De la misma forma que el pasado está en el presente también lo está el futuro: los planetas que colonizaremos y las estrellas que descubriremos. El tiempo humano es tan confuso, tan inexacto, que nos obliga a soñar para viajar por su profunda oscuridad, y tal vez soñemos lo que ya hemos hecho en el futuro. La indescriptible imaginación es la única capaz de adentrarse en el indescriptible tiempo. Los torpes artilugios con alas inventados por nuestros antepasados eran el sueño de un avión actual porque en los sueños no distinguimos con certeza lo que estamos viendo. Nosotros no somos quienes hemos ideado nuestra propia capacidad, por eso no la conocemos. ¿No resulta paradójico que no nazcamos con el conocimiento exacto de, por lo menos, cómo estamos hechos? Hasta hace cinco siglos no reconocimos algo tan simple como la circulación de la sangre, y aún hoy nada más podemos decir que nos hemos aproximado vagamente a nosotros mismos. Somos unas criaturas más, aunque asombradas. El asombro es nuestra alma. La que nos lleva más allá, donde en algún momento nos reencontraremos con el ahora, dice Alien con voz muy masculina, muy pausada, muy melancólica. Antes de despedirse nos mira unos instantes con la tristeza de quien acaba de regresar de un viaje por el auténtico tiempo. El silencio de la sala es emocionante. Todos esperamos que diga la última palabra para poder aplaudir.
Espero en la salida para saludar a Alien. Frías bandadas de pájaros negros cruzan el cielo azul. He venido hasta el Centro Cultural pensando en Yu y en lo que cambian las cosas y que sin embargo nos aferramos a ellas como si no fueran a cambiar nunca. El Veterinario lo llama continuidad. La urbanización es continua, inagotable, porque su apariencia se fortalece con cada nueva construcción, con cada añadido. Al anochecer es inundada por oleadas de puntos luminosos que a eso de medianoche se van extinguiendo dejando manchas oscuras aquí y allá. Pero al amanecer empiezan a sobresalir por arte de magia los contornos de las construcciones de los dúplex y las chimeneas de los chalets y las ramas peladas de los olmos, a aclararse hasta hacerse nítidos, tan visibles que ya son reales. Y con la luz los sonidos de la luz, del mismo modo que la oscuridad tiene los suyos, más aislados, más perfectos, más solos.
Una voz de la luz, de las que se confunden con otras voces, con el viento y las podadoras eléctricas, me habla en la espalda. Me vuelvo y descubro a Marina, más indefinida, más delgada y si cabe más rubia. Tiene los ojos más bonitos que he visto después de los de Sonia. Le expreso mi sorpresa por encontrármela en la conferencia de Alien.
Me alivian las palabras de este hombre. No sé por qué pero son un consuelo. Me hacen pensar que no todo está perdido, que no porque algo desaparezca de nuestra vista desaparece realmente, sobre todo si no lo olvidamos, dice.
Comprendo, digo para no tener que decir más. Echo de menos los besos de Yu. Sus besos son como transfusiones de sangre. Ha sido necesaria toda una pasada humanidad con millones de millones de bocas hasta conseguir los labios de Yu, su saliva, su lengua, sus dientes suaves, pequeñas piedras por las que el agua pasa constantemente y con las que me gusta tropezar. Me avergüenza un poco sentir ante Marina que la vida es maravillosa. No quiero retener el momento de verla marcharse, así que no la miro cuando se da la vuelta porque lo que se ve, aunque sea sólo una vez o sin intención de verlo, puede que ya no se olvide.
En el polideportivo necesitan un encargado que se ocupe de los carnés de la piscina, me dice Alien de pronto. Con esto me despierto por completo.
Veo que no te entusiasma la idea, dice.
Bueno, digo.
Mira, es una actividad que no exige ninguna entrega, puedes estar pensando en otra cosa. Cuando registres los carnés, cuando les pongas el sello, no tienes por qué estar pensando en los carnés, sino en lo que de verdad te interese ¿comprendes?
Podría ir pensando en un guión, digo sin convicción.
En el fondo te pagarían por pensar. Sería como una beca.
Visto así, digo. Tú, sin embargo, no tienes que pensar nada más que en lo que piensas. Por eso lo que dices tiene tu sello.
Has logrado elaborar un producto absolutamente espiritual. La gente te sigue. La madre de Eduardo te sigue. ¿La madre del desaparecido?
Dice que tus palabras la alivian mucho. ¿No ves? Lo que haces sirve para algo.
Es necesario que la gente te crea. No se puede hacer nada si no resultas convincente. Incluso cuando selles los carnés, ellos tendrán que sentir que ese sello vale, que sabes que lo estás estampando, que siempre recordarás que lo has puesto en concreto en su carné, dice.
Parece difícil que todo lo que se hace a lo largo del día se pueda hacer de esa manera.
No si estás convencido de que lo haces. No es necesario que creas en ello ni que te guste especialmente, simplemente lo haces porque es lo que haces en lugar de todo lo que podrías hacer. No tienes que pensar que si pudieras no lo harías, eso es la muerte.
