—¡Thing! —gritaban los sajones alrededor.
Ahora rodeaban a Widukind como un enjambre. Éste les había ordenado que cargasen con sus heridos hasta lo alto de la loma, donde debían ser tratados por los gothis y curanderos del pueblo. Atravesaban el campo de batalla ascendiendo la larga pendiente, caminando por encima de los cadáveres francos, hacia la colina.
Nubes negras cruzaban el cielo, buscándose unas a otras. La tarde se oscurecía con la caída del sol en el oeste. Al llegar a lo alto, el viento parecía soplar con más intensidad. La cumbre de aquel collado se prolongaba hacia el oeste y más adelante daba lugar a un espeso bosque y a unas landas quebradas y pantanosas.
Angus vio cómo aquellos hombres se reunían alrededor de una de las hogueras. Sus rostros parecían en su mayoría bañados en sangre. Llegó el silencio, poco a poco, un silencio tan solemne como el que impone la caída de la noche, pues todas las criaturas de la Tierra tienden a enmudecer ante la aparición de las tinieblas. Los gritos de los heridos, al ser cosidos, sembraban de quejas el ulular del viento. El bosque sagrado humeaba y su brasero llameante refulgía contra la sombra del este en el centro del campo de batalla. Algunos debían ser mutilados para salvar la vida, muchos de ellos no lo deseaban y elegían la muerte libre para evitar una existencia deshonrosa privados de brazos o piernas. Los muertos, después, fueron colocados en una larga sucesión sobre piras funerarias.
Antes, los jefes se reunieron alrededor de un gran fuego que ardía en el atardecer. Los prisioneros aguardaban en el centro: siete francos, un número que no gustaba a los gothis paganos. Widukind había esperado todo aquel tiempo como transfigurado, sentado en la hierba, con la cabeza de Carnant en una mano y el hacha en la otra.
Los jefes lo saludaban con solemnidad, pero él rara vez respondía salvo con un gesto cansado, como si le costase esfuerzo escucharlos.
Finalmente llegó la discusión que muchos sabían que sobrevendría, en torno al destino de aquellos prisioneros.
—He capturado a estos hombres —habló Hamming—. No lo he hecho solo, lo he hecho en medio de un campo de batalla, por lo tanto la decisión no puede ser mía, sino común. Pero la primera palabra ha de ser la mía.
Muchos otros jefes murmuraron, entre ellos el viejo Ulmo. Su rostro, enmarcado por una honorable barba blanca toda manchada de sangre. Sus manos empuñaban con firmeza la espada.
—¿Por qué no ajusticiarlos? —gritó una voz.
—Podemos hacerlo —dijo Thalbad—. Pero también podemos negociar con ellos. Los francos dan mucha importancia a sus nobles… Quien está aquí ante nosotros es Hartunc el Calvo, nada más y nada menos…
El rostro de Hartunc vigilaba la conversación con atención, pero sin apartar los ojos del suelo. En algún momento, los prisioneros intercambiaban miradas unos con otros. Hartunc era de constitución robusta, cuello ancho, ojos rasgados y de un tono grisáceo. Como su sobrenombre indicaba, su calvicie era la de una cáscara de nuez.
—Hartunc ha sido uno de los colaboradores principales de Carlomagno en algunas de sus campañas… podríamos obtener mucho favor en su cambio —explicó Thalbad.
—Además —siguió Hamming—, Carlomagno volverá. Los sajones, en su afán por preservar la independencia, deberíamos ser capaces de mantener un mínimo código de honor con nuestro enemigo. ¡Todos sabemos qué quieren los francos! Todos sabemos cómo son… No hemos tenido piedad con ellos…, ¡hemos vencido!
—Hemos vencido —respondió Leutfrid— gracias a nuestro coraje y gracias a Widukind.
Un gran coro se elevó alrededor, gritando el nombre del duque sajón, que permanecía enhiesto, hierático como una escultura que observa las nubes.
—¡Widukind! —gritó Hamming—, Widukind, celebramos tu nombre, y es hora de escuchar tu palabra.
Widukind se alzó lentamente, sin dejar de observar el cielo con los ojos muy abiertos. Le costó un gran esfuerzo volver entre los suyos. El gothi que lo había uncido lo miraba desde la multitud. Angus, cubierto con sus hábitos ante la gelidez de aquel viento que anunciaba la noche, lo observaba lleno de curiosidad y, a la vez, de horror.
Empuñando la testa de Carnant y el hacha roja, con los antebrazos y el peto de cuero tatuados con regueros de sangre enemiga ahora coagulada, el duque avanzó hasta el centro. Hartunc lanzó una mirada cargada de miedo y desprecio al rostro rojo, consciente, sin saber por qué, de la ominosa amenaza que se cernía sobre su vida. Sus captores los obligaron a inclinar sus rostros al suelo.
Widukind caminó despacio hacia ellos.
Todos esperaban su palabra, pero no dijo nada. Sólo miró largamente a Hartunc. Luego dio la espalda al cautivo. Éste respiró con cierto alivio. Los ojos de Widukind se detuvieron en la mirada de los jefes ostfalios, que habían participado en la batalla bajo coacción y que ya años atrás lo habían traicionado en Patherbrunn…
Sus nudillos se tensaron y giró sobre sí mismo con tal velocidad y terrible precisión, que el filo atravesó el cuello de Hartunc casi de parte a parte. La sangre saltó salpicando a los cautivos que esperaban junto a él. Hartunc se desplomó con los ojos abiertos y la lengua asomando a la boca ante las rodillas de uno de sus compañeros. Éste, cara a cara frente a su alto mando, sintió como sus entrañas se revolvían. El hacha descendió ante sus ojos, separando la cabeza del cuerpo con un segundo golpe.
Widukind dejó la cabeza de Carnant sobre un pequeño dolmen junto a la hoguera. Recogió la de Hartunc y la colocó al lado, una apoyada en la otra, mirando al este y al oeste respectivamente, donde el sol descendía y rojeaba. Ahora que todo se volvía de ese color, la tierra ya empezaba a recobrar para él la parda morbidez violácea de la muerte.
El viento jugó con los cabellos del duque, una tormenta de oro y sangre. Abrió los brazos como si fuese a sostener con ellos la magnitud completa del universo, cuya coloración se deshacía ahora en su visión, y el viento los rodeaba.