Después de este suceso, Sargant apartó a la columna de las poblaciones. Ordenó a sus rastreadores en avanzada que le informasen con tiempo de la proximidad de cualquier aldea, para evitar episodios como el acontecido, que solo podrían acarrear un fracaso de la misión. No deseaba retrasar más la fuga ni tentar la suerte, pues sabía que sus escuadrones, aunque raudos y letales, no soportarían una emboscada de las hordas sajonas si algún líder era capaz de cercarlos y reunir sus fuerzas con antelación.
El abandono de Sajonia fue raudo, y los caballos trotaron sin descanso durante al menos un día más hasta que entraron en contacto con la línea de Ostfalia. Allí pernoctaron al pie de un castillo de estacas franco, y tuvieron noticias del abundante contingente que Carlomagno enviaba al encuentro de las grandes hordas, en Westfalia. Supusieron que los sajones, agrupados en sus clanes y disponiéndose para presentar batalla, se habían reunido en las cercanías del Reino. Las rutas fortificadas se encontraban a la espera de un embate. Descendiendo hacia el sur se toparon con nuevas tropas que venían a reforzar la retaguardia. De este modo, con caballos de refresco, la compañía de Parzival abandonó al día siguiente Sajonia y entró en el Reino, y ya cayendo la noche, tras un nuevo día de marcha, se aproximaron a los alrededores de Fulda.
Las siluetas de los árboles dejaban un rastro de misterio en el perfil de aquellas colinas que se abrazaban al mortecino crepúsculo. Los encinares de Fulda se abrieron y la avanzadilla de aquel ejército de los elegidos pisoteó las sombras que los separaban de la prolongada ladera, evitando el bullicio de la aldea, pues era época de matanza del cerdo, y se festejaba. Fuegos solitarios parpadeaban entre las indecisas formas de las casas de piedra. La campana tañía para advertir al regocijo de los campesinos el recuerdo severo de los mandamientos de Dios. Más allá, los altos robles parecían pronunciar palabras de un antiguo credo pagano en nombre de otros dioses que, en vano, trataban de murmurar bajo el dictado del campanario. El monasterio y la abadía, con sus imponentes edificios, se adueñaron de toda fe. Los caballos entraron con su relincho y un redoble desordenado de cascos que amartillan frágiles puentes. Los establos respondieron a las bestias de batalla con incultos rebuznos. Las voces de los soldados se esparcieron por el gran calvero del sureste, el que en aquellos años se extendía desnudo antes de descender a las casas de curación de los mendigos y de los enfermos, mientras levantaban el campamento, encendían hogueras y se entregaban al merecido descanso.
Sargant había escoltado el carro cuyo botín alimentaría las esperanzas del Concilio Germánico. Se detuvo y sus ocupantes, envueltos en mantos de lana, fueron guiados hasta la abadía. Cuando las antorchas desaparecían, Sargant Rosanegra miró la figura de aquel monje de aspecto pensativo y frágil, cuya ira sobrepasaba la de muchos señores de la guerra a los que había servido en las campañas de Carlomagno. Parzival seguía al cortejo de la joven y su hermano, escoltado por sus novicios de confianza, Faramund y Oliéribus. Se volvió, satisfecho y un poco incrédulo, en busca de los fuegos de campamento que empezaban a arder alrededor. El cillerero, avisado por los monjes, ya se había puesto a las órdenes de Chrodbert de Orchand para abastecer con pan y carne a la tropa.
Parzival se arrodilló y besó la tierra. Una parte de su misión se había cumplido con éxito desde que abandonara ese lugar hacia el cubil de aquel dragón llamado Widukind.
Parzival siguió el cortejo en las tinieblas. Cuando la criatura rompió a llorar, sin embargo, le pareció que un sacrilegio terrible se había cometido, pero fue sólo un instante, pues su hermana, que cargaba con la niña, supo canturrear unas palabras que la tranquilizaron. Ella caminaba tan cubierta por el manto y la capucha que nadie habría podido diferenciar su sombra de la de cualquier otro benedictino, a no ser por lo confuso de su paso, torturado por el terror.