Le digo a Alien que voy a pensarme lo del polideportivo. La tarde se ha vuelto más fría aún y decido irme al cine. Cojo el autobús, paso rápidamente ante el conductor y me siento en las filas de atrás para que no pueda hablarme. Voy rodeado de la peña de quince que por ser viernes va sumamente excitada. Ellas muy maquilladas, y todos, ellos y ellas, con el pelo a tope y los detalles de la vestimenta analizados con lupa. Nada más arrancar empiezan a sentarse unos encima de otros y a decir obscenidades. Hasta yo me sentiría provocado si no fueran el fruto natural de los que ahora tenemos veinte, observados con fría curiosidad por ellos cuando volvíamos de Madrid en este mismo autobús bastante pedos, sobre todo Edu, al que tenía que arrastrar hasta mi casa en un estado calamitoso. Gran parte de los amigos del instituto están trabajando, no como yo, sino de verdad, en Madrid, en empresas con jefe de personal y varias plantas de despachos. A veces los veo salir o entrar de coches nuevos que no llegan a los dos millones, con trajes nuevos que no pasan de las treinta mil y caras de puteados. Nos decimos hola y adiós. Si hubiera llegado a irme a China y hubiera vuelto, yo sería el tío que ha estado en China y esto se les notaría en los ojos, en el saludo. Así soy el tío que se ha quedado en el sitio que se han hartado de ver durante tanto tiempo y que prácticamente han abandonado. Noto su involuntario desprecio. También me desprecian los universitarios. No lo pueden evitar. Formo parte de la tropa de haraganes que no hemos salido de la urbanización porque no hemos sido capaces de dar el salto, y a quienes en su mayoría se ha uniformado: los barrenderos van de naranja y los aprendices de jardinero de verde, los que se han colocado en el supermercado del Híper, de blanco. Estos últimos llevan un gorrito tipo barco para que no caigan pelos en el pan, la carne o la fruta. Vas por ejemplo a las secciones de ferretería y de jardinería, mis preferidas en épocas pasadas, y te encuentras con el careto de atontado de alguno de mis excompañeros que me pregunta qué deseo. Le digo muy seriamente que estoy echando un vistazo o le hago que me explique cómo instalar el riego automático. Como soy un cliente no tiene más cojones.
Coge un folio en blanco y un rotulador gordo, muy de profesional, y empieza a hacerse un lío. Es un tío que de pequeño hizo como que violaba a una amiguita suya, le dio por jugar a eso, y los padres de la niña denunciaron a los suyos, y los del resto de las niñas de nuestra clase de Primaria recomendaron a sus hijas que no se acercaran a semejante bicho. Ahora suelo verlo con una chica que trabaja en una boutique del Apolo y que tiene una cabellera castaña, larga, brillante y lisa que le llega al culo.
Le digo que no entiendo nada, que es imposible que el riego funcione si sigo esas instrucciones. Él se pone un poco nervioso y me dice que va a llamar al jefe para que me lo explique mejor. Le digo que no importa, que me lo estoy pensando, que no veo práctico lo del riego automático. Se queda con cara de haber perdido una venta. Piensa que ha tenido en la mano apuntarse una instalación de riego y que ese sueño se acaba de desvanecer. Aún no es capaz de reconocer a los que jamás lo compraríamos. Le han hecho creer que todos somos consumidores natos, y que en cuanto poseedores de un pedazo de suelo somos compradores potenciales de cualquier utensilio de jardinería, que sólo hay que convencernos. Se le lee en la desolación de los ojos.
Entre las cajeras también reconozco a antiguas alumnas del instituto. Van uniformadas con una camisa a rayas rojas y blancas y un lazo en el cuello y se maquillan como si fueran a hacer un casting. Están muy guapas, cada una a su forma, aunque todas se hacen ahora una gruesa raya negra en el párpado superior, se ponen polvos que les dan ese toque aterciopelado en la piel y perfilador de labios independientemente del color que usen. Me encanta mirarlas. Casi ninguna luce el tono natural de su pelo, no se lleva, sino artificiales naranjas, platinos, rojos y negros. Me miran como diciendo vaya vago. Ante su desesperación saco los artículos del carro con gran parsimonia fijándome en todos esos detalles demasiado deslumbrantes para estar en medio de ropa barata, cajas de leche, montañas de naranjas, geles gigantes de baño y promociones de sartenes y cacerolas.
Se puede decir que la nuestra ha sido la primera generación joven de la zona. De pequeño casi no se veía a jóvenes de catorce a veinte por aquí. Sólo a padres y niños. Así que según hemos ido creciendo la faz de la ciudad más perezosa del mundo se ha ido cubriendo de pelos chillones, de cabezas rapadas al uno, de tatuajes en tobillos, hombros, pechos, culos y muñecas; de pendientes en labios, cejas, lengua, ombligo y orejas, tanto en los jardineros, como en los barrenderos, como en los del Híper, como incluso en los de traje que, aunque más discretamente, también se han puesto algo. Yo mismo me he tatuado una serpiente en la espalda sobre la que Yu pasa la lengua muy despacio mientras me abraza con las piernas. Sé que para ella es más sexy que para mí el pijama chino. Le pido que se tatúe mi nombre en alguna parte que sólo yo pueda ver. Y ella me sonríe tristemente sin decir nada, lo que me alarma y me obliga a estar ya siempre alerta. ¿Qué quiere decir no decir nada?
El local donde me hago la serpiente pensando en excitar con ella a Yu está decorado como si fuese una gruta bastante transitada, al final de la cual, tras unas cortinas negras, se oye un aparato eléctrico que podría hacer pensar en las limpiezas bucales de la clínica de mi madre, de no ser por el olor a piel quemada. Trato de concentrarme en las ilustraciones de la pared para no oír y oler hasta que me toque el turno, y me decido por la serpiente negra que pienso que puede quedar muy bien sobre un omóplato, lo que me confirma el tío de la aguja, que lleva pantalones y muñequeras de cuero y unas greñas sumamente frondosas. Pero así es la vida, un tatuaje no te lo va a hacer un remilgado porque hacer un tatuaje debe de dar bastante asco. Ni tampoco se puede rodear el asunto de paredes blancas y atmósfera aséptica porque la obra tiene que ir cargada de cierta energía primitiva y psicodélica, de modo que al verlo Yu, eso que ve esté hecho en un cuartucho oculto tras unas cortinas negras al final de una gruta con las paredes de cartón, envuelto en el calor y el olor de mi piel quemada y la del tío de las greñas.
