III

Todo lo que Carlomagno veía era una masa oscura al pie de las colinas cuyo frente oscilaba en desordenado zigzag, al final de un terreno en pendiente, y delante de ella, algunas filas de jinetes que controlaban las hordas. Uno, como una simple mota en el tapiz verde, se destacaba.

El Rey de los Francos esperaba a la grupa de un caballo ricamente enjaezado, vestido con el abrigo de armas: su escudo, su estandarte y su cabalgadura ostentaban la áurea águila carolingia. A ambos lados, landgraves e hidalgos, cortesanos de merced real, el capellán mayor del rey, escuderos de palacio y mensajeros se repartían en dos barreras, un paso por detrás de las patas delanteras de la regia montura del protector de la Cristiandad. A su derecha, los confalones del Reino se elevaban altivamente, con el águila bicéfala y rampante amenazando los límites del lienzo. Altas cruces de madera, afirmadas sobre pértigas de más de diez pies, asomaban junto a las banderas carolingias en una aparición de mesurado cálculo. En la colina, el símbolo más grande de Cristo estaba ya clavado, presidiendo el campo de batalla, como si así bendijese al ejército cristiano. Por delante de aquel selecto contingente, arqueros y lanceros reales protegían al Rey de los Francos como un escudo circular. Más allá, las tropas de su ejército se repartían según el orden carolingio, de inspiración imperial, pues trataba de seguir los modelos clásicos de la antigua Roma, al menos en lo que concernía al uso de las armas.

Pesados escuadrones aguardaban detrás de los batallones de arqueros. Como era costumbre, los caballeros esperaban a pie, por ser esta la forma en que los mandos controlan mejor sus proporciones. Las tropas de a pie se repartían en grupos y cargaban con hachas y escudos. El acero recubría el cuero de las guarniciones y petos de los caballeros. Algunos cubrían ambas piernas con piezas articuladas que los protegían de los ataques a pie. Largas lanzas aguardaban apuntando al cielo detrás de las primeras filas de infantería, para defenderse de las caballerías sajonas. El horror de las hordas, como un hedor sonoro, flotaba en el aire, arrastrado por un viento del noroeste que ahora ensombrecía sus rostros portando nubes opacas sobre la colina.

—La pendiente no está a nuestro favor —anunció la voz de Carnant.

Carlomagno observó con serenidad. Sopesaba los aspectos de la inminente batalla.

—No van a atacar —dijo el rey—. No lo harán. Míralos. Quieren que vayamos. Y si no lo hacemos, perderemos el tiempo y tendremos que volver a seguirlos. Y entonces nos atacarán de nuevo durante la noche. Van hacia el suroeste en busca de terrenos cada vez más pantanosos para evitar las cargas de caballería. Si nos brindan la oportunidad, pasaremos al asalto.

Carnant guardó silencio. Si había algo sencillo de llevar a cabo, eso era asistir a un campo de batalla con Carlomagno: no era necesario tomar decisiones cuando el rey en persona divisaba a su enemigo.

Tras un largo instante, Carlomagno sólo pronunció una palabra:

—Arqueros.

Carnant asintió imperceptiblemente y ordenó a su cabalgadura que avanzase. Ésta se encaramó a una fila de mandos. Detrás, trompetas y timbales.

Su voz ordenó con voz recia:

—¡Arqueros!

Dos voces más repitieron las instrucciones a una distancia de diez pies.

Las trompetas emitieron una señal que fue por fin música contra el zumbido de fondo de las hordas enemigas y el desordenado tañido de sus cuernos de caza.

—¡Arqueros adelante! —respondieron los mandos como un eco.

Las filas de arqueros se abrieron y empezaron a caminar por el verdor ensombrecido, una muchedumbre de hormigas entreverándose por el cañamazo de los caballeros. Siguieron hasta formar de nuevo sus batallones frente a las tropas de infantería, dejando buen espacio entre sus canales para permitir el avance de los demás contingentes. Después hincaron la rodilla derecha en la hierba, alzaron los arcos, sacaron las flechas, las tensaron a medias.

Carnant esperaba la señal del rey.

Una vez allí, los jefes de batallón ordenaron el tirón. Fila tras fila, las cuerdas retrocedieron al tiempo que las flechas apuntaban al viento, conteniendo la fuerza que las impulsaría. Soplaba en contra, empujando las nubes hacia el sureste.

—Tres salvas a cinco pasos si el enemigo no avanza a caballo —dijo Carlomagno.

Carnant elevó el brazo. Las trompetas emitieron una aguda señal que se repitió tres veces.

Los arcos se tensaron por última vez, los dedos cedieron, y el zumbido de la primera salva trepó hacia el cielo como un enjambre negro.