I

El rostro de Widukind se volvió hacia el oeste. Machnachar se alejaba con sus órdenes. Ante todo, ahora necesitaba contener a sus propios combatientes.

El perfil de la colina había dejado de ser una línea verde. Ocupado por la sombra de una gran horda, ya no se veía la hierba. Widukind había conseguido, gracias a los jinetes, mantener a aquellos hombres en formación, listos para entrar en combate según las reglas del muro de escudos. Pero salvaguardar la ventaja de la pendiente era fundamental. Quería que la paciencia jugase a su favor, lo que era difícil dado el temperamento de su pueblo. Tarde o temprano, Carlomagno vendría a por ellos. No podía consentir que estuviesen allí, ante él, desafiándolo después de tantos escarnios y ataques provocadores, sometido al acoso durante las acampadas nocturnas. Y si lo hacía, dispondrían de una superioridad adicional para contrarrestar la fuerza de los escuadrones de caballería: la pendiente del terreno era un arma de la que nadie debía olvidarse. Y Carlomagno, aunque fuese consciente de ello, tendría que pagar ese precio si quería darse el placer de atacar las hordas sajonas.

Wigald se aproximó a caballo.

—¡Contenlos! —le gritó el duque sajón, y azuzó su cabalgadura.

Wigald asintió, tan excitado como aquellos días en los que se hiciera a la mar a bordo del barco danés. Para muchos ese día era la gran batalla, la hora definitiva de una guerra larga y dura.

Widukind recorrió de una punta a otra la primera línea observando a los jefes. Al mirarlo, asentían ligeramente, recordando el plan pactado: mantener el muro de escudos en posición, preservando a los arqueros detrás, contener las hordas, guardar la formación. El frente sajón debía ser como los dientes de acero en el filo de un sax, como la mandíbula de un lobo, como el cepo del cazador.

El wigmodio se alejó entonces en busca del bosque que se alzaba, cual heraldo imparcial, casi a medio camino entre ambos ejércitos. Una inquieta masa de árboles, ramas agitadas por la brisa, solitaria en el regazo de las lomas, se interponía al tapiz de hierba que alfombraba el ancho campo de batalla. Otras zanjas se oponían al paso de los caballos, zanjas antiguas, casi olvidadas, que habían marcado, junto a viejos robles aislados en el paisaje, viejas fronteras germanas que ahora perdían todo significado. La montura del duque recorrió el espacio verde al trote descendiendo los ribazos. Las charcas de las hondonadas eran más profundas de lo que parecían. El montículo, situado en medio del terreno, estaba ocupado por aquel pequeño bosque que había sido sagrado desde tiempos remotos, separado de las praderas adyacentes por caballones divisorios.

Dentro, como una tiniebla cercada en medio del paisaje, los grandes troncos se elevaban majestuosamente. Frondas moribundas decaían entre pujantes abrazos de retoños que venían ya a sustituir a sus antepasados. Era como si sus raíces, ambiciosas, hubiesen retenido la tierra a su alrededor, hasta preservar una loma boscosa en mitad de un ondulante mar de hierba. El suelo, cubierto de hojas secas, se extendía bajo nudos de ramas y retorcidas raíces. La sombra era fresca e inescrutable. Un círculo de antiguas rocas marcadas con runas se levantaba en el centro de la arboleda. El sacerdote de la región, ataviado con el manto de Odín, lo esperaba, tal y como Widukind sabía. El gran cuchillo ceremonial había dado muerte y la sangre de un jabalí embadurnaba una de las mesas. El animal, tendido sobre la piedra del centro, vertía su sangre por los canales tallados en la roca, humedeciéndolos para gotear más tarde por los lados, en busca del suelo del bosque.

El sacerdote era un hombre alto, de robusta constitución, cubierto con una capa guarnecida de cuero. Por encima de ella, unidos a la prenda, rabos de lobo colgaban a su espalda desde el cuello, y se cubría el rostro con la mandíbula superior de tal bestia, cuyo hocico había sido disecado. Dos piedras de ámbar habían sustituido a los ojos en las cuencas oculares del animal. La faz del gothi estaba más arrugada de lo que podría esperarse en un hombre de su constitución, o al revés, era demasiado mayor para ostentar tanta fuerza. Las miradas se encontraron y Widukind desenfundó su espada.

El sacerdote mezclaba en un cuenco el quermés con la sangre. Después, unía aquel ungüento con el limo de una charca.

Sus ojos grises se apartaron. Widukind se arrodilló ante el monumento, el rostro fijo en la mirada vacua del jabalí, los afilados colmillos que custodiaban sus fauces entreabiertas por el último estertor, las entrañas casi palpitantes. Los dedos del sacerdote se untaron de aquella sustancia y se aproximaron al rostro del sajón. Extendió el limo por su afeitada tez, antepuso la máscara roja a sus facciones, aislando sus ojos. Musitó runas desconocidas al tiempo que se mojaba las manos una vez más y recubría el cuello de Widukind con una segunda capa. La sustancia, elástica a la vez que rugosa, confirió a su semblante una nueva piel. Mientras el sacerdote recitaba su ominoso credo, la cara de Widukind se transformaba. Alrededor de sus ojos, los párpados parecían más arrugados, descendiendo en pliegues espantosos que se cerraban en el cuello al tiempo que las capas de limo se secaban, donde el ungüento continuaba impregnando tendones y músculos. El sacerdote también cubrió el nacimiento de sus cabellos. Al final, tomó una pequeña bolsa de piel, la abrió, untó su dedo en una olorosa grasa y la mojó en la sangre caliente del jabalí. Después, la puso sobre la nariz y la boca del sajón, que aspiró y saboreó el conjuro, y lo tragó, sintiendo como si le abrasase el estómago.