De regreso del cine y de pasarme por el apartamento para dejar la calefacción encendida, vuelvo a coincidir con la peña quinceañera, mucho más enloquecida que hace seis horas. Se amontonan en la última fila fumando y gritando. Es atronadora tanta energía. No recuerdo que nosotros tuviéramos tanta. ¿Hacia dónde los conducirá? No es difícil adivinarlo porque ellos suponen la continuidad de las pistas de tenis, de la piscina cubierta, de los jardines, de las viviendas unifamiliares, de las guarderías y los colegios, de la estafeta de correos, de los centros comerciales, de los contratos basura, de un horizonte iluminado por la mano del hombre hacia el que nos dirigimos entre los velos que el universo deja caer poco a poco.
Desde la parada el camino a pie a casa es silencioso. Se encienden y se apagan algunas ventanas, se oye algún sonido propio de la oscuridad, o sea, aislado y preciso, contundente. Kilómetros y kilómetros de este mismo trayecto un día tras otro, un año tras otro. La mayor parte de mi vida la he dejado en este tramo que va de la marquesina roja junto al solar aún no construido en su totalidad, a la calle Rembrandt, ligeramente empinada, y por sus aceras hasta el número dieciséis, mi casa, de fachada marrón y ventanas blancas, con el porche antiguo de baldosas rojas que el resto ha cambiado por buena piedra de cantera rosa o por pizarra o barro cocido y que han acristalado para que en invierno el frío no pase al interior y que han llenado de plantas.
Mi madre dice con tono preocupantemente nasal que ha querido esperarme levantada, aunque de haber sido más precisa habría dicho tumbada en el sofá y tapada con una manta.
Le pregunto si está acatarrada para que se dé cuenta de las transformaciones que se van operando en ella.
Ah, sí, dice. Es la sequedad. La calefacción reseca mucho el ambiente.
Ya, digo yo, quitándome el gabán alemán, los guantes, la larga bufanda, que me llega casi a los pies, y la gorra tipo Che Guevara con la que podría casar muy bien un poco de barba.
¿Qué tal me quedaría un poco de barba? No cerrada, sino de esas que parecen de dos días.
Prueba a ver, dice, siempre que no parezcas un enfermo guarro. No creo que puedas estar más guapo de lo que estás.
¿De veras crees que soy guapo?, pregunto pensando en que Yu nunca me ha dicho que sea guapo ni que me quiera ni siquiera en esos momentos en que se puede decir cualquier cosa.
Escúchame, desde que llegué esta tarde no he cesado de oír aullar al perro de al lado. Es como si llorase. Puede que lleve solo mucho tiempo, que nadie haya venido a atenderle. Puede que el vecino haya muerto en uno de sus viajes y que nadie sepa que en su casa hay un perro que le espera. No sé, he empezado a darle vueltas a la cabeza y a preocuparme tanto que he tenido que…
¿Qué, mamá?, pregunto.
Creo que me estoy haciendo vieja. Hace unos años no me hubiera importado lo más mínimo lo que le ocurriera al perro de al lado.
Tal vez nos encontremos ante otro síntoma de su adicción, pero como es costumbre me callo. Y dedico toda la atención a escuchar al pobre Ulises.
Parece que tiene hambre. Sin duda está solo. Tal vez deberíamos hacer algo, digo.
¿Algo como qué?
Por lo pronto voy a salir y a llamar al timbre.
Ulises al oír los timbrazos emite sus conocidos ladridos broncos. Le hablo a través de la puerta. Le digo: Ulises ¿tienes hambre? Un solo ladrido como si asintiese, como si hubiese reconocido mi voz.
Paso a mi casa aterido de frío. La luna desprende el vapor helado que cubre los coches, el suelo y el hierro de las verjas. Así que me abrigo y le digo a mi madre:
Voy a saltar al jardín del vecino. No voy a dejar a ese animal así.
¿No deberíamos llamar a la policía o a los bomberos? Imagínate que te ataca.
Voy a darle pan. Él me conoce. No te preocupes, digo sin estar seguro.
Hago lo que he pensado con la dificultad que conlleva la materialización de cualquier acto imaginativo. Me cuesta trabajo trepar por la pared y luego descender por ella. En los bolsillos he metido el pan y una linterna que saco al caer al otro lado. El chorro de luz de la linterna cae sobre la hierba sin cortar, sobre una fuente, sobre la vegetación que se aprieta contra las paredes del fondo, sobre los árboles de ramas desnudas y sobre todas las hojas caídas en otoño podridas en el suelo. Luego ilumina la fiera figura de Ulises tras las cristaleras del salón. Según me aproximo a él, se vuelve más loco. Dejo la linterna en un lugar donde también me alumbre a mí. Descorro un poco la puerta de cristal y dejo que me huela. Le hablo, le doy un pequeño trozo de pan y luego otro. Le digo: Ulises, guapo, no quiero hacerte daño. ¿Te acuerdas cuando te tiraba pan por encima de la tapia? Hago sonidos cariñosos que a Hugo solían gustarle mucho. Al fin abro más la puerta para ver sus intenciones y le paso la mano por el hocico. Cuando veo que mueve el rabo dejo que salga fuera y que corretee a mi alrededor y que me ladre. Le ofrezco más pan con la mano. Intento acariciarle y le acaricio. Mi madre pregunta si todo va bien. Ulises ladra en dirección a su voz. Le pido que tire una botella de leche y busco un cacharro para echarla. Troceo el pan en la leche y cuando se lo está comiendo le paso la mano por la cabeza.
