El domingo se me viene encima como una mole. Un domingo sin Yu en el apartamento es el peor domingo de la creación, el menos conseguido, el más flojo desde el punto de vista artístico. Un domingo que hay que olvidar. Ni siquiera voy a ir al cine para evitar la sensación de introducirme entre los brillantes que se derraman del puño abierto.
Al mediodía, después de comer, cuando la ciudad más dormilona del mundo se amodorra frente a la tele, cuando mi madre se tumba en el sofá, se tapa con la manta y se va tomando un té con coñac o un coñac con algo de té, que ella cree que no huele a coñac, y alguno de los cerdos de enfrente se levanta del correspondiente sofá y se estira frente a la ventana, como si su existencia mereciese ese despliegue de piel y células y manteca, paso a la casa de al lado, que he logrado que huela un poco como la mía, o sea, no como una casa sino como un bosque, y acaricio a Uli. Reparto el estofado que he traído en dos platos y sirvo una copa del vino que, a pesar de la insistencia de Serafín, no tiré por la noche junto con las sobras. A Uli también le sirvo su ración de estofado.
Os vais a zampar mi comida de mañana, le digo.
Alzo la trampilla y bajo. Incluso a esto puede acabar acostumbrándose uno. Uli ha dudado entre el estofado y seguirme y ha elegido el estofado. Así que grito para que Serafín me oiga. Su contestación suena más cercana de lo que esperaba. Me va indicando las vueltas y revueltas que tengo que dar hasta que me topo con el fulgor de las velas encendidas.
Estoy tratando de leer. Me has salvado, hijo.
¿De qué?, pregunto, aunque sé que cuando se manifiesta algo tan general y tan vago es inútil preguntar.
De volverme rematadamente loco, de morir aquí dentro, de no pensar en ninguna de las cosas hermosas que hay en el mundo.
Estoy leyendo la historia de Carlomagno, dice, un hombre que vivió y murió, como me ocurrirá a mí, a ti y a todos. Es inútil tener miedo.
Entonces salgamos de aquí.
Quiero que domines el laberinto. Fíjate bien en lo que hacemos. No es tan difícil como piensas.
Le sirvo el estofado y le pongo la copa de vino, que mira con ostensible recelo.
¿No te dije que tiraras la botella?, dice.
Se me olvidó, digo poniéndome yo también una copa y mostrándole la botella vacía.
Hay que escuchar con atención. Si te digo que hay que tirar la botella tal vez sea porque yo sé que hay que tirar la botella.
Me habla con los codos apoyados en la mesa y el torso echado hacia delante. Indaga en mis ojos como queriendo comprobar que no soy estúpido. Es convincente.
¿Por qué no se queda contigo Yu? ¿No te quiere?
Creo que sí me quiere, digo pensando en sus besos, en su excitación, en su entrega total al placer, en esos momentos en que me dice haz conmigo lo que quieras, lo que quieras, lo que quieras.
Pero al mismo tiempo, digo, no quiere tener que trabajar aquí en España. Su marido es rico. En Taiwan tiene una casa impresionante con una enorme jaula llena de pájaros, un estanque con toda clase de peces y criados.
Entonces es comprensible, dice. No tiene nada que ver una cosa con otra. En igualdad de condiciones con su marido, ella se quedaría contigo.
Mira, hay que luchar contra la costumbre. ¿Sabes a qué se debe la mayoría de los accidentes de ferrocarril, aéreos, de coche? A la rutina. La rutina anula la atención. Lo difícil parece fácil. El descuido, la distracción nacen de la confianza excesiva. En cuanto me relaje, darán conmigo. No hay duda de que lo harán porque me apetece estar como tú, distraído. Así que, a ver, dime que me escucharás con atención.
Asiento preocupado, expectante.
Tengo un tesoro, dice. Ésa es la raíz de mis problemas.
Lo sé, te parece increíble, dice. Pero puedo asegurarte que no soy el único. La mayoría lo tiene en cajas de seguridad, en cajas fuertes, en inmuebles, en bonos, en acciones. El mundo está repleto de personas que poseen tesoros, y el mundo está lleno de tesoros. ¿Qué idea tienes tú de lo que es un tesoro?
Cofres rebosantes de joyas y maletines llenos de dinero.
Eres un romántico.
Es la cuarta persona que me lo dice, el primer hombre en este caso.
