XV

A la mañana siguiente, el sol ardía como un carro de oro; un telar de nubes era tensado por el viento del oeste.

Angus apartó la manta con la que se había protegido del frío. Al abrir los ojos y contemplar el cielo, se santiguó con la esperanza de que el buen Creador viniese en su auxilio. Los largos días que habían preludiado la sangrienta batalla y la posterior cabalgata nocturna parecían sólo parte de una pesadilla que se esfumaría, como el vapor que flotaba en los bosques, a medida que la poderosa lumbre del sol elevase su corona de rayos sobre la Tierra.

Al inclinarse y mirar alrededor, descubrió el gran movimiento que ya ocupaba el campamento. Caminó hasta el fuego en el que calentaban agua para el refrigerio. Las mujeres untaban mantequilla en piezas de carne. Los cazadores hicieron su trabajo desde las últimas horas de la noche; conejos y ciervos que habían sido abatidos por sus flechas ya esperaban su turno para ser guisados o espetados a la brasa. Los martillos golpeaban la carne del hierro. Barras ardientes llagaban con su fulgor las tinieblas.

Widukind daba cuenta de la comida, cuando varios jinetes desmontaron próximos a las hogueras.

Uno de ellos era Willehar. Sus largos cabellos rubios estaban trenzados en una larga coleta. Se inclinó sobre la fogata en busca de un pedazo de carne, tras saludar silenciosamente a quienes lo miraban con curiosidad.

—¿Cómo ha ido la cacería?

—Tardía —respondió Willehar, mientras sus hombres desataban los nudos de las cuerdas con las que arrastraban las piezas de cazas capturadas en el camino—. Ya de vuelta, dimos muerte a esos corzos…

—¡Sean bienvenidos a mis brasas! —saludó uno de aquellos guerreros, que se ocupaba del fuego.

Acudiendo con más leña, Leutfrid inquirió lo que todos esperaban saber.

—No fuiste en busca de corzos anoche, Willehar.

Widukind miró a Willehar, mientras arrancaba la pata de un conejo asado, apartando las especias con las que había sido condimentado. En una olla en el centro, uno de los gothis había dejado el jugo del asado, donde los guerreros mojaban su sustento.

—Habríamos preferido ver la cabeza de Carlomagno colgando de tus caballos, en lugar de esos corzos —dijo el duque.

—¡Sin duda los corzos saben mejor! —se burló un sajón herido en el brazo derecho.

Los que lo escucharon se rieron.

Angus se aproximó al banquete para echar mano de la carne. Sentía de pronto un vacío en el estómago.

—¿Qué nos cuentas del rey? —preguntó al fin Widukind.

—Seguimos su huella por el mar de hierba, pero sus caballos corrían rápido —respondió Willehar—. Has de saber, Widukind, que cuando al fin divisamos el ejército en retirada Carlomagno ya no estaba allí.

—¡Ha volado como una paloma miedosa! —se burló otro al escucharlos.

—Lo que encontramos fue tropas en formación de retirada que recorrían rápidamente la distancia que las separaba de las fortificaciones de Westfalia, y se dirigían hacia las empalizadas de Thrutmanni.

—La mejor defensa en el sur. Van hacia la frontera —dedujo Ulmo, a la derecha de Widukind.

Willehar siguió.

—No creo que se detengan hasta reforzar su ejército y, en cuanto a Carlomagno, no parará hasta que no pise al Reino.

Widukind se quedó pensativo, imaginando el siguiente paso.