XXIII

Tras intercambiar una mirada fugaz con su entorno, el gothi empuñó un cuchillo ceremonial y asestó una puñalada en el pecho de Angus. No supo si por su experiencia a espaldas de Widukind, pero un reflejo natural obligó al sacerdote cristiano a moverse antes de pensarlo: el filo del cuchillo pasaba cortando el hábito y se hundía, sin embargo, hasta la empuñadura junto a su axila, atravesándole el hombro. El jinete negro ya había desenfundado su espada de justicia, que descendió para sorpresa de todos sobre la cabeza del adorador de Wotan. Así le reventó la bóveda que da cobijo a los humores del pensamiento. Cayó de rodillas con la hoja todavía clavada, los ojos llenos de repentina furia y el cuerpo crispado en un postrero espasmo de odínica ira. La montura del jinete negro retrocedió encabritada. Nadie habría imaginado que aquel emisario de la oscuridad, mudo y silencioso como una sombra, fuera capaz de manejar una espada larga con semejante destreza y fuerza. La montura se volvía respondiendo a las riendas con gran precisión, arañando el aire con sus patas en un defensivo piafar que velaba casi en círculo el cuerpo herido de Angus dé Metz, evitando en todo momento pisotearlo.

Widukind, a su vez, había empuñado el hacha, y sus hombres, desconcertados, lo apoyaron. El duque se interpuso cuando docenas de sajones se dispusieron a atacar al jinete negro. Las voces los amenazaron, pero la presencia del líder era un escudo protector casi mágico.

—¡Deteneos! ¡Alto! —gritó el sajón.

Sus fieles los rodearon. Los sacerdotes proferían maldiciones en el nombre de Thor y de Odín y se echaban las manos a la cabeza contemplando con horror y ojos perturbados la testa abierta del que se había convertido en líder espiritual de aquella batalla.

Hamming miraba a Widukind, lleno de sorpresa, con una extraña expresión en los ojos entornados, como quien descubre un punto débil en la armadura de un gigante.

—No son sólo los nobles ostfalios los que deben ser acusados de venerar a los falsos dioses, ¿verdad Widukind? —inquirió entonces, con una intrigante sonrisa de desaprobación—. ¡Tú quieres hacerlo!

El duque de Wigmodia se apresuró a responder.

—Los nobles ostfalios pueden ser acusados de traidores. ¡Se unieron a Carlomagno cuando éste se lo pidió en Patherbrunn! Yo defiendo la justicia. —Se volvió, hablando a los campesinos, que lo contemplaban llenos de sorpresa. El jinete negro hacía girar su cabalgadura, empuñando la espada. Había en él algo extraordinario y ominoso. Los anchos pliegues de su hábito recordaban a las alas de un cuervo, la espada era su largo y afilado pico, las patas del caballo, sus garras. Parecía un hombre de las sombras, un espíritu corporeizado que perseguía y protegía las hordas de Widukind, y su imagen había impuesto respeto y cierto miedo. Los gothis retrocedieron ante el cadáver del que se había convertido, por breve intervalo de tiempo, en su líder—. ¡Ése es mi amigo! Nadie puede intentar matar a mi amigo… sin esperar la muerte.

Tres de sus hombres tomaron a Angus entre los brazos y lo sacaron del trance.

Angus de Metz había caído casi inerte en el barro. Allí, junto al ardor de la herida que había decretado un vacío en su cuerpo, presenciaba los ojos de su verdugo, la frente desgarrada por el mandoble y la veta de sangre que manchaba la mitad de su rostro. Cerró los ojos cuando las manos lo apresaban y lo alzaban de nuevo, camino de una marcha fúnebre de la que no se consideraba digno.

—Dejadme morir… —musitaba en vano.

Después, el mundo se convirtió en un torbellino, y él daba vueltas en el centro. Los semblantes se sucedían, conocidos y desconocidos, en un baile a su alrededor. Notó el agua fría. Cortaron sus vestimentas y quedó desnudo. Y una mujer se inclinó y comprimió su pecho contra el de él. Sin miedo a la muerte, Angus rezaba y daba gracias al Cielo por decidir al fin su hora, y sintió satisfacción redentora, al haber sacrificado su vida por la verdad. Aquellos sanguinarios sacerdotes de las tinieblas sólo habían enviado a la juventud al martirio, ¿por qué callar…?

Una aguda punzada lo paralizó. La piel de oso cubrió su cuerpo. Sentía el frío de un invierno entero clavado en sus entrañas, una garra que extendía cien uñas en busca de su corazón. Su verdugo no habría errado la puñalada, ¿por qué se había defendido? Si era el designio de Dios, ¿quién era él al pretender evitar la Muerte y el Destino…? Confundido, dio la vuelta a sus pensamientos. No había sido él entonces el que se había movido, sino que el Creador lo había apartado de la fatal punzada por alguna razón… En tal caso, ¿debía luchar por su vida? Y entonces, ¿para qué? ¿Cuál era su misión en aquel ominoso mundo…?