Oliéribus y Faramund salieron de una de cámaras del primer piso después de encender una lamparilla de aceite en la mesa, y sólo algunos soldados de confianza se quedaron a custodiar el lugar. Faramund regresó con tres hermanas del convento, que se llevaron a Swanhild para darle un baño. Parzival, sentado, se arrodilló y unió sus manos en un rezo durante largo tiempo. La recién nacida se inquietaba en sueños.
Al cabo de un buen rato, la joven volvió acompañada por un séquito de monjas. La mayor se inclinó y susurró un secreto en el oído derecho de Parzival.
Al monje le pareció irreconocible la figura de la joven. Después de lavarla, habían secado sus cabellos con paños calientes y se los habían recogido. La habían vestido con los hábitos propios de una novicia. Parzival sintió respeto y confusión ante su cuerpo, hasta que se fijó en sus ojos. Era alta y, a pesar de que agachaba la cabeza ocultando el rostro, su espalda recta y sus hombros proporcionados componían una hermosísima silueta ataviada con los cristianos hábitos. Su pálido semblante tenía la belleza de una nieve recién caída o de la piel de un becerro. Se acercó a la cuna y posó su mano suavemente sobre su cuerpo, como si tratase de percibir los latidos de su corazón.
Al poco, una sombra vacilante se allegó a ellos por el pasillo. Las teas ardientes que la escoltaban se detuvieron y la sombra, sin necesidad de tantear siquiera la oscuridad, entró en la cámara con pleno conocimiento del lugar en el que se encontraba. La joven elevó lentamente el rostro, consciente de que en cierto modo había llegado al final de aquel viaje que la arrancaba de su tierra y de sus padres para siempre. Oliéribus sostenía una de las antorchas y su brazo derecho daba apoyo al anciano.
La faz de Arnauld de Goth emergió poco a poco, arrebolado y cada vez más pálido conforme se aproximaba a la única lamparilla de aceite cuya llama se consumía sobre la mesa.
—¿Parzival…?
—Hermano —contestó éste a la pregunta de Arnauld.
—Habéis vuelto de las ominosas y paganas tinieblas… ¿qué ha sido de vosotros?
—He servido la palabra de Dios y la de sus mediadores en la Tierra —contestó Parzival.
—No estamos solos en esta sala… ¿quién os acompaña?
Parzival se levantó y cogió la mano de Arnauld y la besó. Guió al anciano, que por momentos vaciló, inseguro. Después lo obligó a agacharse con suavidad, hasta que sus dedos largos y descarnados acariciaron el rostro del inquieto recién nacido.
Un extraño espasmo sacudió el cuerpo del viejo, tensándose cual arco y retrocediendo, como si su mano hubiese pasado por encima de una llama. Sus labios se entreabrieron a punto de pronunciar una palabra sin sonido que se sumió en un gemido.
Después, Parzival le susurró al oído:
—Ésta es la hija menor de Widukind.
El anciano se volvió lentamente. Todavía la suavidad de aquella piel lo perturbaba.
—Y aquí, hermano Arnauld, está su hija mayor —añadió Parzival, cuando Oliéribus se aproximaba trayendo de la mano a la joven—. Sabed que las hermanas del monasterio la han interrogado y la han bañado, y que es una mujer virgen.
Gerswind alzó la mirada ligeramente, que se dirigía al suelo como si fuera capaz de traspasar la piedra, y el propio Parzival tomó la diestra de Arnauld. Éste acarició el rostro limpio, helado, blanco, inmutable de Gerswind. Después descendió y pasó su dedo por la barbilla de la joven, hasta sentir el tacto del hábito.
