No habría podido diferenciar entre las nubes y los recuerdos, los deseos y las palabras soñadas, pues Parzival finalmente sucumbió al cansancio. Altas montañas se interpusieron a su visión. Creía estar completamente solo en el abismo de su sueño, mirando desde un altiplano recientemente nevado. La cresta descendía pálidamente a hombros de rocosos gigantes, dejando ver al fondo el pináculo de una abadía cuya campana repicaba solitaria. Se olvidó de sí mismo y descubrió la figura de un joven caballero, frente a él, cual aparición de la virtud. Se erguía sobre una montura tan negra como la mayor parte de las piezas de cuero y acero que lo protegían en la guerra, cuyo atuendo vestía sin miedo a la carga y con el orgullo de la más absoluta devoción. No era alto, pero su rostro, transfigurado por pensamientos que no podían sino ser de muy elevada condición, transmitía serena quietud. Sus ojos, de un azul muy oscuro, se clavaban con la precisión de un halcón avizor en el horizonte, como si se fijase en un rincón remoto de aquellas altísimas montañas que dentaban la frontera de los cielos. Dio la señal con las riendas, y la montura comenzó a descender un sendero barrido por los vientos.
Un poco más adelante, los simples que malvivían alrededor de la abadía lo saludaron a su paso, riendo como ríen los locos y los ignaros. Los labrantíos, ahora helados, se extendían a la derecha entre cinturones de árboles pelados por los vientos otoñales. La montura negra siguió avanzando hasta el arco que daba la bienvenida al recinto abacial. Aquel caballero recibió cobijo y él atendió la misa. Comió poco y aceptó el aposento que se le prestó en las cocinas, cerca del hogar. Mientras dormía, el fuego crepitaba iluminando sus sueños. Su rostro, bañado en sudor, era visitado por oscuros presagios.
A Parzival le pareció que había pasado una noche de pesadillas en compañía del piadoso caballero, y que despertaba a un nuevo día. El solitario abandonó su refugio, tomó su montura y recorrió el camino que se adentraba en el valle. Tras un descenso hasta aquel paisaje que la última abadía dominaba desde lo alto, la pendiente ascendía otra vez abruptamente en busca de las más altas montañas de este mundo. La frontera de los Pirineos se interponía a su paso.
La senda subía bajo un sol feroz cuya lanzada se clavaba en la frente con el grito de un águila, trepando como una fatigada serpiente que acaso necesitase retorcerse más y más sobre sí misma para poder coronar la interminable ladera. El viento helado soplaba contra el rostro del caballero.
Tras varios días y acosado por el hambre, se fijó en la figura de un árbol solitario que sostenía sus brazos sobre una encrucijada. Al aproximarse, descubrió los restos de unos ahorcados que colgaban de sus ramas, balanceándose. Cuervos y buitres habían dado cuenta de sus cuerpos. Después de santiguarse y rezar por aquellos desgraciados, el caballero siguió adelante.
La esperanza del Grial era su todo alimento. Había decidido dejar de sufrir por lo mundano, convencido de que, mientras depositase un solo gramo de fe en el sustento mudable, jamás sería digno de la verdadera revelación. Se acercaba la hora definitiva, en la que debería rendir cuentas ante la voluntad incontrovertible del Altísimo. Si él inspiraba los pasos, la busca del Grial daría su fruto, pensaba, en esa frontera elevada por la providencia divina para proteger los reinos cristianos de la invasión de los infieles. Y según todas las calendas, los sueños y los dichos, así como sus propias declaraciones, Monsalvat estaba en aquella dirección. Sin embargo, no parecía un camino para hombres, no al menos mortales. Ni siquiera los pájaros se atrevían a ascender aquellas montañas, y el vuelo suspenso de las águilas había quedado abajo, sobre los aserrados vacíos del valle. Las nubes se arrastraron borrando el mapa de las tierras bajas, y el istmo por el que avanzaba era un puente suspendido ya entre cimientos invisibles y nubosos. Por encima de la ladera sólo se elevaban derrocaderos y peñascales todavía más altos, zarcas cornisas que parecían ser la base de montañas aún mayores.
