De no estar enganchada a su nueva adicción, mi madre me hubiese acompañado al aeropuerto. Pero en la ciudad más ociosa del mundo la última moda fue Internet. Ordenadores detrás de las ventanas. Todo el mundo enfrascado en la búsqueda de Dios sabe qué en estos hogares perdidos entre las estrellas del horizonte. En cuanto dejó de trabajar en la clínica y pudo liberarse del doctor Ibarra, empezó a interesarle comunicarse con desconocidos a larga distancia.
Muy temprano por la mañana, con la bata sobre el camisón, recorre las espléndidas salas de nuestra casa con vistas al Retiro, y se sienta ante el ordenador. La asistenta le coloca al lado una bandeja con el desayuno preparado por ella misma, en el que no faltan el zumo recién exprimido ni los huevos escalfados ni las tostadas humeantes y olorosas, y de vez en cuando comenta: «La pobre se está dejando la vista ahí». Para mí siempre será la asistenta aunque ahora en realidad sea el ama de llaves o supervisora del resto del servicio. Ya no tiene que compartirnos con ninguna otra casa ni tiene que limpiar directamente, sólo cuidar de que todo esté hecho como si lo hiciera ella misma.
No comprendo, ni jamás comprenderé cómo alguien sin oficio ni beneficio como tú es millonario, le gusta decirme a modo de saludo de bienvenida o de despedida.
Antes de marcharnos de la urbanización, le regalé un telescopio a Alien y fui a despedirme de los Veterinarios. Les dije que no sufrieran más porque Eduardo estaba donde quería estar. Les dije que había tardado en comprender que antes de marcharse había venido a despedirse de mí y que me había hecho un gran regalo que entonces no supe interpretar como regalo.
Creo que también se despidió de ustedes, dije. Puede que tengas razón, dijo el Veterinario mirando al suelo. ¿Crees que será feliz?, preguntó Marina dispuesta a creerse cualquier cosa.
Estoy completamente seguro. Lo que tiene lo ha elegido él. ¿Puedo preguntarte qué fue lo que te regaló?, dijo el Veterinario.
El amor, dije yo.
Tania va a tener un hijo, dijo Marina. Tal vez ahora vayamos a pasar alguna que otra temporada a México con nuestro nieto. Otras veces vendrán ellos. La vida se impone, la vida arrastra.
Pasé por el gran cartel de venta de nuestro chalet, por el Gym-Jazz, por el Zoco Minerva, por la guardería, el colegio y el instituto, por el polideportivo. Me acerqué al lago, donde unos excursionistas habían encontrado el cadáver de Serafín Delgado horriblemente mutilado, y arrojé unas flores en su memoria, que se fueron dispersando y cubriendo el agua verde de intensos rojos, blancos, rosas, amarillos, naranjas, violetas. Era primavera, y las aves se inclinaban a beber sobre aquel jardín flotante y luego remontaban el vuelo hasta perderse en el cielo. Desde el cerro contemplé los brillantes techos de pizarra descendiendo hasta el valle de los adosados blancos y de los dúplex marrones. Los autobuses iban y venían desde más allá del infinito atravesando la línea de la neblina de calor y también de la fría oscuridad. Ya jamás regresaría a este mismo lugar en este momento. Que a ambos nos conserve la Gran Memoria.
Un día antes de la partida en busca de Yu, me llamó mi padre por teléfono para decirme que quería hablar conmigo, que quería pedirme algo así como mi consentimiento para casarse con la chica morena que yo un día había visto de refilón. Le dije que era imposible porque me marchaba de viaje y que le deseaba que fuese muy feliz.
¿Se puede saber adónde vas con tanta prisa?
A China. Adiós.