¿Qué idea tiene usted de lo que es ser romántico?, pregunto.
Alguien que piensa que los tesoros hay que ir a buscarlos a lugares remotos y que tienen que brillar. Y que el amor sólo tiene que ver con lo que se siente y no con lo que se piensa ni con lo que se desea.
Me coge el brazo con la mano: ¿Tienes buena memoria?
Creo que normal, digo.
Escúchame bien. Quiero que memorices una clave, ¿podrás? —y pienso que es la segunda persona, tras Eduardo, que me hace depositario de algo que ha de ser guardado—. Si me sucediese algo, si se cumpliesen mis temores, lo que no es tan descabellado como crees, dirígete a este banco de Ginebra, ¿de acuerdo?
De acuerdo, digo. Podríamos pasar la tarde jugando a las cartas y viendo la televisión, hablando.
¿No crees que estarías mejor en tu casa? Aquí hace frío. Podría encender la chimenea.
No, aún me queda algo de sensatez. Carlomagno me espera. Estoy disfrutando con él, en serio.
Le he traído una cosa, digo, y le ofrezco mis walkman. Así podrá oír música sin armar bulla.
Qué gran idea, dice. Me bajaré la leche y la fruta que has traído. No hace falta que vengas luego. Es mejor que espacies las visitas.
Lo recogemos todo antes de que levante la trampilla. La cierro tras él. He de ir a tirar la bolsa con los desperdicios. Ulises me mira sentado con la lengua afuera y goteante. Le digo en voz baja:
¿Y si ahora nos vamos tú y yo a dar una vuelta?
Miro alrededor. Todo está en orden. Cierro la puerta que da al jardín simplemente porque así lo querría Serafín. Cojo cuidadosamente la correa colgada en la pared. Uli ladra y mueve el rabo. Puede que Serafín ya se haya puesto los walkman. Le he grabado música que le puede gustar: Oasis, Queen, The Animáis, Bob Dylan, Deep Purple, Dinah Washington y Nina Simone, a quien me he aficionado desde que sé que la perrita de Yu se llama Nina. Es una soberana tontería que por una manía el pobre Uli no pise la calle y privarle de que se pegue unas cuantas carreras por la vereda. Es inhumano y descabellado y disculpable porque el pobre Serafín no está en condiciones de darse cuenta de lo que hace.
La ciudad está cubierta por una capa de hielo azulado. Hay claridad, pero no sol. Bajamos la calle empinada hacia la marquesina roja y luego tiramos junto al solar hacia la vereda de los álamos, los perros y los dueños de los perros. Cuando lo suelto, Ulises enloquece. Corre en todas direcciones. Se mete con los otros perros. Está a punto de derribar a varios paseantes, y a mí me da igual. Soy un dueño más que mira hacia el cielo como estudiando su composición. Miro al horizonte como estudiando la distancia. Pero me aburro un poco y se me ocurre llevarme a Uli al bosque de pinos, donde puede ser auténticamente feliz y donde, tal vez, me encuentre con Alien y su pastor alemán. Sería interesante ver qué tal se llevan nuestros perros. Aunque suene exagerado, volver al bosque de pinos es ir al polo opuesto de mi vida. Nuevamente regresar a un tiempo anterior. Me encantan los poderosos ladridos de Ulises. Es un perro con personalidad, con auténtico carisma. Una de las primeras cosas que voy a hacer el lunes es comprar comida para perros. Por la tarde me acercaré al apartamento. Si su marido se ha marchado, Yu irá por allí. Los besos son algo de lo que no se puede prescindir. La boca necesita otra boca, como la cabeza necesita pensamientos y el estómago comida. Uli no lo sabe, por eso es feliz. Nunca se desesperará por lo que no tiene. Nunca notará esa falta como yo la noto ahora.
Busco a Alien entre los asiduos al bosque, mientras que Uli corretea entre los árboles y es inmensamente feliz. Los perros tienen que correr y nosotros tenemos que besar.
Volvemos a eso de las nueve. Han volado cuatro horas casi sin darme cuenta. Así que intento apretar el paso. Espero que Serafín no se haya dado cuenta de que Uli no estaba en la casa porque en sus circunstancias psicológicas le hubiese supuesto una terrible angustia.
