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Tras el paso de los hombres de acero, Widukind siguió avanzando hacia los estandartes del comandante. Los corceles blancos se movilizaron en su busca.

Todo lo que Carnant de Eschenbach había visto era cómo un soldado atravesaba una carga pesada y derribaba uno de los caballos más costosos del ejército franco. Ahora seguía allí, después de haber humillado a un jinete con una simple hacha, caminando en su busca, y había decidido ir a por él. Mientras las trompetas ordenaban el movimiento de los batallones de infantería, estandartes y animales avanzaron con firmeza.

Y fue entonces cuando descubrieron que buena parte de las cabalgaduras westfalias había rodeado la carga de los hombres de acero y galopaba a su encuentro: ahora sería él quien tendría que resistir una embestida sajona. Por su cabeza pasaron las mismas ideas que afluían al pensamiento de Carlomagno: nunca se habían enfrentado a una caballería tan numerosa, y la clave había sido la unión de su enemigo. Widukind, dondequiera que estuviese y quienquiera que fuese, había logrado unir a los rebeldes y había aumentado enormemente el número de sus hordas, garantizándose la traición de los nobles ostfalios así como la intervención de los frisios. No podía ser otra la razón por la cual un regimiento tan nutrido hubiese secundado la maniobra.

Widukind contempló los caballos blancos que venían en su dirección para arrollarlo, cuando un trote salió de la tierra y oyó que gritaban su nombre, y vio surgir a su alrededor, pasando al galope como una de aquellas nubes negras, docenas de jinetes que fueron al encuentro de aquellos animales. Se produjo un clamor ante sus ojos, como si la luz estallase finalmente, y entonces corrió hacia ellos.

A riesgo de ser arrollado por las bestias, entró en la confusión armada. Uno de los sajones caía herido y su montura retrocedía fuera de control. Widukind tomó las riendas y saltó a su grupa.

Carnant se defendía a espada no muy lejos. Vestía el yelmo carolingio de los comandantes, y Widukind podía ver su orgulloso rostro entre las hojas de metal combado que descendían a cada lado. Tiró de las riendas y se apartó de aquel anillo de combates. Carnant retrocedía en la retaguardia, su silueta negra se destacaba sobre el caballo blanco y la hierba roja. Widukind llevó a su montura al trote persiguiendo a Carnant hasta que aquél estuvo tan cerca de él que tuvo la sensación de poder alcanzarlo con la mano.

Carnant se volvía para recibirlo con un mandoble, cuando Widukind se arrojó sobre su brazo abandonando su propia montura, obligando al noble a caer. Una vez en la hierba, Carnant se había librado de Widukind, pero éste se levantaba empuñando el hacha ensangrentada. Los ojos del sajón se detuvieron en la mirada cargada de rencor de Carnant.

—Puedo llevarle tus palabras… —dijo de pronto el franco, espiando nerviosamente a su alrededor, en busca de una remota posibilidad de supervivencia—. No me mates… puedo llevarle tu mensaje al mismísimo Carlomagno… —se humedecía los labios después de aquellas palabras y miraba entre la confusión y el odio el rostro rojo y ensangrentado en el que brillaban aquellos ojos azules tan luminosos. El brazo de Widukind, sus hombros robustos, la completa forma de su cuerpo se unían al arma del mismo cuerpo, apenas separada por otra articulación. Widukind retomó el aliento tras el supremo esfuerzo.

—¿Puedes llevarle mis palabras? —preguntó entonces, y se volvió, dándole la espalda, observando ahora el ejército carolingio, que se retiraba lentamente, como si buscase a Carlomagno entre la tupida y ordenada multitud.

—Sí… ¡puedo hacerlo!

—Entonces dile esto…

El duque de Wigmodia giró rápidamente sobre sí mismo. El hacha voló. Los ojos del sajón se desorbitaron. Carnant gritó como un animal llevándose las manos a la cabeza, pero antes de que consiguiese hacerlo su cuello ya había sido hacheado y caía en el trance de la muerte.

—Y esto… también.

Widukind se inclinó sobre el rostro de aquel hombre y separó la cabeza de su cuerpo con un nuevo golpe. Le quitó el casco. La tomó por los cabellos y la empuñó con indiferencia, mientras volvía sus ojos hacia el ejército carolingio, en busca de Carlomagno.