IV

Magnachar hizo la señal con los brazos, y Welf gritó la orden, que se repartió por el frente de las hordas. Los hombres huyeron a la sombra de sus escudos de madera mientras la nube mensajera se elevaba, era torcida por el viento, y descendía cual pájaro de alas extendidas y mortal plumaje. El zumbido se creció como un zarpazo. La maldición cayó sobre las filas. Algunos escudos cedieron, partidos, otros fueron atravesados velozmente. Las puntas de acero se detenían a un pulgar del cráneo de unos, golpeaban la cara de otros. Gritos furibundos y alaridos de dolor. Risas endemoniadas y desafíos. Otras flechas encontraron el hueco y alcanzaron la hierba. Algunas mordieron piernas y brazos, que traspasaron velozmente trazando agujeros perfectos de los que la sangre brotaba a caño. Algunos hombres cayeron moribundos. Docenas de caballos heridos, aunque la mayoría se movilizó desordenadamente. Los jinetes ordenaron el desplazamiento hacia el norte, saliendo del alcance de los arqueros francos, que ya se inclinaban, tensaban y descargaban la segunda salva.

Widukind estaba ahora demasiado alejado, por delante, fuera del radio de la nube de flechas. Al oír los gritos de cólera de sus hombres, se volvió y abrió los brazos, obligándolos a detenerse. Rostros furibundos amenazaban ahora al ejército carolingio, agitando los escudos, mostrando las saetas que habían sido inútiles.

—¡Guardad el muro de escudos! —gritaban los jinetes a sus hordas, y así repetían los señores de cada clan y de cada familia aquella orden, tratando de contenerse mutuamente.

Aguijoneados por las flechas, había quienes deseaban correr a la carga, y quienes trataban de arrastrar a los heridos colina arriba. Algunos caballos habían huido con sus arreos, lastimados, después de echar por tierra a sus jinetes.

Volvieron a inclinarse, esta vez con mayor pericia, bajo los escudos, en apretados grupos, protegiéndose unos a otros, cuando la segunda maldición de flechas descendió implacable. Respondieron con gritos al invasor. Widukind les ordenaba que esperasen. Al volverse, una extraña energía ardió en su interior y sintió de nuevo el sonido de todas aquellas voces distantes. Enfundó la espada en el tahalí que colgaba de sus hombros y abandonó la posición de la cruz con la que simbólicamente abrazaba a la totalidad de su enemigo. Lanzó un alarido y ordenó el asalto. Su caballo trotó adelante. Después inició un salvaje galope hacia el norte, y mientras los arqueros de Carlomagno se disponían a arrojar la tercera salva, los sajones ya corrían por la llanura en busca de su enemigo.

Magnachar dio la orden a los jinetes, y Welf a los arqueros.

Fue entonces cuando los arcos de Widukind lanzaron su primera salva. Las flechas parecieron encontrarse a medio camino, unas contra otras, y el ataque de los súbditos de Carlomagno quedó casi sin efecto alguno. Docenas de arqueros francos cayeron heridos o muertos. Las trompetas emitieron un clamor belísono, y esta vez fueron los timbales los que respondieron pesadamente, como un trueno humano que se hacía eco de las celestiales llamadas.

Carlomagno había enviado a una parte de su caballería al trote, reforzando el avance de las tropas de infantería. Todo su ejército se abría como un puño cuyas uñas de acero buscaban encerrar al enemigo.

Mientras los carolingios se desplazaban hacia el frente, sorteando las zanjas y las charcas que prosperaban en las hendiduras del terreno, las desordenadas caballerías ostfalias de Hamming, Gunzo y Thurmad iniciaban su descenso, emergiendo por el flanco oriental. Ingelbrandt, Leutfrid y Willehar guiaban el ataque de los caballos de los duques westfalios desde el oeste. Fue tan violento y rápido, que los escuadrones francos, educados para preservar sus formaciones, no fueron capaces de obedecer las últimas órdenes de Carlomagno.

Los ojos del rey parpadearon mirando a uno y otro lado. Su enhiesta figura se inquietó. Un sutil espasmo delató aquel instante de inseguridad y sorpresa. Su ejército era tres veces mayor, pero iba a ser sometido a un impacto terrible. ¿De dónde habían salido aquellos caballos…? «Ostfalia —pensó—, Ostfalia me traiciona». Hasta entonces, había contado con el respaldo de los nobles, pero por vez primera se daba cuenta de que el trabajo de Widukind había dado su fruto. En ningún momento le había mostrado el grueso de sus fuerzas, tampoco había podido imaginar que la nobleza ostfalia enviaría tropas al servicio de los rebeldes. Lo habían traicionado. Podía ver los testigos de esa deslealtad desplazándose raudamente hacia su ejército.

Un clamor de ira se elevó por delante de ellos cuando la caballería westfalia rompió contra los batallones francos. Las masas humanas se fundían. El sagrado orden del ejército carolingio devenía mezcla y furor. Un laberinto en guerra se abría donde había existido la organización de las líneas. El tañido de trompetas y trompas trataba de imponer equilibrio en el aire. El golpe de los timbales enemigos se había acercado.