Ulises ¿a que está bueno?
Sigue comiendo con sus grandes colmillos y su ágil lengua. Y cuando termina me lame la mano, y yo se la paso de nuevo por el pelo tan corto y tan suave, por el relieve de los huesos del cráneo y de la cara. Me acerco a las puertas de cristal, él me sigue. En el interior huele mal. Ulises ha debido de hacer sus necesidades ahí durante varios días. Alumbro con la linterna las paredes en busca de un interruptor de la luz, pero él avanza decidido por el pasillo, se mete en una habitación y ladra al suelo junto a unas estanterías de obra. Creo saber por lo poco que traté a Serafín Delgado que me agradecería que me preocupara por su perro y su casa. Encuentro un interruptor, pero no funciona. Seguramente han cortado la electricidad. Vierto el chorro de luz sobre las baldosas que olisquea Ulises.
Aquí no hay nada, Uli.
Ante su insistencia paso la mano por la superficie y encuentro una ranura en una de las baldosas, así que meto las uñas por ella y la levanto.
¿Qué es esto, una bodega?
No hay nada de lo que extrañarse. Salvo casos excepcionales como el de mi casa, en casi todos los chalets se ha practicado una trampilla por la que se desciende a frescos sótanos donde se guardan las botellas y las herramientas que no caben en el garaje y una cama para echarse la siesta en verano. Y aquí tenemos el del vecino, cuya construcción nos ha pasado inadvertida, aunque tal vez parte del jaleo nocturno que soportamos durante un tiempo se debía a esto. Alumbro hacia abajo con la linterna, y Uli se precipita escaleras abajo. Detrás voy yo con algo de precaución porque al fin y al cabo un sótano está bajo tierra, no a la vista, digamos que no está en la superficie de la urbanización, destinada a que nada cambie su apariencia, sino enterrado bajo los salones y cocinas y cuartos de baño, sumergido en la vida de sus habitantes, que de vez en cuando pueden abrir la trampilla y descender por las escaleras hacia lo más remoto de su forma de existencia. A estas alturas ya debería haberse hecho un mapa del mundo subterráneo de esta ciudad, donde tal vez se apreciaría la verdadera personalidad de los vecinos. Algunos están conectados por pasadizos entre sí, para poder entrar en casa del vecino si alguna vez se olvidan las llaves o simplemente como muestra de confianza o para que los niños correteen y jueguen sin los peligros de la calle. Tienen las formas más extrañas y los colores más diversos y todos se sienten orgullosos de ellos como demuestra el hecho de que te los enseñen a la menor oportunidad. Les gusta que te sorprendas cuando te señalan la disimulada entrada a los infiernos debajo de un sillón o de la báscula del baño o bajo una alfombra. Si entrar en una casa y toparte con los olores y los gustos y las manías y el pasado distribuido por aquí y por allá de los dueños ya es heroico, bajar al sótano supone ver el lugar oculto.
Uli me guía por un laberinto de corredores inquietante. No son largos, sino intrincados, con infinitos recodos a derecha e izquierda. Parece un laberinto para ratones de mi tamaño y empieza a preocuparme el hecho de que luego no encuentre la salida. También me preocupa que Uli no sepa dónde va. A veces se detiene un instante, lo que me hace dudar de su sentido de la orientación y me angustia. Da la impresión de que estemos dando vueltas sobre un mismo punto. Es increíble todo lo que puede ocurrir en un momento real para mí e inexistente para mi madre, que por muchas vueltas que esté dándole a la cabeza, nunca se lo imaginaría. Pasas a la casa de al lado, idéntica a la tuya, y te ves metido en un laberinto del que puede que jamás salgas. ¿Y si hubiera entrado aquí sin saberlo nadie? Por ejemplo, una tarde estoy solo en casa y hago lo que acabo de hacer y no encuentro la salida y me quedo aquí para siempre y ya no puedo ir nunca más al apartamento ni ver a Yu. Habría desaparecido como Eduardo. Los humanos nos perdemos con facilidad. Si no pudiéramos perdernos, los laberintos no existirían. Uli se pone a ladrar de un modo que me sobresalta. ¿Qué pasa, Uli?, le digo mientras desembocamos en un cuarto que apesta por decirlo de alguna manera. Hay un camastro y sobre el camastro un tío. Lo enfoco bien desde la entrada porque en principio me da mucho asco acercarme. El tío abre un poco los ojos. ¿Ya estáis aquí?, dice.
Uli le lame la cara y mueve el rabo lo que me lleva a pensar que se trata de su dueño, del propio Serafín Delgado. ¿Serafín Delgado?, pregunto.
Habéis tardado, cabrones, en dar conmigo, dice con pausas exigidas por una terrible fatiga.
Serafín, soy el vecino. ¿Se acuerda de mí? El chico de la casa de al lado.
¿Tú los has traído?
No he traído a nadie. Vengo solo, se lo juro. Nada más estamos Ulises y yo.
Me aproximo con precaución, como si el olor que despide pudiera acuchillarme.
No me j odas con esa luz, dice, haciendo las pausas a que me he referido antes.
Uli espera sentado y con la lengua fuera y goteante como los perros felices.
Dejo la linterna en una esquina del cuarto para que alumbre a modo de lámpara.
