XXII

Ingelbert llegó al poco tiempo. Su grupo de jinetes era mucho más numeroso. Al reconocerlos, se detuvieron.

—Carlomagno está demasiado lejos —le advirtió Widukind.

—¡Traigo caballos de refresco! —exclamó su amigo, excitado.

Widukind sonrió amargamente.

—Ya casi debe de estar cruzando el Rin.

—¡No me importa! —gritó Ingelbert, alegre—. Intentaremos atraparlo.

—En tal caso —le advirtió Widukind—, no olvides que ha dejado arqueros apostados a sus espadas. Si galopáis demasiado rápido, seréis como corzos ante sus cazadores. No lo hagas.

Ingelbert rezongó una maldición con desprecio, echando un vistazo al hombro de su amigo. La sangre extendía sus regueros por todo el brazo, incontenible bajo la presión de la mano que trataba de retenerla en sus vitales cubículos.

—Está bien —y tras decir aquello azuzó al caballo y galopó bosque adentro, seguido de casi un centenar de jinetes.

Widukind los vio desaparecer en pos de Carlomagno. Se puso en pie y lanzó una mirada indiferente a los arqueros, cuyos cadáveres se esparcían alrededor, entre los arbustos. Las cabezas, separadas de los cuerpos, se amontonaban no muy lejos, listas para ser arrojadas a alguna ciénaga. Uno de aquellos sacerdotes las envolvió en una manta que pronto quedó oscurecida a causa de la sangre. Montó su caballo y esperó a Widukind, que no tardó en alzarse a la grupa de su cabalgadura, la cual había vuelto tras la carrera.

Volvieron al trote. Había recorrido una larga distancia en su persecución. El bosque se aclaró y el clamor de la victoria ensordeció las praderas ahora solitarias y extensas. El paisaje alrededor de Thrutmanni era desolador: mientras se preparaban las piras funerarias de los héroes caídos en la batalla, los cuerpos de los francos fueron decapitados y saqueados. Muchos de los campesinos que habitaban la región los desnudaban y encendían hogueras para quemar sus ropas. Widukind no necesitaba prestar atención a los gritos raucos de los vencedores: sabía por experiencia que la dominación de los sajones se había llevado a cabo gracias a la traición de buena parte de la nobleza y mediante la humillación de los derechos de aquellos hombres y mujeres. No sólo habían tenido que renunciar a sus dioses y creencias, también debían renegar de la naturaleza que los había protegido durante tiempo incontable. En el nombre de Cristo, se habían cometido numerosas injusticias. El hecho de que un sajón defendiese su dogma lo apartaba de la condición humana a la cual le era concedido el beneficio de la fe cristiana así como los sacrificios del Redentor.

Pero Widukind creía conocer la verdad gracias a Remigio. Aquél le había mostrado una idea que estaba por encima de las fronteras religiosas, trazadas para provecho de unos pocos, y especialmente del clero, que empuñaba la cruz y al mismo tiempo azuzaba las espadas de los francos. Y tal verdad no dictaminaba que la voluntad de Cristo fuese diferente a la de quienes manipulaban sus evangelios con beneficio material. La venganza de los sajones estaba justificada. Los gritos de los prisioneros, el ardor de las hogueras que devoraban parte de las empalizadas de Thrutmanni y el clamor de guerra que se elevaba en el centro no perturbaron el pensamiento del líder de aquellas revueltas.

Widukind observaba su obra con impasible tranquilidad, sin quitar el paño de su hombro herido. Muchos guerreros lo rodeaban cuando entró de nuevo en la ciudadela liberada, encaminando su cabalgadura hacia el corazón en llamas. Las hordas de combatientes y campesinos armados se apartaban ante el paso de los caballos, y se vitoreaba el nombre del líder westfalio como un libertador. Widukind paseaba su mirada por los cientos de rostros desconocidos que se agolpaban alrededor para observarlo. Las manos se alzaban empuñando armas. Se gritaban bendiciones por él y sus hijos, y por sus antepasados. Los dedos lo señalaban. Las bocas susurraban a los oídos, mientras aquellos ojos se movían en busca de los suyos, que eran como de lobo. Una peligrosa y apocalíptica alegría consumía al pueblo. Al fin, llegaron.

El mismo sacerdote que lo había uncido para la guerra frente al ejército carolingio parecía gozar de un gran poder sobre muchísimos hombres y mujeres.

—Oh, Widukind… —predicó el religioso, abriendo desmesuradamente sus ojos y señalando con ambos brazos los resultados del asedio—. ¡He aquí nuevos héroes que han tratado de conquistar los muros!

Widukind se quedó mirando al sacerdote de Odín como si fuese capaz de penetrarlo y de atravesarlo. Grave, terrible y funesto fue su semblante, al interrogar:

—¿Desde cuándo los sacerdotes mandan la guerra y ordenan a los hombres qué hacer con sus armas?

Alrededor el silencio creció. Como si el asedio se hubiese quedado aislado, frente a ellos, y se celebrase una reunión fuera de aquel tiempo y lugar, tal era el poder que se concentraba en ese hombre y que giraba en torno a él como un torbellino invisible.

