XIII

Carnant me suplicó que perdonase su vida —dijo Widukind—. Me juró que llevaría cualquier mensaje a Carlomagno en favor de mi perdón. Habría hecho esto por salvar la vida, y a cambio de la muerte de sus propios hombres…

El duque miró las sombras del este, donde el dragón de la noche ascendía en silencioso vuelo, envolviendo las esferas del cielo y el cansancio del firmamento.

—Estoy seguro de que Hartunc habría hecho lo mismo… Ahora les dejaremos cumplir su palabra: todo lo que tienen que decir a Carlomagno de nuestra parte está en sus bocas —miró con curiosidad el rostro pasmado de Carnant, inclinado sobre los restos hacheados que colgaban por su cuello a modo de infame pedestal—. Prepararemos una caja y estos hombres la portarán hasta las manos de Carlomagno, para que él mismo la abra y escuche las palabras de sus cancilleres…

Los duques rieron alrededor, apreciando la suprema indiferencia que se posaba en el rostro del líder sajón al pronunciar esas palabras. Widukind se volvió en busca de las piras funerarias. Aquel gothi que lo había uncido avanzó entre los hombres-cuervo, cuyas hogueras seguían humeando a lo largo de la cumbre, más allá de las piras, y colocó un caldero alargado a los pies de Widukind. Después retrocedió. Los jefes admiraban la escena en silencio.

Widukind se asomó lentamente sobre el caldero. No descubrió su propia imagen reflejada en el agua, sino un negro agujero sin fondo desde donde ascendía un ser desconocido. Sus ojos se volvieron, curiosos, hacia aquella profundidad, y se inclinó hasta arrodillarse ante el bacín. Luego hundió sus manos en el agua, llenó sus palmas y cerró los ojos. Echó la claridad sobre su rostro y lavó las facciones. Tomó más agua. Sintió un frescor de hielo en párpados y frente, y se restregó sienes y cabellos. La máscara roja se deshizo rápidamente y las manchas de sangre permanecieron surcando su faz. Sólo entonces empezó a distinguir, a medida que la superficie del agua se aquietaba, su propio rostro reflejado en ella.

Se levantó, mirándose a los ojos. Después se volvió hacia el sacerdote.

—Los muertos han de regresar a las salas de la guerra —dijo.

Angus había asistido como muda sombra a aquella escena pagana. Del mismo modo que Widukind no parecía haberlo distinguido mientras había ido cubierto por la máscara de sangre, ahora su mirada lo había visitado, escrutando los pliegues con los que el descarriado siervo de Dios se cubría.

El séquito de los señores sajones siguió en silencio a Widukind y a los sacerdotes. Quien tanto poder parecía haber adquirido, habiendo seducido al duque a ese ritual oscuro y pagano que jugaba con las sombras de sus tenebrosos dioses, encendió una antorcha que puso en las manos del héroe. Widukind tuvo el honor de prender, una a una, las piras funerarias. Empapada con algún aceite, la hornija ardía vorazmente contagiando su llama a los troncos. Poco después, una gran columna de fuego ardía para devorar el cuerpo. Siguiendo este ritual, en la creencia de que las almas de aquellos hombres entrarían en los salones del paraíso odínico, las hogueras ardieron en larga sucesión. Widukind vio cómo su joven amigo Welf desaparecía en la pira, consumido por los elfos de Loki. Eran cientos los que habían muerto y así la línea de piras se extendió creando un enorme círculo cuya brasa y llameante demonio perseguía los pasos del cortejo fúnebre, hasta que al fin alcanzaron el final del camino circular, que estaba casi en el principio, donde sólo quedaban humeantes ascuas. Una vez allí, el cortejo se detuvo alrededor de Widukind, pues un hombre aguardaba sobre su montón de leña.

Estaba vivo, a pesar de terribles lesiones que no habían sido capaces de privarle del sentido, el cual conservaba quizá gracias a los brebajes que había ingerido, y que aquellos sacerdotes suministraban a los heridos más graves para mitigar los horribles dolores que causaban ciertas mutilaciones.

Lo que Widukind vio fue un hombre sin piernas, con fuertes torniquetes que evitaban su desangramiento. Le faltaba el brazo derecho y en la mano izquierda sólo quedaban tres dedos. Además, numerosas heridas por el todo el pecho. Reposaba sobre el montón de leña con el cuello enhiesto, apoyado en uno de los troncos. Sus ojos, relajados, miraban alrededor sin temor. Una joven llorosa de alma grave se inclinaba ante la pira: era su hija, quien había luchado junto al brazo de su padre sin miedo, y había vuelto incólume del campo de batalla. Su hermano ya había ardido no muy lejos, pues había fallecido al inicio de la contienda, alcanzado por una flecha que había atravesado su pecho a la altura del corazón.