Se queja al tratar de incorporarse, lo que me hace pensar que debería ayudarle, o sea, que tendría que tocarle. Culpo a mi madre de ser tan escrupuloso. Ella es quien me ha hecho así con su manía de los afeitados y por utilizar tanto las palabras repugnante, asqueroso y maloliente referidas a las personas. Y también culpo a la asistenta por ser tan rigurosamente limpia —salvo para cambiar las sábanas de mi cama y plancharme la ropa— e insistir en que no ha visto mayor guarrería que en las cocinas de los restaurantes, incluso los mejores, ni mayores guarros que los cocineros, que a veces no se lavan las manos después de mear. Lo que me ha impedido disfrutar plenamente de las comidas fuera de mi casa, de forma que todas las porciones de pizza que me he ventilado en el Híper, lo he hecho con la convicción de que el tío que mareaba la masa había estado un rato antes en el lavabo sujetándosela. Y lo mismo en los bares y en la charcutería cuando caen en la palma de la mano las lonchas de jamón de york. En esas ocasiones sólo me queda rogar internamente que el dependiente no tenga ninguna enfermedad.
Su estado es lamentable. Está muy delgado, sucio, como ya anunciaba de lejos, y desde luego con expresión de no estar muy cuerdo.
Entonces ¿no están contigo?
No hay nadie aquí más que nosotros. Ahora voy a levantarle ¿de acuerdo?
Y le cojo por debajo de los brazos pensando que después de esto cualquier bar, camarero y váter público van a parecerme suficientemente higiénicos. Logro sentarle en el camastro con los pies en el suelo y le pongo los zapatos.
Aquí hace mucho frío y humedad, le digo. Ahora vamos a salir ¿de acuerdo? Arriba tampoco hay nadie. Es por la noche y estamos solos. Se lo juro. Ulises no me hubiera conducido hasta aquí si hubiera notado algo raro.
Voy a morirme, dice.
Pero no será aquí dentro, digo.
Con una mano cojo la linterna, y un brazo se lo paso por la cintura al vecino. Seguimos a Ulises, a quien a veces he de llamar para que no vaya tan deprisa. Por fin nos topamos con las escaleras, cuyo ascenso para Serafín presenta alguna dificultad, pero que aún conserva la suficiente fuerza para pedirme que cierre la trampilla.
Sin eso estoy muerto, dice.
Busco una cama donde acostarle. Le quito los zapatos y le arropo con todo lo que encuentro. Las camas están vestidas con finas colchas de verano, lo que quiere decir que en todo el invierno no ha dormido en ninguna de ellas. Le digo que voy a traerle algo caliente. Le digo que necesita recuperarse. Le digo que nadie tiene ni idea de que haya subido arriba ni de que antes estuviera abajo, que puede estar tranquilo.
Entonces ¿por qué me has encontrado?, dice.
Por casualidad. Estaba preocupado por Ulises, y él me llevó hasta usted.
Cojo unas llaves y salgo por la puerta como un señor. Mi madre está preocupada. No ha sabido qué hacer ante mi tardanza. Ha estado a punto de saltar ella también la tapia para ir a buscarme. Ha imaginado que el perro me había matado. Ha sido media hora angustiosa.
¿Sólo media hora? Me han parecido horas, digo.
En la cocina preparo leche caliente y le añado miel y limón. Cojo galletas, chocolate, unas naranjas y pan para Ulises.
El vecino está enfermo. Le han cortado la electricidad y no tiene ni luz ni calefacción.
Pobre hombre, dice mi madre. ¿Crees que yo debería ir?
Creo que no. Y creo que nadie debería saber esto. Tiene miedo de alguien.
Comprendo, dice. Como ya está todo en orden me voy a la cama. Mañana tengo que ir a ver cinco pisos.
Vaya, digo. Aún sigues con eso.
He de obligar al vecino a que se despierte para que se tome la leche. De pronto se me ocurre que lo primero que haré al día siguiente es afeitarle. Le pongo agua en un cazo a Uli y le dejo el pan en el suelo para que, aunque no tenga hambre, lo chupe y lo mordisquee y no se sienta abandonado.
Me ducho antes de irme a la cama simplemente para separar los ambientes. Y cuando la asistenta me zarandea y me despierta por la mañana con sus rituales frases ignominiosas, me viene a la mente todo el asunto de la casa de al lado, un asunto terrorífico propio de la oscuridad, que a la luz del día no resulta nada más que penoso. Todavía tengo la oportunidad de no involucrarme más, de olvidar, pero la realidad es que salvo verme con Yu no tengo otra cosa mejor que hacer.
A pesar de ser sábado, mi madre ya ha emprendido su periplo de pisos en venta. Es tranquilizador y preocupante a un tiempo que alimente esa fantasía con tanta fuerza.
Procuro que nadie me vea entrar en la casa de al lado aunque es algo de lo que nunca se puede estar seguro en la ciudad más cotilla del mundo. Siempre puede haber alguien mirando desde alguna ventana, y las ventanas son muchas y, según los dictados de la arquitectura moderna, muy grandes, de forma que aun sin querer mirar se ve. Yo por ejemplo no tengo ningún interés en contemplar en pelotas a la familia de enfrente y, sin embargo, a mi pesar, los veo. Al barrigudo del padre, a la tetona de la madre y a los escuálidos de los hijos. Al principio me sobresaltaba cada vez que se me aparecían ante los ojos, porque nunca hubiera elegido ver los enormes pezones de esa señora ni todo lo que forzosamente he visto. Pero ahora procuro que formen parte de los paisajes indiferentes, de los que ni fu ni fa, como el autobús que pasa o la fábrica de yeso del otro lado de la autopista. Mi madre dice que deben de ser nudistas o algo así y que no les importa mostrar el cuerpo. Por eso no se molestan en correr las cortinas ni en taparse con algo cuando están en casa. Para ellos ponerse cómodos es quitárselo todo. Sólo espero que nunca me inviten a su casa para no tener que sentarme en sus sillas.
