XIX

Widukind había caminado sin pausa junto a la antorcha del guía. Se volvió y miró sus propias huellas en el barro: la tierra se afirmaba. Tomó las riendas y fue el primero en montar su cabalgadura. Docenas de jinetes lo imitaron al llegar a aquel terreno. Las teas avanzaron ahora más rápidamente. El resplandor del día descendió, fundiéndose con la neblina que cercaba los pantanos de la muerte. Los troncos de unos árboles caídos emergieron en la bruma.

Widukind se detuvo y esperó a los demás.

Al cabo de poco tiempo, docenas de caballos mugían en el vaho de este paraje. Los graznidos de unas aves ominosas los saludaban, poniendo su acento en la soledad del lugar. Por delante se levantaba un bosque muerto cuyas columnas, tatuadas con podridos muñones de ramas, trataban de retener aquella indecisa y errante incertidumbre gris.

A una señal de Widukind, Willehar supo que el ejército debía reunirse. El sajón trotó bosque adentro, donde una sombra se arrodillaba al pie de uno de aquellos árboles. Se aproximó al gothi. Éste elevó el rostro y Willehar pudo leer la ira que contenían sus ojos, una ira que deseaba la extinción del cristianismo.

—No estamos muy lejos —dijo el sacerdote, tras apresar un puñado de tierra en sus manos—. Conozco este lugar. Desde aquí podemos seguir como a vuelo de pájaro hasta la pradera que rodea Thrutmanni.

Widukind, una sombra contra la palidez azulada de la niebla, escrutaba el bosque. Manadas de lobos aullaban no muy lejos del páramo.

—No podemos aguardar —aseguró, mirando con inquietud las hileras de sajones, que poco a poco iban saliendo de la niebla.

Retrocedió para contar los jinetes. El grupo aumentaba rápidamente. En cuanto bestias y hombres se daban cuenta de que el peligro de las ciénagas había acabado, se movían con soltura. Las rutas eran seguras, y las hileras se desplazaban sin miedo al amparo del bosque muerto.

—Adelante —ordenó Widukind a los nobles al montar su caballo.

Y la comitiva se puso en marcha. Avanzando lentamente, cruzaron la negra floresta hasta que el terreno se volvió más sólido y los grandes fresnos extendieron una frondosa bóveda sobre sus cabezas. Apenas había maleza que prosperase a su sombra. Tras una corta distancia, los árboles mostraron el abrigo de una última barrera, antes de desembocar en una pradera gris.

La niebla se había detenido, como a la espera de un acto terrible. Widukind suplicaba al cielo y a todos los dioses que la niebla persistiese. Alzó la mano y se detuvo. Allí aguardaron la reunión del resto del ejército rebelde.

En retaguardia, Angus entendió que la travesía de las ciénagas había finalizado. Los hombres comenzaron a correr, y un confuso rumor de batalla los excitó a pesar del silencio. Se susurraba el nombre del dios tenebroso y lo invocaban. Ahora decían que la niebla era un regalo, y que Thrutmanni esperaba no muy lejos. Miles de guerreros se movían en silencio segando aquel bosque muerto antes de adentrarse en la densa selva de fresnos. Luego vino el musgo y la alfombra de la arboleda, y allí la gran horda ya estaba reunida al amparo de la última barrera.

Al trote de su mula, Angus se quedó en la retaguardia. Como cazadores que acosan a las bestias, el grupo se ordenaba de nuevo. Los heridos se quedarían allí, pero los arqueros irían en pos de los batallones de infantería, rodeados por los jinetes.

Poco después, la viviente amenaza se puso en movimiento. Angus vio cómo el contingente entraba en la bruma de los campos, desapareciendo en ella.

—¿Está muy lejos? —preguntó a uno de aquellos hombres, que hizo un gesto de desconocimiento, pues era de otra región. Y así, sin más fe que la confianza ciega en sus líderes, los sajones se introducían en aquella niebla en busca de la cabeza de Carlomagno.

Widukind no dio la orden hasta que sus fuerzas no se dispusieron. Se hizo reparto de flechas. Se habían confeccionado al menos treinta escalas y varios cientos de picas largas, estacas y lanzas de diversa longitud, mientras esperaban al resto de la horda: todo este armamento ahora se preparaba para un asalto sorpresivo.

El duque miró a los nobles y dio la orden con su espada. Los caballos permanecieron atrás. Para evitar que las bestias los delatasen, y, dado lo inútil de su uso durante la toma de la fortaleza franca, Widukind prefirió que esperasen. La horda entera se detuvo en la niebla. Tal y como había planeado, y siempre dejándose llevar por los guías, encabezó una primera oleada con sus mejores hombres. Otearon la niebla a diestro y siniestro, hasta que en el suelo apareció la marca del camino. Esa senda de hierba pisada evidenciaba el paso de un pesado ejército todo alrededor. Además, la parte más despejada del mismo mostraba la huella de las ruedas bajo el peso de cargas. La hierba estaba muy batida en su entorno.

—Éste es el camino —dijo el guía, y al decir aquello y mirar el cielo, eligió la dirección señalándola con su mano derecha—. Allí están las puertas de Thrutmanni.

Widukind asintió. Dando un rodeo, Leutfrid y Willehar retrocedieron para guiar la horda. La niebla seguía tan espesa como antes y la mañana seguía ocultándose detrás de ella.

Al poco, Widukind empuñó el hacha con la que había repartido tanta muerte durante la anterior batalla y la alzó en silencio. Después echó a caminar decidida y rápidamente.

Y la horda al fin se puso en marcha, sin el menor ruido. Widukind empezó a correr. Así, poco a poco, aumentaron su paso hasta que las murallas se desvelaron ante sus ojos. Un muro de estacas emergió de la bruma. Cuando los francos los vieron ya era demasiado tarde: las primeras filas profirieron el grito de guerra y el oleaje de Sajonia rompió a los pies de la empalizada.