Al volver en sí, el crujido de las rocas y el rugido del viento, libre por los pasadizos de las formaciones rocosas, lo saludaron con híspido acento mientras el sol ya abrasaba las cicatrices de su rostro. El desnivel se deslizó más cerca que nunca del oleaje de nubes ascendentes, blanco y encrespado. El sendero se retorció entre las breñas despedazadas y cubiertas de líquenes, esculturas cuyo bronce se hubiese oxidado a la intemperie. Fue entonces como si, envuelta en la armonía de un coro, la montaña hablase a través de la voz del viento. La senda se encaramó a una verde pendiente jalonada, que cubría el espacio intermedio de las paredes de desnuda, afilada, mortal roca.
La barrera de las más altas cimas imponía su última voluntad. Al enfrentarse a ella, la fiel montura buscó los pasos perdidos de otros congéneres, pero ya no había camino. Indecisa, se detuvo. El cielo se aproximó con mil voces confusas que parecían recitar el Credo in unum Deum. Perseguidos por la riada de las nubes, ascendieron animal y caballero hasta adentrarse en una densa bruma. La pendiente fue doblegada y, tras coronar el último terraplén, empezaron a descender hacia una pradera agrisada. Las flores se abrían como si estuviesen en las lindes del tiempo terrenal, confundiendo primavera con otoño. La luz se despedazaba en el agua, entre cornisas que pertenecían a los cimientos y fundaciones de aquellas montañas. Delante, la orilla del ibón se extendió ante el caballero como un espejo que reflejaba con impoluta perfección el último ascenso de la tierra, montes que se negaban a ser usurpados, con paredes verticales, amargas, desgarradas, perfectas, cuyas aristas desaparecían en el resplandor del sol.
Se despidió del caballo ante la imponente visión. Lo despojó de los arreos y éste deshizo sus pasos, exonerado, en busca de los valles. El lago anegaba una sima acuchillada entre las cumbres montañosas. Sobre su negro mirar se posaba ahora una débil niebla. Más allá, por encima del velo silencioso como la muerte y lleno a la vez de una paz celestial, la pared de roca se elevaba implacablemente, trepando hacia el cielo con mil estrías de juventud, hasta desaparecer. No existían caminos que la lógica pudiese transitar para usurpar los dominios divinos. No importaba que el caballero fuera consciente de que aquel sendero conducía a Monsalvat, ni que la patria de los elegidos, el refugio de la Reliquia Sagrada, estuviese allí, vedado en el corazón de los Pirineos.
Por eso, sin desprenderse de las piezas de su armadura, el adusto señor rompió el hechizo del agua, introduciendo sus pies en ella. Se apoyó en una de las rocas antes de dar el siguiente paso, con el que casi creyó congelar el latido de su propio corazón. Las ondas se alejaron perdiéndose. A medida que entraba en el agua, sus miembros parecían dejar de responder, hasta que su cabeza, mirando por encima del lago, fue abrazada por el frío absoluto y su boca exhaló el último aliento. En ese momento se hundió por completo y creyó que su corazón al fin se detenía, al tiempo que era consumido por una enorme oscuridad. Trató de mover los brazos y se movió adelante, pero ya era tarde, y en el fluir del agua creyó ver el reflejo de lo pasado, y en el pasado lo porvenir.
Cuando el caballero abrió los ojos sólo fue capaz de reconocer la dureza de la piedra modelando su espalda. Se incorporó, sin saberse vivo o muerto. Tras librarse de su pesada armadura, se abrió paso hacia la negrura. El frío devoraba sus huesos, por lo que se quitó las prendas mojadas. Sus facciones, consumidas por el sufrimiento, se encogieron. El último sayo con el que se cubría estaba impregnado de un frío tan extremo, que también se vio obligado a despojarse de él. Y a medida que hacía esto, el calor de una calina se desplazó sobre él como el aliento de una bestia que dormía en las profundidades de su alma y que, al fin, lo atraía hacia el fondo de la cueva. Ése debía de ser el lugar en el que el Tiempo, indeciso, se detiene junto a la vida y la muerte, escondido en la gelidez de aquella existencia. Había atravesado su severo frío, pero ahora se sentía tan a merced de sus garras, que terminó por desprenderse de todo hasta que, desnudo, corrió al interior de la caverna, en cuyo final amanecía un albor rosado, detrás de la niebla. Esta incertidumbre creció a ambos lados y en ella se encendieron gentiles resplandores. El