El clérigo hizo un extraño gesto de incomprensión, pero Widukind leyó su soberbia y contradicción, y el deseo de dominio que cobijaba en su corazón asomó a su mirada.

—¡No era necesario sacrificar más hombres! ¡Maldita rata de ciénaga! —gritó el líder, con un espasmo de ira, al ver que muchos jóvenes habían sido escaldados por el aceite hirviendo que los francos dejaban caer desde los muros de piedra.

Por su parte, los sajones habían lanzado salvas incendiarias hacia los tejados de la fortaleza y, como consecuencia de ello, vigas y techos ya ardían elevando un pírico festín diabólico. Los francos, conscientes del destino que les reservaban, habían decidido morir luchando. Los sajones, en su desenfreno, se habían enfrentado a los muros y a los insultos de los francos, exponiéndose a sus tácticas defensivas.

—¿Por qué? —inquirió el sajón al círculo de jefes y sacerdotes que había incitado al asedio. Y lo hacía cual padre que regaña a sus hijos, también a modo de hidalgo que increpa a sus siervos—. ¡Bastaba con alejarse de la fortaleza y dejarlos morir de hambre! Desperdiciar vidas no es bueno en la guerra… ¿Creéis que esto es un juego? —Miró furioso al sacerdote e inquirió—: ¿Quién eres tú para dar órdenes en mi guerra? —y al formular esta pregunta se aproximó, lleno de violencia como si él mismo fuese un ejército entero capaz de aplastar toda la Tierra hasta los confines del mundo.

Y Dios sabe, si existe, que aquellos hombres lo temieron como se teme al rayo en campo abierto, como se teme a la tempestad en el mar.

Los jefes guardaron sepulcral silencio. Widukind se dio cuenta de que algunos de los señores de Ostfalia estaban allí presentes. Hamming se acercó, rodeado de una mayoría de los suyos.

—¡Widukind! —gritó—, ¡he aquí el final de la guerra!

—He aquí una carnicería inútil de jóvenes wigmodios —respondió el duque con inmediato sarcasmo.

Angus, que tiraba de las riendas de su mula, asistía mudo al parlamento, mas su corazón latía, por vez primera en larguísimos años, al mismo son que el de su alumno, amigo y señor. En busca de la masacre, esos jefes sin experiencia habían lanzado a los locos y temerarios jóvenes a un sufrimiento irreparable. Resultaba triste ver a muchos de ellos con medio cuerpo quemado. Sus gritos y desvaríos invadían el silencio de aquel parlamento. Uno de los emisarios de Remigio aguardaba junto a Angus, curvo sobre la gran cabalgadura negra, que espantaba las moscas con la cola, indiferente a todo.

Los ojos de Widukind se cruzaron con los de su amigo, que se fijaba ahora en el hombro herido. Angus, como en otras ocasiones de su vida y sin saber muy bien qué extraña fuerza lo obligaba a pronunciarse, rompió el silencio de los poderosos y sanguinarios jefes y sacerdotes de esa potencia rebelde, cometiendo un gran sacrilegio entre esas gentes paganas:

—¡Se lo advertí, Widukind…! Los conminé… Les pedí que cesasen por lo inútil de tal acción.

El círculo de jefes y gothis miró a Angus de Metz. Éste deseó entonces no haber tenido lengua, o habérsela tragado antes de hablar, pues abundantes serían las consecuencias que este acto del corazón traería sobre sus vidas, alterando su curso de manera misteriosa.

—Sólo dije que era mejor esperar a Widukind… Los jóvenes no saben lo que hacen, y fueron aventados contra los muros como una paja que arrastra el viento… ¡pero ellos no saben defenderse…!

Angus se inclinó de nuevo, tratando de desaparecer bajo los pliegues de su capucha. Como en un acto impremeditado, no pudo evitar reunir sus manos en rezo de piedad; sin embargo, se arrepintió de ello rápidamente, aunque ya todos habían visto el gesto. Después sintió una extraña fortaleza y alzó el rostro por encima de aquella confusión impía, y miró hacia lo alto, donde sus ojos escrutaron las pesadas nubes que ocultaban la prístina claridad del Reino de los Cielos.

El sacerdote de Odín dio unos pasos frente a Angus. Se detuvo firmemente. Angus observó la humedad goteando en aquel semblante de arrugas bien surcadas. Los párpados no se movían, y se posaba en los ojos azules una sombra perturbadora que lo amedrentó. Luego, el sacerdote miró a Widukind, transfigurado.

—No debiste hacerlo —insistió Widukind, sin piedad alguna.

El sacerdote, con un rápido movimiento como un zarpazo de su diestra, apartó los pliegues del hábito harapiento de Angus y descubrió la cruz de madera. Angus, asustado, se llevó las manos al pecho y aferró el símbolo benedictino imagen de la humildad carente de ornamento, con la que había recorrido tortuosamente la faz de la Tierra durante todos aquellos años, pues la conservaba desde que sus inicios de novicio en el monasterio de Metz.

El religioso, que al mismo tiempo era un formidable guerrero, permaneció mirando los ojos de Angus, hasta que el terror desapareció de ellos para dar paso a una extraña calma. Junto a Angus, el emisario de Remigio aguardaba. Era un jinete negro. Una sombra encapuchada, inmóvil, contra el cielo nublado.