Llegamos con la lengua fuera. Abro la puerta despacio. Uli entra y se inquieta. Ladra. Enciendo la linterna y unas velas. Uli me mira con las orejas alertas. No sé qué quiere decirme. Me voy hacia la trampilla. La abro y le indico a Uli que baje.
Recorre el laberinto en un periquete, detrás voy yo, ya no me pierdo. Hasta que me topo con la luz centelleante de las velas.
Me quedo asombrado. Le digo a Uli que no se mueva de aquí. En un cuarto de tan reducidas dimensiones enseguida se ve lo que hay y lo que no hay. Están los walkman tirados en el suelo, pero no está Serafín, lo que me pone bastante nervioso. Apago las velas aunque tal vez no debería haberlo hecho, pero soy producto de las charlas sobre seguridad que recibí en el colegio y el instituto. La verdad es que cuando uno es capaz de aprender puede aprender cualquier cosa. No sólo a evitar un fuego o buenos modales, sino la crueldad y la mala educación porque nadie nace sabiendo ni una cosa ni otra. Salgo pitando por el laberinto precedido de Uli.
No me detengo a revisar las habitaciones por si en alguna estuviese Serafín porque es imposible. Lo llamo una sola vez, sin respuesta.
Huele a tabaco, ¿verdad Uli?
No hay humo. Huele a ropa de fumador. Entre el aroma de alta montaña que he conseguido para esta casa, la peste de la que su portador no ha debido de ser en ningún momento consciente. Me llevo a Uli conmigo.
Como es natural, mi madre se asusta. Retrocede ante el perro y dice:
¿Qué hace aquí este animal? Quiero que se vaya ahora mismo.
Uli está pisando las revistas de decoración esparcidas por el suelo e intenta coger una con la boca.
¿Te das cuenta de lo que hace? No pienso soportar esto. Tengo que trabajar todos los días. Tengo que encontrar piso. Tengo que casarme. Tengo que preocuparme por mi único hijo. Tengo que procurar no engordar. Tengo que estar alegre. Y además tengo que aguantar al perro del vecino. Un vecino que apenas me ha dirigido el saludo en un montón de años. Un vecino que no nos ha dejado dormir con sus ruidos.
Mamá, se va a quedar aquí ¿entendido? Ve acostumbrándote a él.
Entonces, si el salón está tomado por el perro y tú, me voy a mi cuarto.
No me parece mala idea, digo, y le ayudo a recoger las revistas.
Tienes la cena en la cocina, dice. Por fin solos, le digo a Uli.
Me tiendo en el sofá, me tapo con la manta de cuadros y hago que el perro se tumbe a mi lado.
Ahora vamos a ver una buena peli. ¿Sabes quién es Orson Welles?
¿Qué puedo hacer por Serafín? No puedo hacer nada. No sé qué ha ocurrido y es de noche. Estoy un poco cansado de andar por la vereda y por el bosque y del susto de no encontrarlo en su refugio.
Por las cristaleras se ve el firmamento y el filo azul que rodea toda la oscuridad.
Me quedo dormido en el sofá hasta la mañana siguiente. Y tengo buen cuidado de sacar el perro al jardín antes de que baje mi madre. Cuando lo hace, Uli la mira con el hocico pegado al cristal.
¿Aún está el chucho aquí?, dice.
No tiene otro sitio donde ir. Está solo.
¿Y su dueño?
No sé dónde ha ido.
¿Y por qué no eres tan caritativo con tu madre como con el vecino?
¿Qué quieres que haga?
Que vengas a la clínica conmigo. Me preocupa tu futuro. Bueno, no hay tanta prisa. Aún no te has casado. ¿Vas a esperar a que me case para trabajar? No me agobies, por favor.
Se marcha dando un portazo. Dentro de una hora vendrá la asistenta y me llamará vago y dirá que el perro o ella. Me gustaría saber si Serafín ha vuelto o si ha habido algún movimiento más en su casa, pero prefiero dormirme hasta que empiecen a oírse las chillonas voces de los niños que se dirigen al colegio. A esas criaturas tendrían que pagarles un sueldo. Son las que más madrugan y más trabajan en la ciudad más perezosa del mundo. Luego está nuestra asistenta. Luego las cajeras del Híper. Y luego la tropa de jardineros que vaga por los parques, siempre con un bocadillo en la mano. Y la tropa del polideportivo, gran consumidora de café en la cafetería. Entre la clínica y el polideportivo, me quedo con el polideportivo. Es a lo que estoy habituado. Sellar los carnés me parece bien. ¿Por qué no podría pasarme la vida sellando carnés mientras pienso en el corto y encontrándome los fines de semana con Yu en el apartamento? ¿Por qué lo que realmente gusta no es duradero? ¿Por qué tiende a permanecer lo indiferente, lo que no se desea con el auténtico deseo?
