron para evitar las flechas. El incendio los consumió. Escucharon el desplome de las vigas: una columna de humo trepó en el cielo. Carecían de víveres y de agua. Escucharon los lamentos de los heridos. Después se reunió con los señores de Thrutmanni y sus gentes, y de este modo les habló:
—Abandonad el lugar y no volváis a él nunca más. Prended fuego a todo después de cargar vuestros carros: huid al norte. Cuando los francos vuelvan, os culparán de lo sucedido, a todos, y para vosotros sólo habrá castigo.
No quiso atender la discusión que se inició entre aquellas gentes. Muchos deseaban quedarse en sus tierras, y defenderse de los francos. Otros querían seguir a Widukind. Las mujeres exigían marcharse con los niños al norte. Pero Widukind estaba en lo cierto y su consejo era tan sencillo como sabio: sólo había una forma de escapar a la venganza de Carlomagno, arrasarlo todo e irse por siempre jamás.