XVIII

La mano de Angus cedió, lánguida e inconsciente.

Sus párpados se entornaron, pesados, cuando una de aquellas noctívagas luces prosperó y avanzó como el espíritu del tiempo sobre las aguas. No podía ser humana la forma que la empujaba, pues se deslizaba traída por el viento. Angus se irguió, lleno de terror. La luz pasó junto a él, consumiéndose en una fantasmagoría verdosa a cuya espalda iba unida una sombra cargada de alas, garras y colmillos. Al reclinarse de nuevo en el herbazal, la cabeza del monje, sin embargo, descendió en un vacío, como si una mano traidora hubiese retirado esa almohada de tierra, y se hundió pesadamente en el agua.

Incapaz de detener su propio hundimiento, vio la oscuridad de la noche a través de la sucia superficie líquida que había traspasado. Creyó ver cientos de piernas que caminaban junto a él. Trató de gritar pidiendo auxilio, pero se deslizaron una a una y se alejaron. Después se volvió sobre sí mismo con gran esfuerzo y entendió que bajo las aguas se extendía un cieno de pergaminos podridos, como si todas las bibliotecas de la iluminada Italia hubiesen vaciado sus preciosos rollos y códices en aquel hediondo cementerio de barro. Los signos de las páginas se deshacían en el agua. Las capitales se retorcían, convirtiéndose en letras diabólicas; los párrafos se licuaban, alternando el orden de sus sujetos, y los pergaminos se fundían en una pasta inmunda y negruzca. Se dio cuenta entonces de que en medio de tanta sabiduría corrupta y en descomposición había una voz que lo llamaba, y la voz procedía de un gran códice que se sumergía lentamente delante de él.

Sin saber por qué, quiso rescatarlo llevado por un instinto protector, pues parecía ser la única gota de verdad en ese mar de mentiras. En sus páginas, las letras no se habían fundido unas en otras para componer lenguas inexistentes y diabólicas, sino que permanecían intactas.

Extendió sus manos y entró en la profunda sima: el libro seguía descendiendo hacia acuívomas tinieblas. Si desapareciese, ¡nadie podría leerlo! ¿Cuántos habrían deseado que esto sucediese? ¿Quiénes? ¿Y por qué? Todo lo que contenía se extinguiría para siempre y sólo sobreviviría la muda pasta de papel y el barro cargado de mentiras que lo rodeaba. Comprendió que sólo lo obtendría a cambio de su propia vida, y no encontró sentido al trueque. Fue entonces cuando a la negra hondura, por debajo de la silueta del códice, le crecieron largas patas, como vivas en las hojas de un inmenso bestiario que se desplegase. Y la tintura de estos libros, ya disuelta en una noche sin tiempo, se trocó en araña gigante: sus palpos agudos y afilados treparon hasta sus hábitos y los racimos de ojos brillaron como el fruto de la zarza, desvelando un destello de horror. Las tenazas de sus mandíbulas se abrieron y devoraron el libro, al tiempo que sus garfios rodearon el cuerpo de Angus.

—Las arañas de la ignorancia tejen sus telas alrededor de los códices en aquellas bibliotecas donde los abades comen mucho y leen poco…

—¡Hombre de las sombras!

El recuerdo de su maestro, Bernardo de Mortrand, todavía secuestraba la imaginación de Angus.

Pues el sueño se había resuelto de la siguiente manera: cuando la araña ya iba a cortarle las piernas, ésta se apartaba barrida por una mano de gigante, la mano tanteaba unos libros, después empuñaba con gran amor un tomo y se lo mostraba a un rostro bien conocido, dueño de aquellas manos: el de su maestro Bernardo.

Después, uno de los pasillos de la oscura biblioteca de Metz se esfumaba para mostrar el semblante de aquel anciano sajón que tan estoicas palabras había pronunciado durante el viaje.

—¡Despierta, hombre de las sombras!

Volvió a sentir el húmedo frío. Las manos, sumergidas. Atrapado en aquella pesadilla, se había apartado de las matas de hierba y apenas había metido sus dedos en el blando, hediondo limo de la charca.

Los hombres musitaban en pie. Su mula, al lado, montaba guardia.

—La niebla se va a otra parte, nos ponemos en camino.

Todavía aturdido por las visiones de su sueño, Angus se puso en pie y tomó las riendas de la mula, acariciando sus orejas. Se incorporó a la marcha, y siguió avanzando en medio de la foscura.

Al parecer, habían permanecido detenidos muy poco tiempo. Las antorchas de los guías eran más claras a lo lejos. Aclaraba sobre una vagarosa calígine, un resplandor sin vida, como de hueso, creciente al este, hacia donde ahora se dirigían. Así, los fuegos fatuos titilaban desvaneciéndose en las entrañas de una sombra por encima de la cual se asomaba la esperanza de un nuevo día.