Vengo provisto de café con leche para Serafín y de media tortilla de patatas que quedó anoche y más pan para Ulises. Serafín continúa en la cama, aunque despierto.
Le digo: Voy a afeitarle y luego voy a limpiar la casa y a encender la chimenea. Después se va a duchar y a cambiarse de ropa y el lunes daremos de alta la electricidad.
Yo no puedo salir de aquí, lo siento.
Bueno, iré yo. No hay problema.
¿Y si te siguen? No eres consciente de lo peligroso que es esto.
También me llevaré a Ulises a que corra un poco por la vereda.
Ulises no sale de aquí. No te pases de listo.
Está bien. Está bien, digo. Sólo quiero ayudar.
¿Es que tienes la costumbre de ayudar así como así?
Una vez le ayudé a sacar cajas del coche y a meterlas aquí.
Te pagaría ¿no?
Sí, me pagó. Pero ahora no quiero que me pague. No quiero nada, de verdad.
Así no te vas a hacer rico.
Si supiese cómo hacerme rico, me haría. Si supiese cómo arreglar la vida de mi madre, la arreglaría. Si supiera cómo introducirme en la industria del cine, me introduciría. Lo único que ahora se me ocurre es echar una mano aquí. Lo hago por Ulises, porque necesita un amo y una casa.
Quiero que sepas que me escondo periódicamente. Hago como si me marchase de viaje, pero en realidad me oculto en el sótano. Esa obra, la del laberinto, ha sido la mejor idea de mi vida. Ya han venido varias veces a buscarme. Han revuelto la casa, pero no han dado conmigo. A veces he contratado a gente para que viniese a limpiar el chalet y a dar de comer a Ulises. Otras era yo mismo quien subía por la noche a hacer esa tarea. Es terrible vivir así, digo.
Más terrible es estar muerto. Aunque estos últimos días no me hubiera importado morir. Ya no me apetecía salir fuera. Echo de menos estar ahí abajo sin miedo.
Eso no puede ser. Es como si usted mismo se hubiese secuestrado. No es sano.
¿Ah, no? ¿Y qué es sano, hacer footing y no fumar? ¿Crees que ésos no se vuelven locos?
Es evidente que me encuentro ante un claro caso de enajenación mental. Se me ocurre que Serafín haya sido recluido en algún psiquiátrico y que sea de los médicos y las enfermeras de quienes tiene miedo, que piense que lo persiguen.
Chico, cuanto menos sepas, mejor para ti. Piensa lo que quieras.
Hago que Uli salga al jardín y empiezo a limpiar y voy mirando lo que voy dejando limpio con tal placer que creo que el haber observado a la asistenta tantas horas me ha dejado una huella muy profunda, una especie de ciencia de la limpieza que hace que sin haberlo hecho nunca sepa dejar los suelos inmaculados y los cristales translúcidos y los baños y la cocina como espejos. Porque el pobre Serafín no está en condiciones, de estarlo, le pediría que comprase productos con olor a pinos y a limones. Le digo que voy a dejarle algo de comer porque quizá no pueda volver hasta mañana.
Por favor, no se esconda, no va a venir nadie. Procure ducharse, le sentará bien.
Si te crees que estás haciendo un acto de caridad, vas dado. No serás uno de esos que van para curas.
Qué idea tan falsa he tenido de mi vecino hasta ahora. Esa idea que se tiene sin querer tenerla, sin ponerse uno nunca a pensar en ello, la que trae el viento como trae briznas de paja y polen y la arenilla que se mete en los ojos. Serafín Delgado era el generoso hombre de negocios que viaja constantemente, que hace la reforma más impactante de toda la urbanización y que le suelta mil pelas a un crío por ayudarle a sacar unas cajas del coche. Y ahora resulta que es un viejo mezquino y asustado.
Quiero proponerle a Yu que pasemos la noche juntos. Podríamos hacer el amor hasta caer rendidos y quedarnos dormidos. Me entusiasma esa perspectiva. Cenaríamos en los alrededores, o mejor aún, si acepta, bajaría en un periquete a comprar cualquier cosa y ya no tendríamos que salir hasta el día siguiente cuando ella quisiera, yo no tengo prisa. Mi única responsabilidad hoy por hoy es la del vecino y el perro, a la que nadie me obliga, de la que puedo prescindir en cuanto me parezca. En realidad no es una auténtica responsabilidad. Como todo en esta ciudad parece un ensayo de la verdadera responsabilidad. Como los estudios parecían un ensayo de los verdaderos, y el trabajo en el videoclub una infantil aproximación al de los tíos de traje y complementos de marca. Como tampoco las conferencias de Alien son auténticas conferencias, rigurosas y documentadas. Y quizá por eso me gustan tanto, porque estoy muy educado en lo inauténtico.
Llego antes que Yu y esto me descorazona un poco. Me gusta, al entrar, que avance a recibirme desde donde esté porque en ese mismo instante me invade una gran oleada de lujuria y ya no pienso en otra cosa que en comérmela bajo la luz de la lámpara que cuelga del techo iluminando el gran espectáculo de mi banquete. Sólo con pensarlo me caliento bastante, así que espero con ansiedad agónica que suene la cerradura. Ese pequeño ruido que abre la puerta del paraíso. El paraíso está en el cuerpo de Yu. Aunque parezca que he aprendido poco, he aprendido que en el fondo todo lo que no tenemos y queremos está en otro cuerpo, en el que me hundo porque todo lo que en esa persona no soy yo y puedo probar con la boca me produce un gran placer.
