Widukind alzó la antorcha y miró al mutilado. La actitud de aquel hombre era tan heroica y llena de honor, que todos los señores de Sajonia musitaron el nombre del dios supremo de las tinieblas al contemplar su bravía.
—¡Widukind! —saludó, y alzó el brazo con los tres dedos de la mano abiertos.
Widukind subió a la pira y tomó aquella mano cauterizada por los hierros candentes. Un espasmo de dolor cruzó el rostro del guerrero, y Widukind lo miró a los ojos largamente. Después la tensión abandonó aquella mano. La despedida había llegado a su fin. El duque se inclinó y retiró el tronco sobre el que el hombre había reposado su cabeza y le ayudó a levantarse. Los ojos se clavaron en el cielo, a donde trepaba una humareda en la que las favilas de otras hogueras se confundían con las luminarias, esparcidas entre nubes errantes.
Widukind retrocedió y empuñó el hacha. Miró a la hija. Ésta devolvió una mirada llena de valor al duque. Widukind, para sombro de Angus, retrocedió y prendió fuego a la hornija. Vino al tiempo que las llamas, posiblemente humedecidas más de lo habitual para evitar un largo sufrimiento a aquel hombre. Se alzaban como un solo demonio y envolvían todo el cuerpo del guerrero. Widukind apreció un temblor de contención antes de que la antorcha humana elevase su propio clamor y el fuego se levantase con la ambición que caracteriza a los demonios.
Angus admiró la incineración, persignándose secretamente mientras rezaba un Credo para sus adentros. Pero al levantar el rostro y contemplar el gran fogonazo, tuvo la impresión que ciertas formas diabólicas emergían en el pecho de las llamas, pares de ojos que cambiaban de sitio y trepaban unos alrededor de otros antes de desvanecerse en una conflagración terrible, y se preguntó si aquellos demonios paganos, que sajones y daneses llamaban los ylfen, los elfos de fuego, habían visitado el pecaminoso sacrificio con el que los sacerdotes de las tinieblas reducían a ceniza los cuerpos de los caídos en la batalla.
Después, los señores de aquel ejército rebelde montaron sus caballos y abandonaron la humeante cumbre en busca del sureste. Angus montó una mula y siguió el paso de la cabalgata, mientras los supervivientes cargaban a hombros con las parihuelas de los heridos. Dirigiéndose a un gran bosque, la marcha de los sajones avanzó al tiempo que la luna emergía entre las copas embrujadas de los árboles. Las nubes de tormenta se arrastraban hacia el norte como un manto de espíritus atormentados a los que se les hubiese negado la entrada al reino de los cielos. Angus, tras las monturas de los emisarios de Remigio el Piadoso, aquellos monjes negros armados con espadas sobre sus hábitos talares, rememoraba los recuerdos de esta terrible batalla, y se preguntaba cuáles serían las fatales consecuencias que traería. No creía en la debilidad de Carlomagno, pero la humillante derrota portaría un castigo sin precedentes sobre aquellas gentes. La guerra sin fin se prolongaba hacia el incierto horizonte del futuro, y, al mirar alrededor, el bosque negro quiso huir por vez primera a sus tinieblas y morar en paz con las bestias de Dios.
Al anochecer,
Atruena el torrente
De los bosques
La pesada respiración.
El cielo, por enjambres
De aves sobrevolado,
Se aleja, y se rompe
La costa bajo el fulgor
De las estrellas…
La tierra dominan
Poderes sin nombre,
Y éstos se adueñan
Del destino de quien sufre
Y se apiada, tomando
En su garra de hierro
El corazón de los pueblos.
Huye la luna
Y le habla el mar:
«Deben los torrentes
Buscar su propio camino.
De mi vendrá un horror
Coronado por soles enfermos».
Ebrio el crepúsculo,
Incontables se abren
Las rosas efables
De los Cinco Mundos
Y sus ríos de sangre,
Que manan por el cielo
En negras aguas
De noche y miedo.
Al cabo de largas horas de marcha, la luna, hechizada, encendida como el ruedo de un horno, había girado entre nubes de hierro. Hacía tiempo que los jinetes esperaban al resto de esta gran tropa que iba a pie. Las hogueras atestiguaban la celebración de un banquete que continuaría hasta las primeras horas de la mañana. Se asaban las reservas de carne, y muchos de los caballos heridos habían sido sacrificados y convertidos en sustento.
Widukind se sentó junto a los monjes, apartado de los círculos de los jefes. Los emisarios de Remigio se reunieron con el líder, vigilados por los gothis de Odín.
—¿Cuál es la palabra de los hermanos de la espada? —preguntó Widukind, quien pidió a Angus que se sentase junto a él.
Tras hacerlo, Angus miró los rostros grises de los herejes. Uno de ellos, el más viejo de los dos, habló al duque.
—Widukind ha vencido a Carlomagno al fin en el campo de batalla, bendita sea la espada que ha empuñado el sajón —anunció—. Ahora Carlomagno se ha retirado en busca de sus posiciones fortificadas en el corazón de Sajonia. ¿Qué hará el duque?
Widukind escrutó las sombras, pensativo.
—Sin el apoyo de los daneses, esta victoria no tiene el mismo valor, pero es el momento de dirigirse hacia el corazón de Sajonia y propiciar el levantamiento de nuevo.
El monje extrajo una botella y escanció vino en cuatro cuencos.
—Alabado sea el Señor.