Los arqueros de Widukind corrieron tras las primeras filas de escuderos. Se apostaron en desorden, tensaron, descargaron. En el frente, los sajones cerraban las posiciones de sus muros de escudos. Un grito se extendió y, a su llamada, las puntas afiladas de los paveses se hundieron en la hierba creando una barrera en zigzag que esperaba al enemigo. Los caballos francos aceleraron su paso hacia el muro, pasando al galope. Las lanzas apuntaron. Por las grietas de la pared de escudos sajona emergieron largas estacas sostenidas al menos por tres filas de hombres que se inclinaban detrás de los hombres, apostando todo el peso de sus cuerpos sobre los broqueles para resistir la carga de los cuadrúpedos. Los arqueros sajones dispararon de nuevo su última salva, alcanzando a la caballería en movimiento. El relinchar de las bestias creció como ola gigante que se rompe contra las rocas. No pocos jinetes fueron heridos por aquellas largas flechas de tejo, traspasados de inmediato a pesar del cuero que los protegía. No pocos caballos fueron tocados en el cuello, el pecho o la máscara de la cabeza, estallando al momento en un confuso y desenfrenado baile de pánico, que ocasionaba la caída de otros animales que venían detrás. Pero aquellas bestias estaban educadas para la batalla, y saltaban por encima de sus congéneres si era necesario. Al fin irrumpieron sobre los sajones.
Las lanzas de los francos entraron en el muro de escudos. Los campesinos sajones sintieron el peso de las cabalgaduras empujando brutalmente la barrera humana. Un joven tuerto se volvió un instante después para ver el cuerpo de su padre traspasado por la lanza de un caballero. Su montura pateaba ferozmente después de haber roto el muro, mientras las puntas de acero penetraban en su abdomen. Las manos codiciosas de los sajones emergieron alrededor e inmovilizaron al caballero, que fue arrojado a ese matadero, en el que fue despedazado. La cabalgadura, enloquecida como casi todas las bestias que habían atravesado el muro, luchaba por la vida: los sajones le abrían paso esperando que huyese hacia la retaguardia, dejándoles de nuevo la oportunidad de cerrar la barrera de escudos.
Pero, mientras la confusión crecía a causa de la primera carga, y cuando los esfuerzos de los sajones se centraban en recomponer el muro de escudos, los primeros batallones de infantería llegaron corriendo al frente.
Como era costumbre de los francos, éstos arrojaron las hachas con las que portaban antes de echar mano del arma de reserva. Esto, que se había llamado desde antiguo carga de franciscas entre los francos, fue seguido por el momento de combate cuerpo a cuerpo. La carga de hachas causó numerosas y sangrientas muertes entre los sajones, pues las hojas entraron cortando el aire antes de girar voraces hacia los cuerpos. Algunas segaron manos enteras, otras dejaron hombros y antebrazos abiertos; los dedos se quedaron atrapados tras un filo, o una hoja abrió el cráneo después de causar otros males. Otras hachas cayeron sin pena ni gloria en la hierba, o abrieron en carne viva los muslos de unos desdichados. Cuando este mal arrancaba un clamor de dolor a los sajones, los arqueros paganos volvían a lanzar una salva de flechas que descendía como lluvia mortal en las plagas del Apocalipsis, diezmando las filas de refuerzo de los primeros batallones de infantería francos. Los arqueros de este bando respondían, y así la muerte empezó a aletear sobre aquel frente que parecía condenado al exterminio.
Las puntas de acero y los filos aserrados de los scramasax salían voraces en busca de los guerreros de Carlomagno. Las flechas de los paganos lloviznaban detrás. Algunas perforaban los yelmos y derribaban a sus portadores. Otras se clavaban en el cuello de una cabalgadura, que se encabritaba en pánico y arañaba el aire relinchando en medio de un reguero de sangre con el que bañaba a sus congéneres, antes de aplastar cuanto se encontrase a su paso. Las hachas sajonas descendían por encima del muro de escudos. Los francos hundían sus lanzas. Los sayones reponían a los hombres muertos, ocupando sus puestos y caminando sobre de ellos, aunque todavía agonizasen. El furor de la guerra se adueñaba de sus cuerpos y no habría espacio para la piedad mientras estuviese en juego salvar la vida.
El combate se encarnizaba: los francos no habían logrado aplastar el frente, y el muro de escudos, lentamente, se recomponía. Ángulo tras ángulo, la formación que los paganos llaman Svinfylking resistía y la mortandad crecía con un ritmo vertiginoso, al permanecer ambos batallones de arqueros casi intactos. Las siete salvas de flechas que intercambiaron hasta que sus reservas fueron agotadas en su mayoría provocaron numerosas bajas a ambos antagonistas.