Mientras el muro de escudos resistía el ataque frontal, Widukind se había unido al galope de los westfalios, entrando en la tormentosa cabalgata que los damalingios y wigaldingios habían convocado en honor de las valquirias, desde el noroeste.
Los caballos habían atacado masivamente el flanco carolingio, rompiendo el ideal de Carlomagno. Así, las divisiones segunda y tercera del ejército, que habían permanecido en espera con objeto de reforzar la ofensiva de la primera y así quebrar el muro de escudos y causar la matanza del grueso del contingente sajón, se habían visto obligadas a maniobrar hacia el noroeste y sureste respectivamente, para sofocar el ataque de las caballerías westfalia y ostfalia. Este hecho evitaría a las tropas francas lo que precisamente deseaban haber causado a su enemigo sajón: el desmantelamiento de las líneas de infantería e incluso su posterior aniquilación, a cambio de una pérdida en el control de la batalla.
De cualquier modo, la caballería pagana era demasiado grande, mucho más numerosa de lo esperado. El ejército empezaba a estar aislado ante las tropas de reserva de Carlomagno. Tanto Carnant como Hartunc habían galopado hacia las filas para procurar que las órdenes de Carlomagno se llevasen a cabo. Los pendones francos se movían a lo lejos.
Widukind escuchó el latido de sus corazones. El principio y el fin de todas las cosas se extendía ante sus ojos. No importaba lo rápido que se moviese su caballo, como tampoco sus enemigos… Todo era extrañamente lento. Él se movía en una pesadilla. El rugido de las trompas trepó a sus oídos, un tañido largo y desafinado. Iba a empuñar su espada cuando el caballo empezó caer de rodillas en la roja hierba, alcanzado por algún arma arrojadiza. En medio de la confusión, sintió el peso de la bestia rodar sobre su propio cuerpo, y le pareció oír el gemido de sus entrañas y hasta las palabras de un lenguaje de muertos que palpitaban en el pecho del animal.
Después, la tierra saltó hacia el cielo como vapor, arañada por las pezuñas, con un trazo de carbón sobre sus ojos, un trazo del que surgieron rostros de sombra en los que aparecían gestos abominables. Al volverse, entre las olas de un mar de hierba, un hacha carolingia brilló y pudo leer las filigranas grabadas en su hoja, tan lento le parecía el movimiento de los objetos en aquel mundo. Había una cruz grabada en ella, y el signo centelleó cegador al encontrarse con la mirada del ojo del sol. Una hoja descendía ahora en busca de su cabeza. Se trazó como una línea flamígera y empezó a bajar empuñada por un cuerpo que la impulsaba con todo su peso.
En ese preciso instante, el movimiento del caballo, acompañado de un relincho terrible, continuó desplazándose para interponerse a la caída del hacha. Widukind retrocedía al tiempo que la bestia aparecía invadiendo su visión. Vio el ojo de su caballo, los ollares embravecidos, el vapor que rezumaba su cuerpo entero, y sintió, detrás de aquella mirada de terror, de aquel gran ojo en el que se reflejaba nuevamente un mundo de violencia, cómo el segur entraba en el cuello de la montura, extendiendo un temblor de muerte en la potente musculatura del animal. Pero era tal la fuerza de la bestia que, aun habiendo sido hacheada, logró alzarse toda ella como un fragmento de la noche que se interponía a la rojez ubicua de aquel día mortífero.
Widukind se volvía entonces y divisó de nuevo la cruz: esta vez la filigrana ardía en la hoja de un hacha carolingia que yacía en la hierba. Sencilla, de largo mango y larga hoja. Extendió los dedos y con solo pensarlo ya tenía el arma en la mano. Casi en un único movimiento, como si imitase la terrible inercia de su montura al caer, logró alzarse de nuevo empuñando el arma. Al hacerlo, su corcel descendió con el cabello terso ya abotonado en el brillo de su propia sangre, que brotaba como una fuente roja.