La presencia de aquellos espíritus de la tierra invadieron su conciencia. De pronto, los ojos del sajón vagaron en busca de los árboles, que cambiaron de color, tornándose amarillos. Le pareció que las raíces se movían lentamente, largas serpientes que amenazaban con salir del suelo. Una de ellas se retorcía alrededor de sus piernas, como apresando las mismas piedras en las que se había llevado a cabo el sacrificio del jabalí.

La bestia, aún con sus entrañas abiertas, lo miraba resucitada, un dios de las moscas, como si le sonriese. Vio cómo se ponía en pie y saltaba contra su pecho para clavarle sus colmillos. Se apartó, evitando el ataque, y ésta desapareció con un gruñido. Al fin, el sol que parpadeaba entre las ramas se volvió rojo cual antorcha y pronunció una palabra divina. Y el sol se convirtió en un ojo, y la figura humana del sacerdote creció fuera de toda medida y su único ojo fue aquel sol encerrado en el centro del cielo, y una sombra gigantesca se extendió a su alrededor y la capa de Odín onduló en el viento del tiempo, incendiado, refulgente, todo llamas.

—Arg… Arg… Arg… —repetía la voz omnipotente, alejándose. Pero ya no podía verlo. De pronto la voz se extinguió y Widukind dejó de percibirla, como si hubiese desaparecido en una lejanía crepuscular.

El duque retrocedió, deslumbrado por un fulgor entre las raíces amarillas. Extendió su mano rápidamente y apresó un rayo cegador y, al alzarlo, se dio cuenta de que era como el acero, como su propia espada, pero ardiente, recién sacada de la forja. Sobre su hombro, el signo tatuado por Vigi, un valknut, rutilaba en su piel cual metal fundido.

Se giró, borracho entre los vapores de una bebida mortífera. Sin embargo, al respirar de nuevo aquel hedor, cuya sustancia había quedado impregnando las cavidades de su nariz, se volvió en busca de la luz.

Caminó como si saliese del Orco pagano y al hacerlo se enfrentó a un nuevo mundo: el verde se había convertido en rojo de granates, el gris en ónix y el azul en púrpura, como si la bóveda celestial fuera cristal de amatista. La pradera entera, los árboles distantes, la tierra se había vuelto roja y creyó ver las raíces moviéndose en una infinita sucesión que hormigueaba, rumiando eternamente hasta las profundidades de lo conocido. El bosque era un solo árbol ingente cuyas ramas se perdían en el cielo sanguinolento, y sus raíces y sus yemas comunicaban los nueve mundos. Las voces de su enemigo, ¿por qué le parecían tan cercanas?

Un grito lo sobrecogió. Era el relincho de un monstruo. Una cabalgadura enorme. A su grupa, un gran señor coronado gobernaba las riendas. Le parecía que detrás de su rostro sólo había una cadavérica máscara de hueso.

Pero se hallaba demasiado lejos como para poder verlo. Se alzó en busca del viento, y las nubes eran negras en medio de un cielo ceniciento en el que la luz ardía con una llamarada aureorojiza.

Su propio caballo lo acorralaba, receloso, mugiendo irritado. El demonio de Widukind había cobrado forma y apresó las riendas ferozmente, atrayéndolas hacia sí. Saltó a la grupa y la bestia piafó bajo las órdenes de su señor, rebelde, como si el olor de aquella magia también fuese capaz de enloquecerla a ella. Widukind se pasó la mano por el rostro y se inclinó para pasarla sobre los ollares. La bestia, aspirando una milésima de esa sustancia demoníaca y odínica, estalló en un relincho de furia y retrocedió encabritada. El duque dominó el mortal brío del caballo, y así volvieron hacia las hordas.

El señor de Wigmodia, como avanzando en medio de un sueño, era invadido por repentinas ráfagas de imágenes que no pertenecían a aquella realidad. Veía hombres cuya identidad le era incierta, todos ellos a sus espaldas. Escuchaba sus palabras, sus cantos, sus risas y sus rezos. Un infierno de violencia se desataba en su interior, brotando de las profundidades de la conciencia, y la imagen de una bestia desconocida se abría paso desde lo más hondo. Cual león, pero de talla gigantesca entre los leones; sus zarpas, grandes como las de un oso; sus fauces, las de un dragón; su rugido despedazaba el corazón de los hombres mortales. El espíritu de Odín, que sólo es rabia, ya ocupaba el latido de su sangre sin otro propósito que matar.