aire, cada vez más tibio, lo abrazaba, hasta que, finalmente, confuso como si hubiese sido vestido por la misma calígine, olvidó su propia desnudez. Los vapores, tan espesos como en los baños de la más suntuosa de las cortes del oriente, intercedieron confundiendo la luz, que ardió por encima. Alrededor crecía una exuberante y densa vegetación, trepando a lo alto cual vírenle muralla de impenetrable lozanía. En el seno de aquel palpitante pecho, el aire empezó a aclararse. Al detenerse, exhausto, sepultado por la calidez insoportable, descubrió entre el vapor una silueta que lo esperaba abriendo los brazos. No fue capaz de distinguir su rostro, pero el caballero desnudo avanzó hacia ella. Indeciso, la miró al fin a los ojos. Descubrió una mujer semidesnuda, ataviada como se visten las princesas de los infieles. Sus piernas eran columnas, su cadera, la redondez de una muralla que se inclina hacia oriente. Apenas cubría su cuerpo con velos tejidos con hilos enhebrados en el sofocante vapor que la envolvía, emanando de su cuerpo, insinuando las formas de su pecho desnudo, por encima del cual y con la perfección de una cariátide el cuello se erguía como torre vigía, sosteniendo un rostro que era la expresión más engañosa y límpida del pecado: labios de abundante carne y anchos pómulos, nariz griega y ojos oscuros, piel ligeramente tostada por un sol invisible por encima de aquella bruma. Ella extendió su mano y puso la palma entera sobre el pecho del caballero, a la altura del corazón, y éste deseó haber muerto en la oscura y gélida profundidad del lago antes que sucumbir a la ardiente tentación que ahora lo amenazaba. Avanzó hacia él con vibrante energía, y era el más terrible de los escuadrones a los que aquel caballero piadoso se hubiese enfrentado jamás, pues él estaba desnudo, desnudo como un niño que viene al mundo, como un reo miserable que es arrojado a las bestias de la tierra. Mas, al sentir el calor y las formas de aquel cuerpo abrasador el caballero cerró los ojos y trató de apartarse de ella. Hizo un esfuerzo tan grande que se consumió, como si todo el calor circundante se hubiese encendido en el fondo de su alma y lo quemase con la potencia de una hoguera. El fin se acercaba al tiempo que se desvanecía y el cuerpo de la mujer trataba en vano de abrazar una cera que caía derretida entre sus ardientes brazos y se deshacía a sus pies.
Al volver en sí, la niebla seguía flotando a su alrededor, pero de nuevo era fría. Las confusas luces del deseo se habían extinguido, y la frondosa vegetación sólo daba paso a una tranquila orilla. El suelo del bosque, tapizado de musgo, se arrugaba con mil raíces anudadas unas a otras, abrazo fraternal de los árboles que, incluso por debajo de la tierra, dialogaban entre sí. Detrás de los troncos, un lago como el resplandor de un ópalo de fuego.
Un anciano de santa apariencia se inclinó sobre el caballero y le ofreció un sencillo hábito, que éste vistió. Una vez en pie, siguió al hombre cuyo andar parecía el de un apóstol. Recorrieron la orilla del lago, cuya paz era visitada por grandes cisnes que planeaban sobre su superficie. Siguieron caminando hasta que el bosque se estrechó a los pies de una garganta rocosa que desembocaba en un puente tallado por ángeles, pues parecía todo él de una pieza y se extendía sobre las nubes, salvando un abismo celestial en el que fluía un río de tormentas y entrando en la muralla de una fortaleza inexpugnable para cualquier pecado, que es árbitro de custodia entre el Cielo y la Tierra.
Al fin, una vez detrás de los muros de Monsalvat, la atmósfera se entenebreció. Las grandes puertas se cerraron y la sombra de aquella corte elegida entre los puros cegó los ojos del caballero. Cuando éstos se acostumbraron a la escasez de luz, le pareció que del espacio brotaba el coro, grave y neptúneo, de los miembros de esa orden divina. Al fondo, tras un altar, los oscuros nichos gritaban sus lastimeras plegarias. Un caballero herido, cuyos lamentos se elevaban por encima de la letanía de aquellas voces, fue llevado sobre su camilla hasta la presencia ultraterrena. El guía puso su mano en el hombro del hidalgo y lo invitó a avanzar entre los cantores hasta las primeras filas, que rodeaban el mármol del sagrario. Una vez allí, las voces elevaron su canto, un canto confuso y lleno de poder, y una gran plegaria que suplicaba y honraba al Señor de los Cielos.