Más o menos estoy una hora así, medio desesperado, hasta que por fin aparece precedida por el maravilloso sonido de la llave. Se quita el abrigo, el sombrerito, los guantes. Se queda con jersey y falda negros sobre medias también negras. El pelo recogido en una brillante cola de caballo. Me mira desde ese mundo lejano suyo donde viven encerrados sus ojos. Le pido que se desnude. Quiero ver cómo se queda desnuda. Estoy tan excitado que creo que me voy a marear. Me dice que no puede porque tiene que marcharse enseguida.
¿Cómo que tienes que marcharte?
Sí, ha venido mi marido de Taiwan.
Se esfuma el delirio. La carne vuelve a su estado natural. La sangre se calma. Recibo y respondo a sus besos casi mecánicamente. Se ha sentado encima de mí y me abraza por el cuello.
No lo esperaba. Ha sido una sorpresa. Me he escapado un momento para decírtelo. Quiere que regrese con él. ¿Y qué vas a hacer?
No lo sé. Está la cuestión del dinero. Dice que no va a enviarme más. No tengo dinero. No tengo trabajo. ¿Qué puedo hacer?
Por el trabajo no hay problema, podemos encontrar cualquier cosa.
Sí, pero es que, ¿sabes? No quiero trabajar en cualquier cosa. No sería feliz.
Ya, digo pensando que será mucho peor perderla que no haberla encontrado.
Se marchará dentro de dos días. Yo, dentro de quince, a final de mes. Hasta entonces tenemos tiempo de vernos.
Hago café y nos lo tomamos en silencio, sentados en el sofá ante un televisor invisible. Pienso en la gran jaula de los pájaros, en el invernadero y en el estanque, en los peces del estanque, en la luna reflejándose en el estanque, en las ramas de los árboles oscureciendo el agua, en el agua dorada por el sol.
¿En qué piensas?, dice. En ti.
Nos encontramos algo incómodos así, juntos y vestidos, lo que me obliga a apagar la calefacción y ponerle el abrigo, el sombrero y los guantes. Le coloco bien la cola de caballo por fuera del abrigo. Me detengo unos segundos a mirar concluida mi obra y salimos, recorremos el laberinto de puertas como la nuestra, bajamos la escalera y ya estamos en el mundo donde hay un lugar al que pertenece Yu y otro mucho más vago, más impreciso, al que se supone que pertenezco yo.
Regreso a ese miserable lugar completamente desfondado, en total soledad. Calles ajenas, semáforos ajenos, civilización ajena. Antes de desembocar con el coche en la autopista, paso frente a la enorme peña quinceañera que se apea del autobús de la urbanización. Aún no han sufrido suficientes decepciones y quizá nunca las sufran porque no todo el mundo es arrojado del paraíso. Se habla mucho de ello, pero sólo algunos sentimos la patada en el culo. También ha debido de sentirla Serafín Delgado, tal vez sea eso lo que tenemos en común sin parecemos nada en absoluto.
Le pregunto a mi madre qué tal le ha ido lo de los pisos y dice que uno no está mal. Doscientos metros, quinto exterior, cinco habitaciones, frente al Retiro, casa señorial, garaje.
Parece bueno ¿no?, digo.
Tal vez haya otros mejores que aún no he visto, dice. Si éste existe, necesariamente tiene que haber otros iguales y mejores. No quisiera apresurarme.
Para qué darle vueltas a lo de mi madre. No tiene remedio. Se ha empeñado en un imposible porque lo inmejorable no existe. La decoración inmejorable no existe, ni siquiera los sueños inmejorables. Le pregunto si ha notado movimiento en la casa de al lado.
Se oye al perro en el jardín. Nada más, dice.
Abro la verja del porche y entro en la del vecino para distraerme y no pensar en Yu. Ulises entra del jardín corriendo como un salvaje, me tira al suelo y me lame la cara. Quiero a este perro. Antes de ocuparme del dueño le renuevo el agua del cazo y saco del bolsillo unas croquetas que he cogido de la encimera de mi cocina y que he envuelto en Albal.
Son de jamón, tío, le digo.
Serafín no se encuentra en la cama, que está perfectamente hecha con la colcha de verano de nuevo. Ni rastro de que haya estado por aquí. Se ha deshecho hasta de las maquinillas de afeitar. Pero ha tenido el buen criterio de dejarle a Ulises abierta la puerta que da al jardín. Abro la trampilla y Uli duda entre seguir con las croquetas o tirarse escaleras abajo. Opta por lo segundo, lo que me confirma su calidad perruna. Le doy a la linterna y comienza el recorrido, húmedo, tenebroso, desasosegante. Tengo que llevar agarrado a Ulises de la correa para que no me deje solo, lo que me resulta muy incómodo porque he de andar medio agachado. Cuando arribamos al cuartucho me molestan los riñones. Esta vez Serafín ha bajado provisto de linternas y de velas, que ha encendido, creando un ambiente que impresiona.
Serafín, esto es espantoso. ¿No se da cuenta?
Qué sabrás tú del espanto.
¿Pero por qué le busca esa gente que le busca?
Quiero pedirte un favor, amigo mío, dice. ¿Querrás hacerte cargo del perro si a mí me ocurre algo?
Siempre he querido tener un perro. Ésa es la pura verdad. Pero no va a ser el suyo porque no le va a ocurrir nada.
