Anoche rompí la imaginaria paz de mi madre y he roto la mía propia en el videoclub. Sólo hay armonía al otro lado, al final de la autopista, en el apartamento, o sea, en el paraíso. Pero el paraíso está pensado para ser expulsados de él. En algún momento hay que cerrar la puerta, dejarlo atrás y arrojarse a lo que lo rodea, y lo que lo rodea no es tan nítido que se pueda ver con el pensamiento, sino que está cubierto por esas sombras que hacen incomprensible aun el día más claro y luminoso.
A los clientes más asiduos les anuncio que el videoclub va a cerrar, de lo que me arrepiento inmediatamente ante su insistencia por conocer el porqué de tal decisión. Les digo que es cosa del jefe y que no merece la pena darle vueltas. La voz se ha corrido y la clientela me expresa sus condolencias, lo que me resulta muy desagradable. Así que lo mejor es que llegue fin de mes, cobrar lo que se me debe y largarme a mi casa. Alien también se ha acercado por aquí para decirme que posiblemente en el polideportivo necesiten a alguien como yo. Y ha sido muy curioso, porque antes de que Alien empujara la puerta de cristal he presentido una gran sombra cubriendo los montes que recortan el horizonte y los árboles que rodean el Apolo y los coches aparcados en el parking que hay frente a la puerta principal. Una sombra tranquilizadora, pacífica y armoniosa como una página de la Biblia.
Le digo, sin que me haya preguntado, que no se sabe nada de Eduardo, y él mueve negativamente la cabeza.
Ni se sabrá, dice.
¿Cómo puedes saberlo?, le pregunto. Es pura intuición, dice.
Se aproxima a la ventana y mira a la lejanía, a los montes que interrumpen brevemente el cielo para escurrirse tras ellos hacia el vacío. Y dice:
No hay señales de él. No quiere estar.
Le pediría que me lo aclarase, pero no quiero parecer tan pesado como esos clientes que me piden toda clase de detalles sobre el cierre de la tienda cuando es notorio que no me apetece hablar de eso. Seguramente a Alien también le canse tener que explicar absolutamente todo lo que piensa en términos que los demás lo entendamos.
No te preocupes por él, dice. Ya no puedes hacer nada.
Han encontrado un cuerpo en una playa de la Costa Brava que pudiera ser el suyo según la policía.
Es igual. Sea él o no sea, ya no va a volver a estar entre nosotros.
La última vez que lo vi tenía un aspecto tan próspero. Creo que se acababa de cortar el pelo y que estaba recién afeitado. Le preocupaba su madre y me pidió que la visitara de vez en cuando mientras él estuviera fuera. También me entregó una llave que yo tenía que guardarle y a cambio de este servicio me iba a pagar quinientas mil pesetas. Se le veía dueño de la situación y satisfecho.
Una despedida en toda regla, dice Alien.
Puede que sí, digo sorprendido por lo que me acabo de oír relatar. Pero era tan habitual en él jugar con las cosas corrientes de la vida, hacer como que todo es misterioso cuando no lo es.
Nuestra incapacidad para comprender es la que crea el misterio, dice Alien.
Así que no voy a volver a ver a Eduardo.
Niega con la cabeza. Por la ventana entra la luz plateada que llega a la cara noreste del Apolo a eso de las doce procedente del hielo del infinito.
¿De verdad desearías volver a verle?
Me encojo de hombros. Admiro la entrega de Alien para captar todos los pormenores del alma humana.
Aunque suene a tópico, es muy difícil salvar a alguien de sí mismo, dice.
Veo la ancha espalda de Alien con la lustrosa cola de caballo sobre ella dirigirse hacia la puerta de cristal, y yo paso a la trastienda donde me esperan los montones de cintas que hay que devolver y que hay que anotar. Ya prácticamente no hago otra cosa. No pido material nuevo, sino que me concentro en dar salida al que queda y en devolver el que no se va a poder vender.
Por la noche viene mi jefe, a quien rindo puntualmente cuenta de todas las operaciones porque he decidido ser legal con él, en lo que al negocio se refiere, hasta el final. Él en cambio ha adoptado una actitud de desconfianza que eludo. Hoy no viene solo. Como temía que alguna vez ocurriese, también Sonia pasa a este lado del mundo. Avanza tras mi jefe mirándome con sus bonitos ojos, que se mantienen en ese color inestable entre verde y azul. No digo nada. Empiezo a sacar de la caja el poco dinero que hay y la lista de las cintas. Le digo que tal vez sea posible liquidar a bajo precio lo que no se pueda devolver ni vender. Observo perfectamente todo lo que ella hace aunque no la mire. Veo, con los ojos dirigidos a mi jefe, cómo pone en la mesa la cajetilla de tabaco, el mechero y el móvil. Se enciende un cigarrillo y me echa la primera bocanada de humo en plena cara. Reprimo la tos porque sería como dirigirme a ella, como decirle algo. Mi jefe hojea la lista de las cintas, pero estoy seguro de que en realidad está pendiente de mí. Dice:
Sonia no te guarda rencor ni yo tampoco. Si no hubiera sido por ella, esto —dice mostrándome el solitario en el puño— estaría en tu cara.
Ahora sí que la miro brevemente y me asusto porque tiene los ojos llenos de lágrimas, unos ojos, a pesar de todo, realmente bellos. Está a punto de desmoronarse, de empeorar las cosas sin duda alguna. Así que opto por decir algo:
Bueno, un negocio como éste algún día tenía que acabar.
Pero no así, chaval, no así, dice mi jefe dándoles vueltas a las hojas.
Y de pronto se oye la fina, por no decir infantil, voz de Sonia llenando el espacio de cristalillos que chocan en el aire.
Nunca me has querido ¿verdad?, dice.