Al anochecer cuando mi madre regresa del trabajo dispuesta a hacerse la enésima raya como puede desprenderse de sus altibajos de humor, cojo el coche y me acerco al apartamento. Voy con la esperanza de ver a Yu. Es una esperanza tan grande que agranda el firmamento, que agranda la oscuridad y la profundidad. Las luces del fondo saltan hacia mí, unas tras otras. Iluminan el camino, la calle en la que siempre aparco y el portal que me introduce al laberinto de puertas que conduce a la 121. Temo que se haya volatilizado o que al abrir la puerta me encuentre con una familia que vive allí dentro o que la llave no funcione.
Una vez más nada de esto ocurre. El apartamento está vacío, frío, fuera de este mundo, en algún lugar del universo al que sólo Yu y yo sabemos llegar, pero no eternamente, sólo mientras al abrir los ojos continuemos viendo trazarse con claridad el camino y este final de ese camino. El olor amargamente dulce de su cuerpo es señal de que ha estado aquí. Ha estado en el baño. Ha pasado al dormitorio y se ha tumbado en la cama unos instantes. Luego se ha sentado en el sofá bastante rato. Justo enfrente, apoyado en una estantería, hay un sobre. Un sobre amargamente blanco.
No es necesario abrirlo para saber lo que dice. Dice que tiene que regresar a Taiwan con su marido, a su hermosa vida. Dice que puedo escribirle y que puedo ir a visitarla, que seré su huésped más importante. Dice que me quiere. Me pide perdón.
Me lo meto en el bolsillo por si en algún momento me siento capaz de leerlo. Recorro el piso despacio. Abro los armarios para ver por última vez los trajes y los zapatos de Eduardo. En la cocina todo está en orden. Extiendo las toallas en el toallero. Si se piensa bien no es tan trágico. He perdido de vista a Eduardo como se pierde de vista a alguien que desaparece a lo lejos aunque no hayamos cesado de mirar. En una curva o tras un repecho, la gente desaparece.
Ulises está agotado de las correrías de ayer domingo. Le abro la puerta del jardín y me saluda meneando el rabo, pero sin saltar ni correr. Cruza el salón con paso cansado y le huele las zapatillas a mi madre. Es un anciano.
Mi madre me mira con los ojos muy abiertos.
Quiere que la semana que viene empieces a ir por la clínica. Dice que si se te da bien, te costeará la carrera de odontólogo para que te ocupes del negocio cuando él se jubile. No está mal ¿no crees? Quiere que nos casemos dentro de un mes. Dice que es ridículo que esperemos más tiempo.
Uli, ¿estás hecho polvo, verdad?, digo.
Deberías hacerle una caseta en el jardín, dice mi madre tristemente.
Todo se va a solucionar, le digo. El mundo está lleno de problemas, pero también de soluciones. Me han ofrecido un trabajo en el polideportivo.
Otro trabajo de ésos, dice.
Deseo con todas mis fuerzas que mi madre vuelva a sus clases de gimnasia y a no dar ni golpe. Y deseo ver a Yu. Y deseo ser un genio del cine. La clave que Serafín me hizo memorizar es lo único que tiene valor en mi cabeza, o sea, es lo único que existe nada más que en mi cabeza. Y deseo que también exista fuera de ella. Pongo gran energía en este pensamiento para que se haga real y sólido como una piedra.
Voy a sacar un rato al perro, le digo a mi madre.
El ambiente de la casa de Serafín aún conserva el olor a ropa de fumador de negro. No parece que haya entrado nadie más. Ulises me mira con la lengua fuera. Levanto la trampilla, baja Ulises y luego yo. En el cuarto todo está como lo dejamos. Recojo los walkman y me los meto en el bolsillo.
Vas a estar sin mí un par de días, Uli ¿podrás resistirlo? ¿Sabes que el dinero está en todas partes? Hay más dinero que hojas en los árboles. No brilla, ni siquiera se ve, por eso no lo llamamos tesoro.