Al despertar, el ecuestre traqueteo de ruedas y cascos golpeando las piedras del sendero trataron de borrar aquellas sublimes imágenes de la mente de Parzival. Le dolía la cabeza, la espalda; las articulaciones no le respondían sino a cambio de agudos dolores. La tortura terrenal le recordaba que estaba de vuelta en este mundo. Se preguntó una vez más qué otras oscuras pruebas lo aguardarían en su camino hasta el Misterio de la Lanza, mientras soñaba con el glorioso hallazgo de su mentor, Arnauld, pues no había sido distinta la visión que había ocupado su imaginación durante el sueño, su legendaria busca del Santo Grial.
Faramund iba a la grupa de una yegua, junto al carro en el que Parzival había ido dormido a lo largo de casi todo el día. Sólo se había rendido a descansar unas horas, pero esta vez el tiempo había sido capaz de engañarlo. Se sentía con más energía que antes; inmediatamente la pregunta ardió en su mente.
—¡Llamad a Sargant, Faramund!
Una sola señal del monje bastó para que el capitán, que al parecer vigilaba de cerca aquella parte de la compañía, apareciese precedido de un atronador trote. A la grupa de una montura negra de altísima cruz, iba vestido para la guerra.
—Sargant, ¿dónde están los jóvenes?
—Ambos siguen con nosotros, no os preocupéis. El recién nacido no dejó de llorar hasta que lo pusimos en brazos de la joven, es mejor así.
Parzival se incorporó y saltó del carro. Tomó las riendas de su yegua y montó, luchando contra el mareo y los dolores que embargaban sus huesos. Acompañado de Sargant, se aproximó al vehículo en cuyo interior iba la hija de Widukind. Avanzaba rodeado por un escuadrón de caballeros. Al retirar el cortinaje, se encontró con la mirada de la joven. Su blanco rostro estaba surcado por el rastro de las abundantes lágrimas, que habían dejado a su paso negras marcas, disolviendo la suciedad de los caminos que ahora la asediaban, durmiendo con mantas y pieles usadas por soldados. Sus cabellos, antes largos y sedosos, se enredaban cual hiedra del demonio, y nada se veía de sus vestimentas paganas y campesinas, pues estaba toda cubierta, protegida del frío. Apresaba entre sus brazos a su hermano con el mismo afán con el que lo habría hecho su madre. Sus ojos verdes y luminosos no se apartaron de la esquiva mirada de Parzival. Después, el monje volvió a echar el cortinaje, con la perturbadora sensación de haber mirado a los ojos a un gato salvaje.
Se distanciaron de aquel séquito y, mientras el carruaje de Gerswind se alejaba ligeramente de su yegua, Parzival se hacía preguntas que no tenían respuesta.
¿Sería él capaz, ignorante y converso tras tantos pecados, de rescatar la Lanza del Destino y arrancarla de las manos del endino heresiarca? Pero quizá la Lanza, a diferencia del Santo Cáliz, encerraba una perversa fuerza que sólo un hombre poluto como él podría controlar incluso a costa de su propio sacrificio. Habría dado sus brazos y sus piernas por la Lanza, se habría arrojado a las llamas por ella, para entregarla de rodillas a los santos padres de la Iglesia de Occidente antes de consumirse en las brasas. Pero los senderos de Dios son espinosos y arduos, y el tormento de las pruebas, largo y sin fin. Quien camina hacia lo elevado avanza a menudo en sombras, sin ver sus propios pies. De este modo se consolaba Parzival, tratando de hilvanar todos estos acontecimientos. Recordó el rapto de los hijos del duque sajón. En primer lugar, pondría en manos del Concilio a los vástagos del rebelde pagano Widukind, que era la diestra del heresiarca Remigio. Una vez consumado ese propósito, volvería sobre sus pasos en busca de la Lanza. También, pensaba, sería necesario pedir a Widukind que revelase el paradero del proscrito a cambio de la redención de sus hijos, aunque esto era decisión de voces más poderosas, y su único cometido era entregarlos sanos y salvos al Concilio.
Al cabo de unas horas, Parzival contempló un paisaje casi nocturno, mientras la compañía avanzaba en la oscuridad, dispuesta a atravesar la región durante la noche. La columna se había detenido en una colina. Tal y como Sargant había advertido, la aldea, apartada de las rutas más transitadas, estaba compuesta por algunas granjas agrupadas en medio de hazas y campos de labranza; sin embargo, los fuegos hablaban esa noche de aquelarres paganos y de rituales a los dioses de la naturaleza. Chamuscando las laderas de los oteros, unas ruedas de paja bajaban encendidas a los campos, sacrificio que se atribuía a los dioses primigenios de la tierra, con el fin de bendecir las cosechas.
—Mirad esas llamas, hermano Parzival —señaló Chrodbert a su derecha—. Celebran cultos prohibidos donde Carlomagno ya ha decretado el cristianismo.
Sargant escrutó a Parzival.
—No nos conviene llamar la atención —advirtió el capitán.
—¡Claro que no! —protestó Chrodbert—. ¿Y qué haremos? ¿Pasar de largo?
Parzival sopesó las circunstancias, y no lo dudó demasiado. Parecía una población pequeña perdida en aquella región; los tomarían por sorpresa, la victoria estaba asegurada.
—Quemad la aldea como castigo —ordenó Parzival.
Sargant lanzó una mirada de inconformidad y desprecio a Chrodbert que no pasó desapercibida ni a Faramund ni a otros hombres que andaban cerca y que lo conocían. Era de sentido común el deseo de los escuadrones de pasar inadvertidos hasta llegar a su destino final. Sargant asintió sin decir palabra alguna. Chrodbert, sin embargo, sonrió malévolamente y se dispuso para el ataque al frente de un grupo que siempre quedaba bajo su mando. Sargant habría jurado que se trataba de una sección de proscritos mal pagados por el empobrecido caballero Chrodbert, ciego de odio tras la amputación de su pierna durante la destrucción de Eresburg, muchos años atrás. Nadie concedía gran poder a Chrodbert, pero su rencor hacia los paganos del norte le granjeaba simpatía entre los miembros más radicales del Concilio Germánico.
Poco tiempo después, más de la mitad de sus escuadrones participaban en una carga sorpresa que extendía el terror y barría la aldea. La población huyó a los campos ante la presencia de la caballería. Entonces llegó el momento en el que el poblado entero humeaba sobre un telón de fuego. Los tejados agitaban sus flamígeras cabelleras al viento. El joven Oliéribus se volvió hacia Parzival. Contempló el resplandor ondulante en las pupilas de los ojos grises del iluminado misionero. Por primera vez, se preguntó si acaso el diablo no andaba ya detrás de todos estos acontecimientos abrasadores, cuya razón escapaba al entendimiento de un simple novicio como él, quien, cual tonto pajarillo, se subía a los hombros de los gigantes de la fe para mirar cara a cara al Maligno en todo su esplendor. Se santiguó cien veces, reconociendo el pecado de su duda, pero sin poder apartarla completamente de su mente.
Parzival, sin embargo, ajeno, se fijó con intensidad en una aparición, más allá de los llantos y del desorden, y creyó vislumbrar la Epifanía por encima del fuego. Le parecía distinguir al ángel que visitaba aquel campo de batalla para bendecirlo. Sus alas eran amplias como las de un águila; sus rizados cabellos, una tormenta de oro; sus ojos tenían el brillo de la justicia y de la templanza, y empuñaba el resplandor de una espada argéntea envuelta en llamas.