Se escuchaban aullidos fantasmales procedentes de una oscuridad remota. Apenas el ocaso se consumía en una franja violácea, insinuando el perfil de negras quebradas abandonadas en el oeste, cuando una niebla blanquecina reptó hacia los vagabundos.
—El espíritu de los muertos —decían en voz baja quienes conocían la región.
Muchos de aquellos paganos lamentaban no poder detenerse y encender fuego para hacer sacrificios a los dioses.
Uno de estos compañeros desconocidos explicaba a los otros la importancia del lugar.
—Muchos muertos se arrastran bajo las ciénagas, casi todos ellos decapitados, buscando sus cabezas…
—¿Y sus cabezas? —preguntó otro sajón más joven, detrás de Angus.
—Sus cabezas están por ahí, y desvelan el futuro a los que se atreven a apostar contra ellos por su vida.
Angus sabía por experiencia que los juicios de los sajones podían acabar con la decapitación de un traidor, de un asesino, o de un violador. También sabía que los cuerpos de los criminales no eran incinerados, pues se les negaba este honor. Tampoco se les daba, como pudiera esperarse, sepultura: se les arrojaba a las ciénagas más próximas. Por esa razón, los sajones evitaban aquella vasta región, y ofrecía cierta frontera frente a Austrasia, dado que los ejércitos francos nunca se atrevían a cruzarla, por ser un terreno baldío y muy poco apto para sus pesados contingentes.
—Casi todos los cuerpos de los ajusticiados huyen a estas ciénagas… Es un reino de muertos sin honor —explicó el sajón.
Angus imaginó que se hallaba ante una especie de bárbaro purgatorio, o un limbo en la Tierra.
Al elevar el rostro, vio cómo la hilera de antorchas parpadeaba esfumándose en una densa neblina. Poco tiempo después, ya casi no eran capaces de distinguir las siluetas de sus compañeros, y empezó a percibir otras luces. Además de los resplandores difuminados y rojos, cuyas líneas se extinguían no muy lejos, más cerca de ellos comenzaron a refulgir pálidas luminarias, amarillas y verdosas. Raquíticas antorchas que ardían levemente. Al presenciar este fenómeno, los hombres guardaron un silencio de muerte alrededor.
Finalmente, la niebla se hizo tan espesa que la hilera de teas se rompió. Fue en ese momento, quizá el más negro de la noche, cuando la columna se detuvo, incapaz ya de avanzar. Escucharon gritos adelante.
—¡No os mováis! —ordenó aquel robusto anciano que cargaba con un martillo y un hacha—. ¡No deis un solo paso más!
Obedecieron, carcomidos por la humedad. Al poco, una de las antorchas se desplazó hasta ellos.
—Han errado el camino y varios caballos se han hundido en la ciénaga.
—¡Los elfos negros! —murmuraban los más viejos ominosamente—. Malditos hijos de Loki… ¡Quieren confundir el camino!
—Habladme de ellos —pidió Angus, siempre interesado en las deidades paganas. Había oído hablar de los elfos de fuego, pues era muy habitual que los herreros y los orfebres los mencionasen, pero los relatos que versaban sobre los elfos negros resultaban contradictorios.
—Deidades de la oscuridad, habitan a las puertas de los infiernos, pues son sus guardianes —explicó una voz detrás de él. Al volverse, el resplandor de la entorcha, empuñada en lo alto, iluminaba la mitad de una faz temible. No era otro sino aquel sacerdote desconocido que había uncido a Widukind antes de la batalla—. Deidades sin rostro, o con muchos, los elfos negros encienden fuegos para confundir a los hombres en las ciénagas de los muertos y así conducirlos a los pozos sin fondo, y dejar que los que vagan en el barro los ahoguen con sus blandas y cortezosas manos. Se dice que sólo los de poca fe caen en la tentación de sus luces…, de modo que tendrás que llevar cuidado, hombre de las sombras —y al decir aquello sus ojos se entornaron ligeramente. Angus se dio cuenta de que conocía su historia, y quiso desaparecer en el camino como si se derritiese en oscuridad a cada paso.
El sacerdote avanzó levantando la tea, cual faro a cuyo alrededor las garras de niebla se enroscaban, mientras se alejaba a largos trancos.
Las bestias se serenaron. Angus se echó sobre unas matas de hierba. Se envolvió en su sucia manta, tratando de protegerse de la gelidez mortal. En la quietud que aquel círculo de hombres velaba, a veces se escuchaban tañidos lejanos de trompas, toques de victoria, llamadas que respondían al distante aullido de los lobos.
Luego llegó un silencio absoluto. Los fulgores se acercaron, pálidos como antorchas sostenidas por manos invisibles, farolillos cuyas llamas amarillas quemaban un aceite maligno. Mientras las fuegos fatuos iban y venían, Angus reclinó su cabeza, sin dejar de acariciar la pata de su mula, que también parecía, como el resto de las cabalgaduras, paralizada por un temor sobrenatural.