Pido a Dios que mi jefe esté lo suficientemente sordo para no haber comprendido, porque desde que era pequeño no me he pegado con nadie. También pido que sea una pesadilla de la que en este mismo punto voy a despertar. Es sorprendente la rapidez con que se pide. Milésimas de segundo para pedir, para desear. El mundo no puede ir tan deprisa. No despierto y no está sordo. Nos mira desconcertado y se pasa la mano con el solitario por el pelo.
¿Qué está ocurriendo, queréis decírmelo?
No ocurre nada, digo.
¿Y tú qué dices?, le pregunta a ella que me mira ignorándolo a él por completo.
Me entregué a ti sin pedirte nada.
Yo tampoco te he pedido nada, digo ya un poco harto.
Me veo ante la evidencia de la realidad sin más. En la realidad el cuerpo no tiene escapatoria. No puede dar un salto de cincuenta metros como en los sueños, ni salvarse en el último momento, ésa es la diferencia. Todo es tan real que da asco, así que pienso que no soy cobarde, sino que la realidad es groseramente ineludible y que a veces uno se cansa de tener que estar en todo momento en ella, quizá porque todo lo que vivimos, aunque no lo hayamos elegido ni se parezca a nosotros, nos condena a haberlo vivido.
Tú sabías que te quería. Son cosas que se saben. A alguien que te quiere no puedes darle la patada así, sin más.
Por favor Sonia, no confundas las cosas, le digo para no ser cruel porque creo que no debo ser cruel con alguien que me quiere.
¡Dios mío!, exclama mi jefe. ¡Qué ciego he estado! Habéis estado follando. Cuando te pedía que me dijeras con quién andaba y tal ya follabais. Se da un golpe en la frente. Es como para matarme.
Se da unos cuantos golpes más con la palma de la mano en la frente de una manera que es como para ponerse nervioso. A ella nada de esto le impresiona.
Te voy a matar. ¿Lo sabes, verdad, chico?
Ya es mayorcita para saber lo que quiere, se me ocurre decir.
Pero tú no eres nadie para mentirme a mí, para reírte de mí. Te falta mucho para ser un capullo semejante.
Los acontecimientos de la realidad a veces se suceden de una manera pasmosa. Sin darme cuenta me encuentro en el suelo. Me resbala sangre de la cara. Él dice mientras se limpia el brillante con un pañuelo:
Me gustaría que fueses un hombre de verdad para que pelearas conmigo.
Hay gente agolpada en la puerta de cristal, gente que seguramente espera que me levante para sacudirle. Pero tan sólo me incorporo para dirigirme al pequeño lavabo de la trastienda. Observo en el espejo que me ha hecho una herida en la mejilla con el anillo, y cuando abro el grifo para lavarla, lo siento detrás de mí. Me vuelvo lo suficiente para que me propine un puñetazo en el estómago. Me parece increíble que unas manos tan delicadas cerradas sobre sí mismas adquieran tanta fuerza y me doblo con un gran dolor. Siento un gran odio hacia él, ganas de que se muera más que de matarle. Y espero ver entrar por la puerta a Sonia para que me cure.
Me lava la herida y me masajea el estómago con aceites esenciales y luego me da un beso en la sien y me tapa con una manta. Me pide perdón por amarme más de la cuenta y me promete que sólo me verá cuando y como yo quiera. Me pide que no diga nada porque ya no necesito dar ninguna explicación. Hasta que un intenso dolor de cabeza me hace abrir los sentidos y oír una voz masculina que dice: Ya es un hombre y necesita un porvenir. No puede ni debe perder el tiempo con este tipo de vida. Es demasiada poca cosa para él, para cualquiera, pero sobre todo para él, para tu hijo, piensa en el tipo de gente con la que se relaciona. Piensa en esto, insiste.
Reconozco la otra voz que dice: Si ya lo sé, ya lo sé. No sabes lo que sufro viéndole.
Abro los ojos y veo unos aros dorados que me miran y a su lado mi madre.
El doctor Ibarra ha venido a verte y a curarte, dice mi madre. ¿Quién me ha traído?
Una chica rubia. Nos dijo que te había encontrado en el aparcamiento. ¿Es cierto, hijo? Cierro los ojos en señal afirmativa. Intentaron atracarme, digo.
Entonces mi madre suelta una loca perorata sobre la inseguridad ciudadana, sobre la intranquilidad, sobre el miedo que todos tenemos a salir a la calle. Por fortuna no dice nada de los drogadictos.
Tal vez habría que poner una denuncia, dice el de los aros que hasta ahora ha estado observándome sin abrir el pico.
Niego con la cabeza.
Aunque sólo sea de forma testimonial, hijo, dice mi madre. Y vuelvo a negar con la cabeza.
No creo que sea el momento de hablar de esas cosas. Ahora necesita descansar, dice el de los aros.
Oigo murmullos en el vestíbulo, la puerta y un coche que arranca. Y me incorporo un poco sobre los cojines. Mi madre se sienta junto a mí y me pasa muy delicadamente los dedos por el pelo. Hago gestos de dolor para que no se le ocurra tocarme más. Noto que se ha puesto hasta arriba para superar el trance.
Mamá, le digo, no es para tanto. Sólo han sido dos puñetazos. No deberías haber llamado a ése.
El doctor Ibarra dice que necesitas algo mejor que el videoclub, que está pensando que trabajes en la clínica.
A mi madre ya no le importa vender a su propio hijo al dentista. Estoy convencido de que no es cien por cien responsable de sus actos. Vagamos perdidos en medio de la noche, ella con un maillot rosa fucsia de su época de deportista que ha debido de dejar perplejo a su novio, y yo con la sudadera ensangrentada y un esparadrapo que me coge media cara.
No voy a volver al videoclub, le digo. Vamos a cerrar.