XI

Mientras aquello sucedía en el corazón del campo de batalla, la celestial carnicería había alcanzado su punto culminante. Había llegado el momento en el que las caballerías ostfalia y westfalia, después de haber resistido las embestidas de los escuadrones de acero y sus caballeros de élite, se habían lanzado a la matanza de los batallones de infantería, en el centro. Aislados de este modo, a su vez, los arqueros francos habían sido arrollados y exterminados. Entonces se había producido el desmembramiento de la mayor parte del cuerpo del ejército invasor. El muro de escudos frontal que había recibido el ataque inicial de los arqueros combinado con la primera oleada de caballeros había resistido a pesar de la gran mortandad, y ahora avanzaba sobre el enemigo.

Los francos habían sido vencidos. Era una cuestión de tiempo que Carlomagno tocase la retirada. Hartunc de Losch el Calvo, segundo comandante del ejército y al cargo del ala oriental del mismo, estaba aislado en las proximidades de aquel bosque sagrado en el que el propio Widukind había sido uncido unas horas atrás. Ahora el mediodía había pasado y el sol descendía en una elipse entre nubes tormentosas. El viento soplaba y los árboles se agitaban en el centro del campo de batalla.

Fue entonces cuando las reservas de arqueros de Carlomagno prendieron fuego a las puntas de ciertas flechas impregnadas en pez y comenzaron a barrer el terreno, incluso a costa de sus propias tropas. Carlomagno era capaz de elegir para un ejército perdedor. Con ello deseaban garantizar el retroceso de la retaguardia real.

Widukind vio cómo los estandartes se movían ordenadamente, cómo las filas empezaban a ceder. Como si el respeto por aquel pausado orden fuese una forma de declarar su superioridad ante el caos en el que había sido sumido su propio ejército. Carlomagno no podía retirarse apresurada y desordenadamente: el movimiento de la retaguardia se replegó sobre la colina, hacia la cruz que, solitaria y alta, había divisado aquella matanza, auspiciada por el Dios todopoderoso de la cristiandad.

Después vio cómo la propia cruz retrocedía y descendía, rodeada de otras más pequeñas, y el séquito de Carlomagno se alejaba. No era posible perseguirlo: no había tropas disponibles para ello. Mientras la batalla acababa, y abandonando a los supervivientes a su suerte, el rey de los francos garantizaba su retirada. Pero Widukind sabía que su gran enemigo estaba allí, el propio Carnant se lo había asegurado.

Cuando Carlomagno retrocedía con su séquito y coronaba la colina, para descender al galope al otro lado sin detenerse hasta llegar a sus fortificaciones en el corazón de Sajonia, donde aglutinaría nuevas fuerzas para volver a salvo al Reino, Widukind contempló el campo de batalla.

Las descargas incendiarias de los arqueros de Carlomagno surcaban el cielo rojo y negro por encima de su cabeza y caían como relámpagos para causar bajas en los ejércitos enfrentados. Poco después retrocedían también los arqueros protegidos por sus últimos escuadrones en retirada. La batalla se había disgregado en numerosos y pequeños frentes. Los sajones mataban por alcance y no hacían prisioneros. Toda la extensión de aquel campo aparecía recubierta de cuerpos esparcidos al azar por la mano del infortunio.

Un frente aguardaba todavía: Hartunc el Calvo resistía rodeado por un anillo de caballos, tropas de a pie en escudo, y un centenar de arqueros. Los ostfalios no habían logrado terminar su trabajo.

Widukind, empuñando en una mano la cabeza de Carnant por el cabello y el mango ensangrentado de su hacha en la otra, se encaminó hacia el último bastión del ejército franco. Pero mientras así avanzaba, veía cómo los jinetes acudían desde el norte y el oeste del campo de batalla. Aislados grupos de sajones se movían contra Hartunc. Lluvias de piedras caían sobre aquellos que no podían defenderse de los masivos ataques. Los arqueros frisios y sajones arrancaban las flechas a los cuerpos muertos y disparaban sin tregua hacia la formación enemiga, que era diezmada sin piedad.

Widukind caminaba y su rostro de rubí se recortaba contra el cielo roto. Los hombres lo reconocían al pasar y algunos lo rodeaban y vitoreaban, mirando la testa que colgaba de su mano izquierda, empuñada por la cabellera. El viento rugía en el bosque sagrado, azuzando las llamas de un fuego que, gracias a las lluvias de flechas incendiarias francas, crecía devorando los viejos castaños, robles y tejos sagrados. Todo lo que Widukind veía era cabelleras de demonios de fuego de descomunal tamaño, que se alzaban detrás de aquella última batalla, elevando sus rostros al cielo.

Los jinetes se arrojaron contra los francos. Los sajones entraron por los cuatro costados destrozando la última defensa. Cuando Widukind se acercó al frente, éste ya no existía, habiéndose convertido en matanza. Grupos de francos se abrían paso y huían para ser alcanzados y muertos. Otro, algo más numeroso, había huido al abrigo del sagrado bosque en llamas. Una vez allí, hombres guiados por Ingelbert los persiguieron.

Los cristianos gritaban que preferían morir en el fuego del diablo antes que en los filos de los paganos. El fuego avanzó como un gato salvaje por las copas de los árboles.

Un viento feroz arrancaba lenguas ardientes que relamían las nubes antes de sumirse en un velo negro. El bosque entero era ya pasto de las llamas. Los sajones rodeaban el brasero en busca de los últimos fugitivos.

Mientras salían, eran alcanzados por los filos y hacheados, hasta que el propio Hartunc y doce de sus caballeros iniciaron una carga desesperada desde la sombra de aquel tejo milenario a cuyo amparo Widukind había recibido la extrema unción pagana para la guerra.

Emprendieron contra los ostfalios, que los rodearon y los mataron a casi todos. Hamming, que con gran ambición había estado al tanto de la huida, se vanagloriaba de la captura de Hartunc el Calvo, y logró apartarlo de las hachas mortales. Maniatado junto a varios de sus sirvientes, los llevaron hasta lo alto de la colina, aquella donde todo había empezado y en la que, al parecer, todo debía acabar.