XVI

A pesar de las diferencias, los westfalios se pusieron en marcha hacia Thrutmanni. Hamming y los demás jefes ostfalios vacilaron. La encrucijada estaba ante ellos. Angus, sobre una humilde mula, asistió a la discusión que los dividía.

—¿Las ciénagas? —inquirió Hamming.

Gunzo y otros ostfalios guardaron silencio frente a las miradas atentas de los duques westfalios. Algunos, no obstante, dudaban de la dirección elegida.

—Si queremos cortar el paso del ejército en retirada, tenemos que llegar a tiempo —dijo Willehar—. Las ciénagas son una ruta difícil, pero nos evitará un camino demasiado largo. Es la única forma de sorprenderlos en Thrutmanni.

Hamming sabía que eso significaba introducir sus hordas rebeldes en el sur del territorio westfalio y en las proximidades de las fronteras de Austrasia.

—No me parece la mejor solución para los caballos…

—¿Prefieres ir solo? —inquirió de pronto Widukind.

Cada vez menos amigo de las palabras, se acercó a un joven que cabalgaba a sus espaldas y descolgó un gran cuerno de plata con el que convocaba a los clanes. Era el mejor de todos los que habían escuchado, y emitía una llamada característica. Se llevó el cuerno a los labios y trotó hasta lo alto del montículo verde. Una vez allí, desde donde las hordas en marcha tras él podían verlo, tocó a rebato como si fuese a organizarse una emboscada.

Los hombres despertaron de su letargo y se miraron los unos a los otros, en busca de respuestas. Otearon por encima de las cabezas, esperando descubrir largas filas de un ejército enemigo en el horizonte del oeste o en los bosquecillos del este. Pero no vieron nada.

Sin embargo, Widukind gritó a los heraldos:

—¡Carlomagno huye! Huye detrás de esas colinas. No está muy lejos. ¡Va hacia Thrutmanni! ¿Quién me seguirá para cortar su cabeza? ¿Quién? ¿Quién atravesará las ciénagas guiando por las riendas a sus caballos?

Mientras sus preguntas eran repetidas por otras voces, el clamor crecía entre las hordas. Ostfalios, frisios, nordalbingios y westfalios respondían a su líder con unanimidad. Así, la animosidad que precede a las batallas se extendió, alimentada por el rencor de todos aquellos miles de campesinos contra la dominación franca. Después de haber disfrutado y sufrido la victoria, el ardor de sus corazones les pedía seguir adelante y luchar por la prometida libertad.

Cuando Hamming se volvió hacia las hordas, como otros señores, se encontró con la turba de hombres que levantaban sus scramasax. Hasta los heridos lo hacían. Gunzo miró a Hamming y se sintió impotente. Ya no había forma de ejercer poder sobre aquellos hombres. Sólo podían ir tras los pasos de Widukind, y éste les enseñaba lo inútil de sus pretensiones. Frodo sonreía junto a Leutfrid, y con esa misma sonrisa respondió a las miradas de los nobles que esperaban retirarse a tiempo.

—Esas ciénagas, ¿son acaso muy extensas? —preguntó Angus a un viejo campesino de robusto pecho.

—Cambian de sitio por este territorio, pero no son demasiado amplias. Lo peor son los malos espíritus que en ellas habitan…

El monje miró hacia el sur. Las hordas se fragmentaban en cinco largas hileras que serpenteaban, encontrándose y alejándose, según sus guías tuviesen que sortear vastas y blandas charcas. El ocaso arrojaba su luz sobre el paisaje de tal modo que todas aquellas formas semejaban sangrantes cicatrices abiertas en la superficie de la Tierra. Angus tuvo la sensación de que se adentraban en un nuevo y ominoso reino.

Su jumento trastabilló en dos ocasiones. A la tercera, sin embargo, las patas delanteras fueron a hundirse en un charco bajo el cual el lodo era demasiado blando. Desesperada, la bestia comenzó a rebuznar mientras su cabeza entraba en el sucio cieno, incapaz de escapar de la succión. Varios de aquellos campesinos acudieron en su auxilio sin éxito. Al resultar insuficientes para extraer la cabeza del animal, a éste le entraba el pánico, y era más difícil rescatarlo.

Angus se inclinó, tratando de socorrerlo desesperadamente. Cayó de bruces en el fango y también él fue víctima de esta trampa natural. Una cuerda, deslizada bajo el pecho de la mula, fue tensada a ambos lados. Doce hombres tiraron y el asno salió del trance rebuznando y piafando. Angus se agarró a la cuerda y fue izado. Una vez en la zona más firme, se unió a ellos. Su bestia se había salvado por poco de una muerte segura.

Angus se sentó en el barro, exhausto, mirando al animal, y se sintió satisfecho de haberlo salvado. Después se inclinó sobre la cabeza de la atemorizada bestia y retiró parte del cieno que ensuciaba sus ojos y sus orejas. Tomó la rienda y lo obligó a avanzar siguiendo la hilera, hasta que, en las inmediaciones de una charca más limpia, tomó un cuenco con agua y aclaró sus propios hábitos como mejor pudo, y quitó el fango cuarteado que se secaba en el pelo de la mula.

Miró por encima: las filas se alejaban y el rojo desaparecía. La noche volvía a caer con su velo de muerte. Las aguas se prolongaban en todas direcciones como un laberinto cárdeno. Tiró de las riendas y se incorporó a la marcha.