Ja. Qué gracia me haces. Te crees que lo sabes todo. Casi no me conoces y crees que puedes opinar sobre lo que me pasa ¿a que sí?
Pues no sé. Es que me parece exagerado. Me quedo corto, no te quepa duda.
He traído unas croquetas. Nos las podríamos comer arriba. Ahora estamos seguros.
No me atrevo, dice Serafín, porque aunque luego lo dejemos todo recogido y nos parezca que hemos borrado todos los rastros, siempre quedará alguno. Siempre encuentran el detalle que delata.
¿Por qué no se marcha a otra ciudad, a otro país? Podría cambiar de identidad y vivir como las personas.
Estoy más seguro aquí, bajo tierra, donde no me voy a tropezar con nadie. Ten en cuenta que los humanos tenemos que comer, dormir, vestirnos, hablar y que todos somos diferentes. Vamos dejando restos de nuestra existencia aquí y allá. Se nos detecta fácilmente.
No siempre, digo. Un amigo mío ha desaparecido y no hay forma de dar con él. Se ha esfumado.
Porque ha desaparecido de verdad. No hay indicios porque ya no existe, dice.
Serafín no miente. Le creo. Acabo de perder a Eduardo. Aunque sea brevemente, siento un gran desconsuelo y la pérdida de su vida en mi vida pasada e incluso en el futuro porque ya todo lo que ocurra en adelante va a ocurrir sin él.
Aparentemente nada variará. En la precipitación de los acontecimientos diarios no habrá ausencia. Pero sí la habrá en el conjunto de lo que sé. En la Gran Memoria. En la mente del tiempo.
Estoy cansado de discutir, dice. Vamos arriba. Sé que es el principio del fin.
El lunes por la mañana iré a dar de alta la electricidad para que esté más cómodo aquí abajo, si es que es esto lo que quiere.
Apagamos las velas y recogemos las linternas. Ya no tengo que ayudarle a andar, lo que agradezco porque entre las numerosas señales que despide la más potente es la de no haberse duchado como le aconsejé.
Por mucho que intento concentrarme no soy capaz de registrar los giros a derecha e izquierda. Me pierdo. Una vez en el exterior logro convencerle de que mientras preparo la mesa, se pegue una ducha. Enciendo el calentador de gas y le conduzco a la puerta del baño. Le prometo que la ropa que se quite la tiraré en un contenedor lejano a nuestra calle. Ulises está contento.
Un día de éstos también voy a bañarte a ti, le digo. Y se me pasa por la cabeza sacarle a que dé una vuelta por ahí.
No puedes salir, le digo. Tu amo no quiere. Lo siento, tío.
Cuando Serafín se sienta a la mesa con el pelo mojado y peinado y oliendo a colonia parece que el mundo empieza a ordenarse. Se levanta y saca una botella de vino de alguna parte. Me pregunta qué hago además de exponerle a que lo maten. Le digo que estoy locamente enamorado de una chica que se llama Yu.
Con ese nombre será oriental, dice.
Ahora tiene que regresar a Taiwan con su marido. Ha venido a buscarla. ¿Por qué lo bueno es imposible?
No puedo fiarme de ti. Has sufrido poco. No sabes nada, dice.
Se equivoca, sufro mucho. Me desespera la idea de que me deje.
Hablo de sufrimiento real, del malo.
Nunca se me hubiera ocurrido que hubiese un sufrimiento bueno y otro malo.
Pues piénsalo, aún tienes tiempo.
Después de cenar, eliminamos todo rastro de señales vitales con gran cuidado. Tiene que dar la impresión de que en la casa no vive nadie, que alguien viene a limpiarla y a sacar al perro, nada más.
¿Tiene ya menos miedo?, pregunto mientras ato las bolsas con la ropa y los desperdicios que he de tirar.
He asumido que no voy a salir vivo de ésta. Por poco me quedo ahí dentro. A su debido tiempo te daré las gracias, no antes.
Me dirijo hacia los contenedores del final de la calle, no más lejos. En cuanto siento el frescor del aire y veo la luna y las nubes que pasan por ella y las siluetas de la noche surgiendo del firmamento más cercano y del que se cuela entre las edificaciones y los árboles y las almas errantes, la tragedia de no tener nada y de que Yu y el apartamento sean un espejismo se hace sólida como una piedra.
No me importan Serafín, ni Ulises, ni mi madre, ni mis hijos futuros, ni toda esa gente que me inspira compasión, porque no forman parte del agua que he de beber, ni de la comida que he de comer, ni de los sueños que he de tener. Por el contrario, Yu me colma la boca, los ojos, todo el cuerpo.
Mi madre me reprocha que pase más tiempo con el vecino que con ella. Le recuerdo que nadie debe saber que el vecino está en su casa, que todo ha de continuar como todas esas veces en que pensábamos que estaba de viaje.
Tenlo presente, le digo.
Por cierto, dice, ¿has pensado lo de la clínica? Claro, no hay nada que pensar, no tienes alternativa. En cuanto él me diga, empezarás a ir por allí. Con el tiempo podrías ocupar mi puesto.
Otra cosa, dice, ha llamado el Veterinario. Ha de ir a identificar otro cuerpo que podría ser el de Eduardo. Qué pesadilla ¿no?
Sí, contesto.
Creo que no tendría que contarnos absolutamente todo. No gana nada con angustiarnos a nosotros también. No podemos hacer nada.
Pienso que la verdad es que la investigación de su desaparición va muy lenta y, sin embargo, otras cosas van demasiado rápido.
Fíjate en el tiempo que me está costando encontrar piso. A este paso no me caso nunca, dice ella.
Sí, es curioso, digo.