Animado por la reconfortante mirada del guía, el caballero subió los peldaños. Como en el centro de un torbellino de beatitud, las voces lo rodearon. El herido, de rostro gris y desesperado, emergió de las tinieblas como tocado por un rayo ignoto y lo miró por primera vez con el último estertor de vida, y le señaló con el brazo uno de los nichos. El caballero caminó hasta ese preciso lugar y escuchó la voz del señor Titurel, fundador del sagrado castillo, que clamaba desde su limbo y que le pidió:
—¡Descubre el Grial!
El caballero dio unos pasos, abrió la placa de oro y miró en el interior: introdujo las manos y sostuvo el peso del cáliz, que extrajo lentamente, venciendo el temblor que recorría su cuerpo. Una vez fuera, sus ojos no podían apartarse de aquel recipiente que era un detrito de esmeralda tallado con la forma de un cáliz. Giró lentamente sobre sí mismo, sin levantar la vista del objeto, que al entrar en el esplendor del altar cambió de color, como si la luz que descendía a través del corazón de la bóveda fuese la beatífica mirada de los ángeles, quienes se asomasen para contemplar la revelación mística del Santo Grial.
Los caballeros entonaron un lento Et resurrexit tertia die, y fue como si de las profundidades de la Tierra brotase al unísono la plegaria de todos los hombres del mundo, surgiendo de un único pecho que era el de los escogidos. Los nichos de tinieblas resucitaron uniendo sus voces al coro, y los brazos del peregrino alzaron la copa sagrada. De la piedra luciferina, tallada por un ángel fiel en la esmeralda que otrora adornara la frente del Rebelde con puro fulgor, rutiló el resplandor del Santo Crúor, que es la sustancia más rica del mundo y a la vez la más potente de las esencias cristianas. Las nubes se apartaron y el hazaz de luz descendió sobre el altar como una señal inequívoca, una visitación del Tabernáculo.
Arnauld de Goth, pues no era otro aquel caballero y peregrino escogido que había superado las pruebas del Tiempo, la Vida, la Muerte y el Pecado, miró el cielo a través de la transparencia de la copa que alzaba y, al trasluz de su contenido, el rayo de la Epifanía creció, abrumador, como una lanzada que atravesaría el cuerpo entero de la Tierra para trocar en éxtasis cegador su grande y oscura impureza.
A su alrededor, las siluetas se recortaron perdiendo su sentido original, como si sólo hubiesen sido símbolos de símbolos, y la potencia angélica de aquella lumbre rutilante se desbordó sobre sus ojos desde lo alto. Del blanco de la llama esplendente que entronaba el medio abierto de la bóveda vinieron los Cánticos del Tabernáculo y el Coro de sus Custodios, que eran Siete, y aparecieron los Cuatro para barrer, martillar y segar el mundo. Una hondonada de fuego y de estrella se encendió en el centro de los centros, y el arquetipo de los signos descendió con un sello ardiente e incognoscible.
Después ya no vio el elegido nada más que fuese de este mundo, tal era el lumen que se derramaba entre sus dedos. Un último destello, con luz de vino, alimentó el espíritu de los caballeros con el póculo del Grial, atravesando las sombras que rodeaban el altar: y de este modo el Misterio se consumó en manos de un nuevo elegido.
El sueño de Parzival se apartó de tal luz, en la que ahora veía a Arnauld cayendo sobre sus rodillas bajo el poder de aquella visitación que era todo blancura y pureza. El caballero se inclinó, sosteniendo el Misterio del Grial, a punto de desfallecer por el peso del milagro, hasta que la luz de los cielos desapareció, se hizo la penumbra, y sólo entonces, agotando sus últimas fuerzas, pudo dejar la copa de esmeralda sobre el altar, rodando luego a sus pies, postrado por la revelación que había sellado por siempre sus ojos, cegándolos para el mundo terrenal pues había visto en vida la profundidad del Misterio y lo que en esa profundidad adquiere forma sin tenerla, y había sido iluminado por la verdadera luz de Dios, que era la que, a partir de ese momento, alumbraría su camino tanto de día como de noche, ajeno a las tinieblas del pecado terrenal y a las tentaciones que emanan de la multiplicidad que es sólo repetición pecaminosa de los ideales y arquetipos custodiados por la perfección del Cielo.
La visión de aquel trance mostró a Parzival a los caballeros del Grial de rodillas, como si todas las grandes virtudes de aquellos elegidos rindiesen pleitesía ante la Joya de los Cielos o el Fruto del Árbol de la Vida.