—Está inclinada, como lo hacen las vírgenes en los pedestales de piedra que tan bien tallan los escultores italianos… —comentó el anciano. Retiró su mano y se volvió en busca de su pupilo—. Oh, Parzival…, ¿cómo podrá agradecer Carlomagno vuestra hazaña? ¡No podéis imaginar la grandeza de este acto perpetrado contra las garras de ese lobo sombrío! Pero ahora está claro, todos lo verán… Ningún ejército guiado por la codicia habría sido capaz de llevar a cabo semejante valentía. Sólo alguien iluminado y guiado por el divino deseo de justicia en la Tierra podría habernos llevado a esta victoria, cuyas consecuencias nos son desconocidas.
Arnauld puso su mano en el hombro de Parzival.
—Has conquistado el mismísimo centro de las tinieblas. ¡Éste es su corazón, Parzival! Y se lo has arrancado porque el corazón sólo pertenece al dominio de Dios. Ahora ese diablo de Widukind tendrá que negociar con Carlomagno a cambio de su propia sangre.
Parzival miraba ensimismado a los rehenes, de los que se habían alejado unos pasos.
—¿Cómo puede ser que el diablo sea padre de criaturas hermosas? ¿Cómo sabéis que ellos son inocentes siendo hijos de un alma como esa?
Arnauld abrió los ojos con desmesura y su frente se arrugó con un extraño gesto que su pupilo jamás había visto antes.
—Porque el alma sólo es cosa de Dios, Parzival, y el tiempo dirá si esas criaturas padecen la odiosa enfermedad herética que devora el espíritu de su padre. Del mismo modo, un demonio envenenó el vuestro, Parzival, y ahora sois una diestra y piadosa mano al servicio de Dios —respondió el anciano. Alzó la diestra ante Parzival y el huesudo dedo índice se irguió—. Mas Widukind no sabrá de estas buenas intenciones, y amenazaremos en sus oídos con el sufrimiento de sus hijos, y así, sin torturarlos, dejaremos que la sospecha se encargue de martirizar al único que merece agonía. Corroído por la duda, sabremos si en su espíritu queda un grano del alma creada por Dios, y ese grano sabrá entonces elegir entre la salvación de sus hijos o la fidelidad a la herejía.
Parzival se echó la capucha sobre el rostro, que quedó cubierto como si le hubiese caído la garra de un negro halcón.
—Mi corazón se alegra de haber sido útil a los designios del Concilio.
—Y más aún, Parzival —le respondió el anciano, encogiéndose al tiempo que se relajaba—. Más aún… Ahora nuestra mano está más cerca que nunca del templo de los herejes y del venenoso nido de esa serpiente llamada Remigio.
Parzival evitó hablar del templo de la espada, pues le producía gran pena sentirse inútil en su busca.
—¿Los separaremos? —inquirió, refiriéndose a los hijos de Widukind.
—No… Dejad a la joven con su hermano, pues no daña esto a nuestros fines, Parzival. Que permanezcan juntos, y que no les falte de nada. Procuraré un pecho para el pequeño, buscaré una madre generosa en la iglesia y le hablaré de este hermoso niño, conozco a una mujer cuyo retoño falleció a causa de las heladas, y están sus ubres tan plenas de leche como de pena su corazón… La esposa de mi buen campanero, Adalbert. Respecto a la joven, nada hay que la asemeje más a una virgen que tener este hermano suyo en los brazos, a pesar de no haber conocido ella el pecado.
Y así, mientras explicaba esto a Parzival, lo tomó a modo de lazarillo y empezó a caminar alejándose de la oscura sala, no sin antes volverse con inesperado vigor y ordenar a las sombras, donde sabía que se ocultaban, mudos, los centinelas de sus cautivos:
—¡Recordad que esos a quienes custodiáis, soldados del rey, son ahora mis hijos! ¡Tratadlos como trataríais a mis hijos, hermanos, y os recompensaré generosamente! ¡Heridlos, y sufriréis grandes penas!